Pello Guerra
MURALLAS DE IRUÑEA

El día que Iruñea se liberó de sus murallas

Aunque ahora es uno de sus principales atractivos turísticos, las murallas de Iruñea llegaron a ser odiadas por los habitantes de la capital navarra. Ese cinturón de piedra no dejaba expandirse a una ciudad cada vez con más habitantes y donde los vecinos se hacinaban en calles insanas. Por ese motivo, el 25 de julio de 1915, hace cien años, los iruindarras celebraron por todo lo alto el comienzo de su derribo, que permitió el desarrollo de la urbe hacia el sur.

Día de júbilo extraordinario». De esa manera calificaba la prensa local un deseo ciudadano hecho realidad. Cuatrocientos años después de que el duque de Alba y sus tropas entraran en la ciudad poniendo fin al reino independiente, los iruindarras, acompañados por los sempiternos gigantes, se agolparon en el sur de la urbe el 25 de julio de 1915 para ser testigos de un momento histórico: el derribo de sus murallas.

Con ese acto simbólico, se ponía fin a una historia que había arrancado muchos siglos atrás, cuando los primeros vascones se agruparon en un poblado de cierta entidad sobre la parte más alta de la actual Navarrería, donde se encuentra la catedral. Ese primer núcleo poblado seguramente estaría rodeado de una muralla, aunque, por el momento, no ha sido localizada en las excavaciones realizadas en la zona.

Del que sí se tiene constancia es del perímetro defensivo que levantaron los romanos y que debería tener una cierta entidad si nos atenemos al mosaico que fue localizado en la calle Curia, en el que aparecen dibujados unos sólidos torreones. Esas murallas originarias pasaron por diversas vicisitudes a lo largo de la historia. Así, fueron arrasadas por Carlomagno en el 778 en su regreso de la frustrada expedición a Zaragoza, una afrenta que los vascones le hicieron pagar en Orreaga destrozando la retaguardia de su ejército franco y acabando con la vida de su sobrino Roldán.

Las murallas fueron reconstruidas, aunque de nuevo serían demolidas. En este caso, Abd el Rahman III, el califa de Córdoba por cuyas venas corría sangre vascona, arrasó Iruñea en el año 924 en el marco de una de sus letales aceifas de castigo contra los reinos del norte peninsular. Según asegura la crónica de aquella expedición, el líder musulmán no dejó piedra sobre piedra en la capital.

Una vez más, las murallas fueron reconstruidas e incluso se sumaron nuevas estructuras defensivas. Al núcleo original de la Navarrería, a lo largo del siglo XII se incorporaron dos nuevos espacios urbanos habitados por gentes venidas del norte de los Pirineos. Esos lugares terminarían siendo los burgos de la Población de San Nicolás y San Cernin o Saturnino, que a su vez se rodearon de sus correspondientes murallas. Esos muros serían escenario de la guerra que enfrentaría a estos dos burgos con la Navarrería, un conflicto que terminó con la destrucción del núcleo originario de la ciudad en 1276.

A comienzos del siglo XIV, el burgo de la Navarrrería fue repoblado y reconstruido, aunque manteniéndose segregado del resto de espacios poblados y contando con una fortaleza propia, la que terminaría dando nombre a la plaza del Castillo.

Esas defensas separadas pervivieron hasta que en 1423, el rey Carlos III llevó a cabo la unificación de los burgos para formar una sola ciudad. Entonces se constituyó un recinto amurallado unitario para el conjunto del perímetro de Iruñea enlazando las murallas medievales con las que contaba cada zona.

Ante esas murallas, que se habían quedado anticuadas a causa del desarrollo de la artillería, se presentó el duque de Alba el 24 de julio de 1512 con un gran ejército al que la ciudad terminó abriendo sus puertas un día más tarde ante la amenaza de ser tomada a sangre y fuego. Para conservar el reino que habían conquistado por la fuerza de las armas, los españoles se dedicaron a mejorar las defensas de Iruñea. De inmediato se acometió la construcción de un castillo en el espacio que actualmente ocupa el Palacio de Diputación, aunque este sería sustituido a comienzos del siglo XVII por una fortaleza más ambiciosa: la Ciudadela. Todo ello buscaba frenar un posible ataque de la Nafarroa que seguía independiente al norte de los Pirineos, de Francia e incluso sujetar a una población que quería sacudirse la dominación española.

A lo largo de los siglos XVII y XVIII se fue mejorando ese cinturón defensivo con nuevas estructuras, como baluartes y revellines, hasta hacer de Iruñea una de las principales plazas fuertes de la península.

Como se puede apreciar, el esfuerzo por mantener y mejorar las murallas fue importante y prolongado en el tiempo, y por ese motivo los militares españoles se resistían a deshacerse de él cuando, a mediados del siglo XIX, la población empezó a exigir su demolición. Esa petición era idéntica a la que se planteaba en otras ciudades europeas, que veían en sus defensas un impedimento para su expansión urbanística.

