Gran maestro del arte de gobernar sin renunciar a los ideales libertarios
Miles de personas de todas las edades abarrotaron ayer la plaza de la Independencia de Montevideo para dar, entre lágrimas y gritos de «Adiós, querido viejo», una sentida despedida a José Pepe Mujica. Hoy, en una ceremonia oficial, Mujica cederá el cargo a Tabaré Vázquez, en el que será el tercer mandato presidencial consecutivo para la izquierda de la mano del Frente Amplio. Entre quienes siguieron su discurso se encontraba el cineasta Emir Kusturica y su equipo de filmación que está ultimando un documental sobre su legado titulado »El último héroe de la política». Pero Mujica, que siempre se ha opuesto a todo intento de canonizarlo y rechaza definiciones como la de ser el «Mandela latinoamericano» o «el presidente más pobre del mundo», sin duda tiene un instinto político animal, una inteligencia a rabiar, una honestidad brutal entre lo que predica y practica.
Y debe considerarse como un gigante de la política, un maestro en el arte de gobernar con pragmatismo sin renunciar a su pasado guerrillero ni a sus ideales de «libertario de izquierdas» que han despertado la atención y la admiración global. Y todo ello, siendo flexible, innovador y no autoritario. Desde una visión humanista que conmueve, siendo espontáneo y humilde, mostrando talento para conectar con las revindicaciones del activismo global y fuerza para combatir las diferencias de clase y desconectarse del ritmo frenético y consumista de la vida contemporánea.
Vivir como uno piensa
Su manera de vivir, vivir de manera en que uno piensa, en coherencia con ideales propios ha ayudado a forjar una imagen poderosa de Pepe Mujica. Podría haber optado por vivir en un lujoso palacio presidencial pero vive en la misma casa de siempre con su mujer Lucía Topolansky y su perra de tres patas «Manuela». No usa corbata, rehuye el protocolo, no ha tenido chofer y dona el 90% de su sueldo a organizaciones de ayuda a los pobres. Guarda la misma bicicleta que usaba cuando practicó ciclismo en su adolescencia y conduce hasta su despacho el mismo Volkswagen escarabajo de los años 60.
Su historia es de película. Guerrillero que se alzó en armas contra el Gobierno en la década de los 60, fue detenido cuatro veces, se fugó dos veces de la cárcel, recibió seis balazos y pasó 14 años en prisión, 11 de ellos en aislamiento absoluto.
Se reunió con el Che Guevara. «Las venas abiertas de América Latina» de Eduardo Galeano, como a toda una generación de revolucionarios, le puso hirviendo la sangre y tuvo como compañero de celda al gran poeta y dramaturgo Mauricio Rosencof.
Militó con los Tupamaros, una guerrilla experimental que más que en dogmas basó su práctica en el método de la prueba y el error (y hubo algunos trágicos, que les costaron la reputación de «guerrilla romántica especializada en la propaganda armada»). Sin embargo, se ha negado a expresar remordimiento por su pasado guerrillero y remarca que siempre intentó mantener la violencia en su mínima expresión.
«Lo único de lo que me arrepiento es de no hacer las cosas que pude haber hecho» dice Mujica, que critica ferozmente las guerras modernas y el «pacifismo beato». En 1989, sin opción para retomar la lucha armada, se unió con los Tupamaros al Frente Amplio en una remarcable transición hacia la política electoral. Y finalmente vio, entre aplausos y vítores de sus compañeros de cárcel y convertido en un símbolo de la reconciliación, cómo el mismo regimiento del Ejército que lo detuvo le hacía la guardia de honor en su toma de posesión presidencial.
Gobernar sin renunciar
En un continente que se ha convertido en el mayor laboratorio del mundo de políticas alternativas de izquierda, Mujica se ha caracterizado por gobernar desde la razón, los valores y el sentido común. El suyo ha sido un socialismo tranquilo, pragmático, que no habla solo de problemas sino que busca soluciones, sin renunciar a la utopía pero atendiendo el aquí y ahora, las necesidades y el pan de la gente que más sufre.
Y deja un país con un crecimiento económico saludable y equilibrado, el segundo en América Latina en índice de desarrollo humano, con una desigualdad de ingresos pequeña y que sigue bajando, con un coste de la vida bajo y que está entre los diez países mejores del mundo para vivir como jubilado.
Además, coherente con una idea de progreso, con un sentido de la libertad y los derechos humanos, ha impulsado una legislación -«aunque no resuelve el problema básico: la diferencia de clase»- muy progresista e innovadora en materia de derecho al matrimonio para personas homosexuales, al aborto o legalizando la marihuana. Por otra parte, ha acogido en su país a expresos de Guantánamo, a refugiados de la guerra de Siria y su buen feeling con Obama ha sido clave en la normalización de las relaciones entre EEUU y «ese gran caimán bajo el sol del Caribe que es Cuba».
Todo ello ha contribuido a que Uruguay, un pequeño país «de inmigrantes, anarquistas y perseguidos de todo el mundo», que no llega a los 3,5 millones de habitantes, que fue capaz de ganar dos Mundiales de fútbol y que disfruta de una legislación social y electoral compleja pero muy avanzada, sea hoy considerada como un ejemplo a seguir para los demás países latinoamericanos. Y aún más tras la muerte de Hugo Chávez. Una voz republicana para todo el mundo, un espejo en el que mirar y aprender, una especie de fuente de inspiración para la izquierda mundial.
Y siempre reclamando la política, una política con mayúscula, aquella que debe regular las relaciones humanas sin sucumbir ante la economía capitalista y el consumismo desenfrenado, sin resignarse a la irrelevancia de ser un mero administrador de las esferas que el sistema financiero no controla.
«No me voy, acabo de llegar»
Mujica ha adquirido talla de líder mundial. Así lo reconocen propios y ajenos, amigos y enemigos, la gente llana de Uruguay y los medios de comunicación más poderosos del mundo. Nunca se interesó en ser un héroe global, le bastó con en ser un buen gobernante local. Así lo creen los uruguayos. Y los que quieren cambiarlo.
Pepe Mujica, como dijo ayer, no se va. Acaba de llegar. Y hasta su último aliento, seguirá en la lucha porque es la «forma más grandiosa de querer la vida».