Isidro Esnaola
NORMAS QUE HACEN MERCADO (I)

UNA LEGALIDAD A MEDIDA PARA SOSTENER AL NEOLIBERALISMO

El neoliberalismo ha traído cambios legales que, más allá de eliminar normas de carácter social, han redefinido los principales conceptos de la economía y de la política, siguiendo los presupuestos defendidos por los economistas más ortodoxos.

Normalmente el neoliberalismo se asocia con eliminar reglas, sin embargo, esa idea se ajusta cada vez menos a la realidad. Un grupo de académicos, profesionales y estudiantes de EEUU han creado la red “Derecho y Economía Política” (LPE), que trabaja para fomentar debates y desarrollar herramientas pedagógicas y políticas que permitan avanzar en el estudio de la relación entre la economía política y el derecho.

Tres profesores de Derecho que participan en esa iniciativa, Jedediah Britton-Purdy, Amy Kapczynski y David Singh Grewal, han publicado recientemente un largo artículo en el “Boston Review” titulado «Cómo la ley hizo el neoliberalismo», en el que analizan los cambios que se han producido en la legalidad y cómo esos cambios han transformado las relaciones económicas.

A su juicio, el enfoque neoliberal defiende una visión sobre los mercados, los gobiernos y las leyes que se ha convertido en el fundamento de la infraestructura legal en EEUU y, por extensión, en el resto de países capitalistas. Este grupo denomina a ese enfoque «síntesis del siglo XX». Consideran que los ideólogos del neoliberalismo han impulsado una separación del derecho en dos áreas. Por una parte, estarían los aspectos relacionados con la «economía», como puede ser la regulación de contratos o las normas antimonopolio, en las que ha prevalecido el enfoque económico estricto, es decir, ha primado el criterio de maximizar la riqueza. Por otra, los aspectos relacionados con valores como la igualdad, la dignidad y la privacidad se han llevado al derecho constitucional y administrativo. Con esa división han conseguido que el derecho constitucional se aparte de las preocupaciones sobre el poder económico y las desigualdades estructurales. El resultado ha sido que las relaciones de poder que se establecen entre el Estado y la economía han quedado al margen de litigios legales y han empezado a parecer cada vez más «naturales». Tres son los principales rasgos que estructuran ese discurso legal y político.

Economía, un sistema autosuficiente

El primero es que la economía es un sistema autónomo: autorregulable, eficiente y en gran medida al servicio del bien común. Desde este punto de vista, cualquier «regulación» del gobierno interfiere en el sistema y es, por tanto, sospechosa; a menos que sea para resolver las «fallas del mercado» o externalidades, como por ejemplo, la contaminación. Aunque las externalidades pueden ser importantes y la intervención del Estado amplia, estos ideólogos han logrado instalar la idea de que la ley debe entender el orden económico como autosuficiente. De este modo, eliminan del debate cuestiones como la desigual distribución de la riqueza, algo cada vez más evidente, o el enorme poder que han acumulado empresas monopolistas como Amazon. Cualquier intervención del Estado se considera un obstáculo, de modo que se postula que la libertad y el bienestar general avanzarán cuando se quite al Estado de en medio, mediante la «desregulación».

Pero lo cierto es que no se postula una desregulación, sino una re-regulación selectiva. Ciertas normas estatales se ha vuelto mucho más detalladas y restrictivas para beneficio de unos pocos poderosos. Así, por ejemplo, los regímenes de protección de la propiedad intelectual se han desarrollado hasta límites insospechados, han tratado de incluir dentro de sus límites hasta la vida misma. La regulación de la inversión transnacional, con sus tribunales de arbitraje, ha sido otro ámbito en el que defender el poder de las poderosas compañías del Norte global.