El origen de una ciudad insalubre. Aumentar la superficie de la ciudad resultaba fundamental para poder absorber a la población que se iba trasladando del campo a Iruñea, un fenómeno que se iba paliando a base de construir edificios cada vez más altos, a pesar de que esa práctica urbanística suponía que las calles se iban haciendo más lóbregas e insanas. Pero este modo de proceder no dejaba de ser un parche y el hacinamiento se estaba convirtiendo en un serio problema de convivencia.

A esta circunstancia demográfica se sumaba el hecho de que las murallas ya no resultaban tan fundamentales en la guerra moderna. El desarrollo de la artillería y las nuevas tácticas militares las habían dejado obsoletas, así que ya no tenía sentido mantenerlas en pie, pero el Ejército español se resistía a derruirlas.

Así arrancó un enfrentamiento entre las autoridades civiles y militares de Iruñea en el que cada parte jugó sus bazas. El Ayuntamiento planteó la posibilidad de realizar un ensanche de la ciudad dentro de los límites de las murallas, en zonas militares, pero como no se recibía respuesta, los vecinos decidían actuar por su cuenta y riesgo, y «arrojaban a los fosos las piedras sueltas de las murallas para su relleno por vía de hecho. Y si alguien les daba el alto, decían que el alcalde les había dejado tirarlas», según señala la historiadora Esther Elizalde en su trabajo sobre el derribo de las murallas de Iruñea.

El siguiente paso fue solicitar ya directamente el derribo del frente de San Nicolás para poder expandir la ciudad hacia el sudeste. Para convencer al rey español Alfonso XII, el Consistorio aseguraba «sin exageración» en un informe que esa medida era una cuestión «de vida o muerte para la capital de Navarra», ya que se había convertido en una de las ciudades más insanas de Europa, como lo demostraba el hecho de que se había producido un aumento desmedido de la mortalidad, tan solo comparable con Niza, «el refugio de tísicos de toda Europa». Según datos del historiador José Joaquín Arazuri, la mortalidad alcanzó «la escalofriante cifra del 40%». Esta vez, el Ramo de Guerra no pudo contrarrestar esa petición y una real orden de 14 de agosto de 1884 permitió la edificación en los barrios de extramuros de Arrotxapea y Magdalena, aunque por el momento logró que las murallas siguieran intactas.

Poco a poco, la partida se fue decantando en favor del Ayuntamiento iruindarra, ya que cuatro años más tarde, consiguió el permiso para construir en la misma urbe. En agosto de 1888 se aprobaba el Ensanche Interior, que se edificaría en el espacio generado por el derrumbe de los dos baluartes de la Ciudadela orientados hacia Iruñea, el de la Victoria y el de San Antón. Pero como buena parte de ese terreno se empleó en levantar, entre otras instalaciones, cuarteles militares, el Palacio de Justicia (la actual sede del Parlamento) y cinco manzanas de casas para gente acomodada, incluso una parte se destinó a campo de fútbol, el deseo de derribar las murallas siguió muy presente entre los vecinos.

Tras presionar al Gobierno español desde diferentes frentes, incluyendo las Cortes, el Ayuntamiento y la ciudadanía en general consiguieron ver cumplido su deseo. En 1901 se promulgó una real orden en virtud de la cual se aprobaba de modo genérico el derribo de murallas y el ensanche de Iruñea hacia el sur, aunque todavía pasarían años hasta que ese mandato se hiciera efectivo.

Mientras, se realizaron unos pequeños cambios en el recinto amurallado. Así, en 1905 se remodelaron los portales de San Nicolás, Taconera y Nuevo para que pudieran pasar por ellos los primeros coches que circulaban por la ciudad. Para ello, se sustituyeron los puentes levadizos por piso firme y una verja de hierro se encargaba de mantener cerradas las puertas de la ciudad cuando caía la noche.

Finalmente, el 7 de enero de 1915 se aprobaba la ley que autorizaba el derribo del recinto fortificado, después de que el Ramo de Guerra aceptara la ineficacia de ese tipo de defensas «ante los nuevos y formidables cañones de la moderna ofensiva guerrera».

El momento de la verdad llegó el 25 de julio, cuando la ciudad se echó a la calle para comprobar en vivo y en directo cómo comenzaba la demolición del obstáculo que frenaba el crecimiento de Iruñea. Los trabajos se concentraron en el frente sur, en donde fueron derribadas las murallas que protegían las zonas de San Nicolás y Tejería, una tarea que se prolongó durante años. Una vez eliminados esos muros, a partir de 1920 se levantaría el Segundo Ensanche siguiendo el diseño del arquitecto Serapio Esparza, que había resultado elegido en el concurso restringido celebrado en 1917. Esa expansión se realizaría tomando como ejes vertebradores las avenidas de Carlos III y de Francia (actual Baja Navarra), siguiendo el mismo planteamiento de malla octogonal del Ensanche de Barcelona.

El resto del cinturón defensivo se mantuvo en pie, ya que no suponía un impedimento para la expansión de Iruñea, y hoy en día es uno de los lugares más visitados de esa misma ciudad que en su día tanto luchó por verse libre de sus murallas.