La impunidad como arma para el relato
La «batalla del relato» explica la indiferencia con la que la práctica totalidad del arco político y mediático ha acogido la revelación de que varios torturadores ascendieron a lo más alto del escalafón.
Ocupar de modo irregular un piso de la Guardia Civil suscita mayor atención política y mediática que revelar que al menos tres torturadores indultados han ascendido hasta lo más alto del escalafón del Instituto Armado. Vamos, que uno puede maltratar impunemente a los detenidos sin demasiado escándalo pero pasarse de listo y hacer usufructo de una vivienda que no le corresponde es motivo de escarnio público. Podría parecer una exageración, pero es la conclusión a la que se llega después de comprobar cómo la cesión de una dotación de la Guardia Civil a Gregorio Serrano, jefe de la Dirección General de Tráfico, se ha ubicado en el centro de la discusión política española de la semana, mientras que las revelaciones de GARA sobre los ascensos de tres uniformados condenados e indultados (hoy aportamos más nombres) han pasado inadvertidas.
No pretendo insinuar que la corrupción, tan extendida en el Estado, sea un asunto menor. Tampoco escenificar sorpresa y escándalo ante un hecho previsible: que la práctica totalidad de fuerzas políticas y medios, tanto en el Estado como en Hego Euskal Herria, prefieren mirar a otro lado o, en su caso, hacer declaraciones genéricas, cuando se abordan cuestiones sobre tortura e impunidad. Simplemente, es un hecho. No interesa hurgar en este asunto. Por ser honestos señalaré dos excepciones: en el ámbito de los colegas de profesión, el programa «En Jake», conducido por Xabier Lapitz en ETB2, que sí se hizo eco del primero de los casos relatados por GARA. En el político, EH Bildu, quien a través de su senador, Jon Iñarritu, formuló una pregunta al ministro español de Justicia, Rafael Catalá. Como es habitual, la única respuesta obtenida fue un «dónde vas, manzanas traigo». Al margen de estas excepciones, como clamar en el desierto.
El absoluto silencio con el que choca cualquier mención a las torturas se encuentra en el ámbito político y periodístico a ambos lados del Ebro tiene que ver con la denominada «batalla del relato». No todos los actores tienen las mismas motivaciones y responsabilidades, pero sí que coinciden en una posición clara: su apuesta por una visión del conflicto en la que ETA es la violencia primigenia e injustificable, mientras que el resto son «abusos» que orbitan en torno a ese pecado original.
Está demostrado que hay funcionarios públicos premiados por su participación en una estrategia de violación de los Derechos Humanos en comisaría. Pero esta certeza quiebra la visión de violencia unidireccional y pone a cada uno ante el espejo de sus acciones, omisiones y cinismos. Por eso es mejor hacer como que nunca ocurrió y obviar las evidencias, a ver si el tormento cae en el olvido.
En cualquier país civilizado sería un escándalo que tres altos mandos policiales hubiesen subido escalafones durante años gracias a su condición de torturadores. También es verdad que hablamos del mismo Estado en el que un exministro del Interior como José Luis Corcuera puede aparecer en televisión y aplaudir impunemente a Enrique Rodríguez Galindo, uno de los máximos dirigentes de la guerra sucia, sin que se provoque ninguna reacción. El mismo Estado en el que un torturador franquista como Billy El Niño es protegido por las instituciones.
Más allá del arranque de vergüenza torera y la reivindicación de una labor periodística a varias manos (sin la tenacidad de imprescindibles anónimos, esto sería imposible), es necesario analizar qué papel juega la sociedad civil en esta pugna. Es imprescindible persistir en el reconocimiento y atención de las víctimas, la denuncia de lo que ocurrió y la exigencia de responsabilidades. Queda mucho trabajo por delante.