Esos cambios se justifican con otros más profundos. En su artículo, estos profesores recuerdan la ley Sherman que regula el nivel de concentración de la propiedad en cualquier industria. Fue aprobada en 1890 y aplicada basándose en la idea de que la concentración empresarial era una amenaza para la democracia. A partir de la década de los 70, bajo la influencia de académicos conservadores, la ley antimonopolio abandonó el objetivo original y, en su lugar, volvió a poner el foco en lograr precios más bajos (también llamado «bienestar del consumidor»). La ley antimonopolio se reinterpretó siguiendo los dogmas neoclásicos y asumió que los gigantes son generalmente grandes porque están ofreciendo más valor a los consumidores, no porque estén acumulando demasiado poder. Esta convicción suponía que cuando las grandes corporaciones empezaran a fallar aparecerían nuevos competidores. Así, se reinterpretó la menor competencia como resultado de que alguna empresa hubiera logrado ser mucho más eficiente y no como consecuencia del creciente poder de las grandes corporaciones para manipular el mercado.

De este modo han conseguido que los bancos sean demasiado grandes para quebrar y que Amazon y Facebook sean infraestructuras públicas en manos privadas. Han creado un régimen que no está al servicio del bienestar general y mucho menos sirve para avanzar hacia una mayor libertad y democracia.

Igualdad formal

La segunda presunción es que la igualdad legal, especialmente la igualdad constitucional, se entiende mejor como un trato individual formalmente igual. Así se obvian las profundas diferencias que se dan en el mercado, donde dominan poderosas jerarquías de raza, género y clase. La igualdad formal prohíbe explícitamente el trato diferencial –la discriminación positiva– de los individuos de diferentes grupos, lo que significa que «todos deben jugar con las mismas reglas» en un campo de juego desigual. Dicho de otro modo, gran parte de la jurisprudencia estadounidense moderna de la igualdad es «daltónica», hace la vista gorda ante el peso acumulativo de los sistemas históricos, los prejuicios y las políticas que perpetúan las disparidades en riqueza, salud, poder y privilegios.

Así, la igualdad pasó a significar solamente tener la misma oportunidad de ganar o perder en el mercado, olvidando que esa oportunidad está condicionada por historias desiguales de pobreza y discriminación.

Control tecnocrático de la política

El tercer rasgo, según estos profesores, se basa en la idea de que la política democrática se entiende mejor como un «conjunto de decisiones irracionales y oportunistas que debían estar constantemente sujetas a un control tecnocrático y juristocrático». Se ha generalizado la opinión de que en democracia la gente está mal informada y mal equipada para manejar las complejidades modernas, y por ello se necesitan tomadores de decisiones expertos y aislados, ya sea en la Reserva Federal o en la Corte Suprema.

A partir de esta idea también se redefinió lo público como un conjunto de «grupos de interés» que poco a poco fueron excluidos de los lugares donde se negociaban acuerdos comerciales o se establecían los tipos de interés, por aquello de que los expertos están mejor preparados. La teoría económica dominante afirmaba que debía mantenerse a raya a todos los «grupos de interés», tratando tanto a los ciudadanos como a las corporaciones como si fueran «buscadores de rentas», esto es, grupos que intentan obtener ingresos extraordinarios manipulando o explotando el entorno político o económico, disminuyendo así la eficiencia general del mercado. En la práctica, sin embargo, lo público fue excluido de las negociaciones mientras se abrían las puertas a las corporaciones, a las que además se les permitió marcar la pauta. De este modo, la lógica del mercado y de los beneficios individuales se impuso sobre bien común.

Impulso político Desde la derecha; y desde la izquierda

Estas tres presunciones surgieron de una combinación de redes intelectuales y políticas sostenidas por grupos de interés. Por un lado, los debates académicos sobre conceptos como el análisis costo-beneficio, la eficiencia económica y la elección pública conformaron el campo para los debates sobre leyes y políticas públicas. Luego, los partidos y los grupos de interés aprovecharon estos debates para promover agendas políticas específicas. Los grupos de presión empresariales utilizaron la retórica de la eficiencia, la presión regulatoria y el barniz de la experiencia académica para presionar y lograr políticas que les beneficiaran. El principal impulsor fue la derecha. Pero estas ideas no podrían haberse vuelto hegemónicas sin las figuras clave del establishment de la izquierda. Fue el presidente Bill Clinton quien cedió con la asistencia social, impulsó la «reforma financiera» y el neoliberalismo en el comercio internacional. Gerhard Schröder hizo otro tanto con el estado de bienestar alemán y Tony Blair, por citar solo a algunos, impulsó aquello de la economía social de mercado.IE