Dabid LAZKANOITURBURU

Del boicot deportivo-cultural a la rusofobia

La agresión militar de Rusia contra Ucrania ha activado una campaña de boicot deportivo que afecta a la práctica totalidad de disciplinas, desde el fútbol hasta el patinaje artístico.

La campaña incluye la exhortación a referentes rusos para que se demarquen de Putin.

La presión no se limita al mundo del deporte y alcanza al mundo de la cultura.

La orquesta filarmónica de Múnich, de la que es director, además de otras ciudades, han suspendido contratos con el afamado director de orquesta ruso Valeri Guerguiev, cercano al Kremlin y que no dudó en ofrecer conciertos certificando las victorias militares rusas contra Georgia en Osetia del Sur (2008) y en 2016 en Palmira, Siria, en auxilio de Bashar el-Assad.

La soprano rusa Anna Netrebko, una de las voces más conocidas de la ópera, ha cancelado todas sus actuaciones en los próximos meses tras el veto a un concierto suyo en Baviera. La cantante, que tiene además la nacionalidad austríaca y su residencia habitual en Viena y que en 2015 se dejó fotografiar con los rebeldes prorrusos en un viaje a Donetsk, ha lamentado la presión que sufren para tener que opinar y criticar a su país de origen y ha reivindicado que ella no es política, a la vez que se ha mostrado en contra de la guerra.

El fútbol, como la cultura, es política.

Solidarizarse con el pueblo ucraniano, con los pueblos que convivían en Ucrania, es hoy día ineludible. Como loable es exteriorizar esa solidaridad y la denuncia de la agresión rusa en estadios, salas de concierto, cines…

Pero vetar a un club o a una artista nunca me ha terminado de convencer. Incluso en reivindicaciones tan o más justas como la palestina. Eso sí, y aunque no me guste especialmente el baloncesto, suspiro por que el Maccabi de Tel Aviv, referente del sionismo, pierda. Siempre.

Y no convence por dos razones.

Porque, de un lado, revela ese punto hipócrita del que exige fuera lo que es incapaz de aplicar en casa –y no me refiero solo, que también, a gobiernos–. Pero, sobre todo, porque se comienza criminalizando a un personaje público por sus convicciones o sus indecisiones y se acaba responsabilizando a todo un pueblo por decisiones que no ha tomado.

Por mucho que le hayan votado mayoritariamente, con irregularidades o sin ellas, los rusos no son cómplices, sino víctimas de un Putin al que todo apunta a que se la ido la mano y que no contaba con que el control del poder blando deportivo y cultural sigue en manos de Occidente.

Lo demás tiene un nombre: rusofobia.