La Iglesia al servicio de la Corona
Tras un prolongado silencio, llegó la noticia de que un sacerdote navarro –Juan Carlos Elizalde– había sido nombrado nuevo obispo de la diócesis de Vitoria. La noticia sorprendió a sectores eclesiásticos que llevaban tiempo cerrando apuestas sobre la identidad del nuevo monseñor. Barajaban criterios territoriales, lingüísticos, pastorales pero en el nombramiento de los obispos hay un criterio que pesa tanto o más que todos los anteriores: el político.
Álava ha dejado de ser aquel reducto derechón sobrecargado de curas y militares. Ha tomado carta de ciudadanía una nueva sociedad que rebaja los tonos amarillos mientras destaca el verde, el morado y el rojo. Aviva la llama combativa del 3 de Marzo y, hace unos meses, descabalgó a un individuo que pretendía instalarse en la Alcaldía aupado por el racismo y la xenofobia. La discreta Araba se ha convertido en pieza imprescindible de esta Euskal Herria que va renaciendo como Estado nacional. Rasgos preocupantes para la España Grande que se merma, la España Libre que se pudre y la España Una que se resquebraja. Los estamentos del poder eclesiástico tardaron en promover al obispo porque lo consideran pieza clave para los intereses nacionalcatólicos en un momento tan crucial.
El imperio español utilizó los nombramientos episcopales para asentar sus conquistas; el recién ocupado Reino de Navarra no fue una excepción. Recurrieron a clérigos foráneos para que pastoreasen las ovejas locales de las que no se fiaban un pelo. De poco sirvieron los requerimientos de la Diputación del Reino para que ocuparan la sede episcopal gentes de la tierra.
Cuando los canónigos pamploneses solicitaron un obispo euskaldun, el Emperador promovió para el cargo a un clérigo de Toledo que no sabía nada de nosotros. A lo largo de cuatro siglos, fueron únicamente seis los navarros que ocuparon la sede episcopal de Iruñea. Las gentes de aquel Reino recién ocupado no veían con buenos ojos a los clérigos foráneos a los que se les encomendaba la tarea de colonizarlos. Se celebraban las Cortes Navarras de 1536 cuando el Consejo trató de dar posesión al abad de Iratxe; los tres Estados que conformaban dichas Cortes intentaron darle plantón alegando que el candidato «era extranjero y no natural». Quisieron abandonar el recinto en un gesto primerizo de desobediencia civil pero el Virrey mandó cerrar las puertas para que nadie saliera hasta haber formalizado el nombramiento.
Los obispos foráneos siempre han contado con el poder que les confiere quien los promociona; poder no exento de debilidades. Por un lado, les resulta difícil entender a unas gentes cuyas intenciones se les antojan sospechosas, sus costumbres rudas y su lengua, anacrónica. Por otro lado, toman tan a pecho la defensa de la Metrópoli, que suelen exhibir poses rayanas en el ridículo. Basta recordar a los dos últimos arzobispos de Iruñea, incondicionales admiradores de la Guardia Civil. Fernando Sebastián acabó calando tricornio y Francisco Pérez –zarrapatero ensotanado– echaba paladas de cemento a la primera piedra del benemérito cuartel de Fitero. Tan burdas ostentaciones españolistas han movido a la Conferencia Episcopal Española a promover los mismos objetivos con distinta estrategia. Ahora pretenden que otros obispos, adictos al régimen pero autóctonos, sean capaces de conducir a nuestras testarudas cabras hasta el aprisco de la España monárquica.
Quienes conocen a Juan Carlos Elizalde dicen que es hombre de múltiples habilidades y recursos. Tendrá que valorar en qué proyecto los invierte. Su nombramiento episcopal lo incorpora a uno de los núcleos de poder más reaccionarios de todo el Estado: la Conferencia Episcopal. Jerarquía que no respira los nuevos vientos papales; muda ante las injusticias, la tortura o la dispersión; promotora de una iglesia preconciliar, misógina y opuesta a la soberanía de los pueblos. El origen navarro del nuevo obispo le ha permitido conocer de cerca datos que se ocultan en Madrid. Estrechamente vinculado a Roncesvalles, pertenece a un pueblo que lleva trece siglos ahuyentando conquistadores. Nacido en el valle de Erro, sabe que hasta en esos valles recónditos pervive la tensión de un conflicto no resuelto.
También en Araba podrá encontrar a este pueblo que vive arrastrando cicatrices, soportando violencias y abrigando esperanzas; denostado por todos los poderes; convidado de piedra en su propia casa, sigue sin ser oído, reconocido ni respetado. Bien podríamos repetir la queja que los indígenas mejicanos acaban de trasladar al Papa: «Ni el Gobierno nos apoya ni la Iglesia nos acompaña». Si Juan Carlos Elizalde intenta consolidar desde el obispado la ocupación española –aunque lo haga con gesto suave y actitud discreta– será visto como conquistador. Si se acerca con respeto a este pueblo invisibilizado y a sus muchas gentes represaliadas, será tenido por compañero y amigo.