Víctor Esquirol

La leyenda tatuada

[Crítica: ‘Entre dos aguas’]

Victor Esquirol
Victor Esquirol

En una de las escenas más reveladoras de ‘Entre dos aguas’, uno de los protagonistas acude a un negocio de su barrio para tatuarse la espalda. La amistad y confianza que le une al jefe del local hace que entre ambos brote una conversación rica en detalles reveladores. Pero lo interesante de esta escena es que esta constante dialéctica en la película se plasma aquí en un dibujo que va a apareciendo mientras charlan los amigos. Uno se queja sobre su precaria situación (laboral, financiera, familiar...); el otro escucha y responde con esos consejos que solo pueden emanar de la sabiduría más arraigadamente popular.

Los estímulos sensoriales con los que juega el cine se conjugan aquí en un cuadro en el que, por encima de todo, y por motivos obvios, prima la piel humana. Una dermis que está siendo perforada, en un acto de clarísima violencia que, no obstante, concluye con una manifestación artística de una belleza singular; sin lugar a dudas, auténtica. El cliente y el regente nos van contando, oralmente, sus respectivas vidas, mientras que la aguja hace lo propio, y como mejor sabe. Unos hablan y la otra perfora, para dejar una marca permanente. Lo visual y lo auditivo parece que vayan por su propia cuenta, pero en realidad, reman en la misma dirección.

Volvió Isaki Lacuesta a Donostia, quien parecía que tuviera que pedir perdón por haber ganado la Concha de Oro en 2011 por ‘Los pasos dobles’. Este hijo a veces predilecto, a veces repudiado, presentó ‘Entre dos aguas’, continuación (espiritual) de ‘La leyenda del tiempo’, de 2006, trabajo que podría considerarse, sin miedo a ser encerrados, como uno de los mejores documentales jamás dedicados al flamenco. Aquel, recordemos, estaba partido en dos mitades; en dos personajes que vivían en extremos opuestos del planeta. En una punta estaba la japonesa Maikko, una muchacha que intentaría aprender a lidiar con la enfermedad de su padre a partir de las enseñanzas musicales. En el otro rincón, situado en la Isla de San Fernando, se encontraba Isra, un niño gitano que, tras la muerte de su padre, había decidido ir en contra de la tradición de sus genes, y dejar de cantar.

Pues bien, doce años después, la acción sigue a este segundo personaje, en un salto temporal de naturaleza entre «linklateriana» y «truffautesca». Empieza la película con uno de los grandes momentos de la antecesora. Con el recordatorio de un juramento que, por lo visto, se mantiene. Isra ha crecido, pero el mundo se le ha quedado pequeño. Su rutina está ahora confinada entre los cuatro muros de una prisión que, eso sí, podrá abandonar en pocos días. Fuera aguarda el otro hemisferio del film, su hermano Cheíto, enrolado en la marina.

La trama presenta pues casi todos los elementos del thriller social más arquetípico, pero Lacuesta los filma y los gestiona de tal manera que su propuesta se aleja del cine de género, para aterrizar, muy elegantemente, en las antípodas. Aplicado al caso, dos horas y cuarto (que pasan volando) del mejor cinéma vérité, en el que no se sabe si estamos ante un documental ficcionado, o si por el contrario, esto se trata de una ficción documentalizada. En cualquier caso, y esto es lo importante, la ecuación se resuelve con espíritu naturalista. El conjunto desborda compromiso para con una realidad que es observada sin juicios de valor por parte de la cámara. Ni compasión ni mucho menos condena.

La pureza en la mirada de Lacuesta se corresponde con un uso de la técnica cinematográfica tan exquisito como, sobre todo, coherente con el objeto de estudio. La dirección fotográfica de Diego Dussel baña los paisajes de una luz crepuscular evocadora. La banda sonora se convierte en el único eco flamenco posible: entra en juego solo en los momentos en que los protagonistas van en busca de cierta evasión, pero en ningún se le ocurre subrayar (o peor, provocar) los estados emocionales por los que pasa la trama. El montaje, sabiamente orquestado por Sergi Dies, sabe cuándo tiene que dejarse notar y cuándo desaparecer de la ecuación, para que la narración nunca pierda, ni en nitidez ni mucho menos en fluidez. Así, pasamos de escenas de comidas en familia filmadas desde varios puntos de vista, a largas secuencias en las que una única toma acompaña a los personajes.

Como si Lacuesta fuera uno de ellos, pero eso sí, sin ocurrírsele jamás perturbar lo más mínimo el ecosistema visitado. La cámara está ahí, pero a juzgar por la seguridad con la que todo el mundo se expresa, es como si fuera invisible. El intervencionismo es mínimo, sino nulo, y así, la historia se mueve entre el drama y la comedia con la imprevisibilidad (o naturalidad, si se prefiere) con la que la vida misma nos hace ir de la risa a la lágrima. El cineasta no dirige, sino que observa. Con ello, su película alcanza unas cotas de veracidad simplemente sublimes. La imagen no se proyecta, sino que se tatúa en la retina. Y así, cala.