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HIMALAYISMO | Relato

El Nanga Parbat invernal de la francesa Elisabeth Revol

La alpinista relata el intento a cima realizado junto al polaco Tomasz Mackiewicz, el descenso y accidente del polaco y el problema que tuvo la cordada con el italiano Daniele Nardi. El intento de Revol y Mackiewicz llegó hasta los 7.800 metros de altura.


Como llevamos informando últimamente, la primera invernal al Nanga Parbat se resiste. A pesar de todo, algunas expediciones siguen adelante con sus intentos; como es el caso del grupo ruso, el de Daniele Nardi en solitario o las últimas incorporaciones como la de Alex Txikon y sus compañeros paquistaníes y el de un grupo de Irán.

En esta ocasión, os traemos a estas páginas el relato de una de las últimas protagonistas, la de Elisabeth Revol. Ya comentábamos hace unas semanas que la alpinista francesa junto al polaco Tomasz Mackiewicz llegó a la cota 7.800 metros por la variante «Messner». Sobre el polaco lo hemos dicho todo: cinco expediciones en invierno al Nanga Parbat y cinco «vuelta a casa» con las manos vacías.

Revol, por su parte, ya estuvo intentándolo también el año pasado. Mucho más desconocida que su compañero Tomek, la alpinista ha pasado durante estos últimos años casi desapercibida en los medios de comunicación, a pesar de que su currículo es muy interesante. Por ejemplo, hace siete años ya informábamos en estas páginas de su actividad en los ochomiles del Baltoro. En 16 días pisaba las cimas del Broad Peak, G1 y G2 (todos seguidos) en «técnica alpina, sin oxígeno artificial, sin porteadores y en solitario».

Para no alargarnos demasiado, damos la palabra a Revol para que nos cuente sus reflexiones sobre la expedición que ha realizado con Mackiewicz al Nanga Parbat: el intento a cima, el descenso y su problema con Nardi.

«Mi» Nanga Parbat

«Nanga Parbat, 16 de enero por la tarde: 7.200 metros...

Metemos en nuestros sacos de dormir todo lo que no queremos encontrar congelado al día siguiente, incluso los botines interiores de nuestras botas. El frío es intenso y vivo, difícil de medir: -40, -50ºC. El viento... ¡pero qué belleza! El sol se pone, el insomnio comienza entre el frío mordiente y la excitación del día siguiente. Intento de cima, dudas sobre las posibilidades de nuestro organismo de soportar tales condiciones. Hoy tuve una congelación en la nariz en 30 segundos por falta de protección. Es en estas difíciles condiciones en las que no hay que descuidar nada bajo pena de pagarlo muy caro.

¡Por fin fuera! Para hacer lo que amamos: ¡escalar! La torpeza del espacio estrecho (en el interior de la tienda) desaparece, estamos en nuestro elemento, con los crampones y piolets nos ponemos manos a la obra. Siento una gratitud física por mis pies, que me permiten hacer la danza de los dedos. Al menos sé que no están en camino de congelarse. Lo mismo para los dedos de mis manos, que siento con una torpeza increíble, envueltos en inmensas manoplas, es difícil sacar la cámara de fotos. Inmediatamente los dedos se vuelven blancos.

Estamos casi a unos 8.000 metros, en las condiciones extremadamente duras del invierno. Incluso aunque la vía sea poco técnica, las condiciones invernales hacen que sea una de las vías más comprometidas de mi vida. Estamos en la unión con la vía de Hermann Buhl. No nos queda más que la arista final por ascender. El cielo se carga en la cima, el viento se refuerza. Estamos a más de 7.800 metros. Las condiciones de frío son extremas y el tiempo empeora. Cuando tiendo la mano, puedo -tocar- la cima, tocarla con mi dedo, está muy cerca (8.125 m), mi corazón se acelera y sin embargo hay que mantenerse lúcida, incluso a estas alturas, bajo pena de pagarlo muy caro, demasiado caro. Con estas condiciones meteorológicas, tenemos que dar media vuelta para no exponernos. En el mejor de los casos, a congelaciones.

Nos sentimos frustrados, no es nada fácil dar media vuelta, sobre todo cuando uno mira todo el camino recorrido hasta aquí.

Estamos de vuelta al campamento (7.200 m) al final del día para una última noche, muy fría. No tenemos más combustible, así que no podemos cocinar nada para comer y, para olvidar el hambre y la sed, hablo con Tomek, de proyectos.

Empezamos nuestro descenso el día siguiente. Sabemos que no podemos contar más que con nosotros mismos, ya que Daniele nos había enviado un mensaje claro y directo a nuestra llegada al C4: puesto que no habíamos cogido la radio, él no iba a poner en marcha el socorro si nos ocurriera algo, además nos animaba en nuestra progresión. Viva la -amistad- en montaña.

Avanzamos sobre el glaciar. Es magnífico, esculpido por el viento, spindrifts recorriendo su superficie. Hace mejor tiempo. A ratos puedo sacarme la máscara de delante de la boca sin encontrarme en unos segundos mi nariz blanca. Como en la subida.

El sol toca la superficie de la nieve, nosotros descendemos con calma. Aprovecho para grabar vídeos: el espectáculo es magnífico. Veo la grieta y la compruebo con mis bastones. Todo parece lo bastante sólido como para aventurarme. Ahí voy, estoy del otro lado y continúo mi progresión. Tomek debería cruzarla también sin problemas, pero, en medio de un ruido sordo, entreveo los pies de Tomek y su cuerpo que pierden el equilibrio: se rompe el puente de nieve. Grito ¡Tomek!, esfuerzo inútil, ya está lejos. Me acerco al borde de la grieta. Estupor. El espectáculo es espantoso, descubro una pendiente de nieve de 80º, y después un agujero negro. ¡Dios mío! ¡Tomek! Grito otra vez su nombre, pero no hay respuesta. Todo desfila por mi cabeza: sus hijos, su compañera Ana, mi marido Jean-Christophe, y yo, sola sobre el glaciar hostil.

Por fin, percibo una voz muy débil. Dios mío, es Tomek. «Tomek, ¿cómo estás? ¿Te has roto algo? ¿Puedes subir? ¿Es alto?» Me responde: «Creo que estoy bien, pienso que no me he roto nada, pero no puedo subir: ¡hay 30 metros de desplome por encima de mí!».

Inmediatamente pienso en nuestro depósito de material técnico de abajo (cuerda, tornillo de hielo, piolet...) quizás a unos 200 metros de allí, lo necesitaría para sacarlo de este mal paso. Informo a Tomek y parto hacia el campamento redoblando la prudencia, consciente de que estamos sobre puentes precarios. Efectivamente, el depósito no está lejos, lo cojo todo y vuelvo a subir lo más rápido posible. Es entonces que un miedo me invade: sabré encontrar la grieta otra vez. El viento lo hace desaparecer todo, no he dejado nada para marcar el emplazamiento en esta extensión de hielo. Felizmente, mis huellas son todavía visibles; por el pánico, estoy completamente sin aliento. Llamo a Tomek. No hay respuesta. «Tomek». Nada. Imagino lo peor: ¿habrá sufrido una hemorragia interna después de una caída de estas características? ¿Pérdida de consciencia? Tengo que descender. Después de otras llamadas infructuosas, escucho por fin, muy lejos, «Eli». Esta respuesta no viene del fondo de la grieta, está a la izquierda, y la percibo en pleno esfuerzo.

Una vez recuperado de sus emociones, me explica: ha rodeado el fondo de la grieta sobre puentes precarios, hasta encontrar una salida factible.

No ha salido todavía, instalo una reunión para asegurar su progresión. Tiro de la cuerda todo lo que puedo. Me cuenta su caída: «Ha sido mi saco el que me ha salvado la vida. He rebotado varias veces, la caída ha sido larga». Yo le corto, tenemos que salir completamente de este «congelador». Su cara está cubierta de hielo: está helado. Ahora que me fijo en su rostro, es un Tomek magullado, sufrido, difícil de reconocer. La adrenalina empieza a perder su efecto: tiembla en todo su cuerpo. Hago que se siente. Tiene frío, sé que no podemos detenernos, recupero sus cosas, traigo su saco. Tenemos que descender a Tomek hasta el campo base, mañana sin duda no podrá caminar más: le duele mucho la rodilla.

El día no ha acabado, hay que volver al campo base y encontrar la motivación, estamos todavía a 6.500 m. Él está débil, extenuado, pero avanza despacio, paso tras paso. Se toma de vez en cuando un ibuprofeno para aliviar el dolor. La noche llega con todas sus incomodidades: tengo que reabrir huella todo el camino, la innivación del glaciar ha cambiado en una semana. Otros tres puentes de nieve cederán, pero esta vez tenemos la cuerda. En el descenso pienso en los míos, primero en Jean-Christophe, por supuesto: le había prometido un mensaje antes del domingo a última hora. Estamos a domingo por la tarde, es noche negra y todavía estamos lejos del CB. Se va a inquietar, aunque vamos bien, nos falta tiempo. Si alcanzamos el inicio de la ruta Kinshofer, el campo base verá nuestros frontales y nos vendrán a ayudar. Espero.

Percibimos por fin la luz del campamento. Tomek quiere pararse ahí, pero no hay discusión, insisto para convencerle de continuar. El cocinero y su ayudante vienen a nuestro encuentro tomando el relevo. Sabiendo que está seguro, bajo lo más rápidamente posible para enviar un mensaje a Jean-Christophe y Ana, será a medianoche. Tomek llegará dos horas más tarde. Estamos completamente deshidratados y fatigados.

Llego a Francia el día 23 muy tarde. Tenía noticias frescas de Tomek por Zubair (el sirdar) y desde el día siguiente también por el propio Tomek. Muy sorprendida por la versión negativa de Daniele, yo puedo no obstante asegurar a mi entorno que siempre he tenido y que siempre guardaré fuertes relaciones de amistad.

Hemos alcanzado la altitud de 7.800 m durante estos diez días de periplo en este entorno congelado. Las noches han sido extremadamente frías, no creo que haya cerrado el ojo durante las cuatro noches que hemos estado por encima de 7.000 m. Una experiencia en la que hemos puesto a prueba nuestros límites. Sobre el filo. 30 expediciones han tenido que renunciar en esta montaña. Las condiciones son verdaderamente extremas.

En definitiva, 10 días en el corazón de la montaña, enfrentándose a la naturaleza, el viento, el frío, el sol, quedándonos bloqueados en la tienda, intentando avanzar, protegiendo las extremidades del cuerpo, teniendo confianza, perdiendo la esperanza, soñando, haciendo previsiones... Con Tomek he vivido una historia fuera de lo normal en un medio hostil y natural, una historia a la vez tan simple y tan complicada».