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Sochi, Juegos del olvido

Los recientes atentados en Volgogrado han vuelto a poner el foco en el Cáucaso. Los Juegos Olímpicos de Invierno de Sochi ya llegaban envueltos en diferentes polémicas que el Gobierno de Putin intentó atenuar, con medidas como la amnistía a varios opositores. Pero los ataques del yihadismo caucásico han sacado a la luz uno de los genocidios más olvidados de la historia.

La antorcha olímpica a su paso por Volgogrado. (AFP PHOTO)

Fue el pasado 2 de julio cuando Dokku Umarov, líder de la guerrilla Emirato del Cáucaso (nom- bre que adoptó la guerrilla islamista chechena en 2007, tras expandirse por toda la región), dio por terminada la moratoria anunciada meses antes de no atacar a civiles, y declaró que Sochi se convertía en su objetivo: «Tienen intención de celebrar los Juegos sobre los huesos de muchos de nuestros musulmanes enterrados cerca del Mar Negro. Nos concierne a nosotros como musulmanes que no lo permitamos, recu- rriendo a cualquier método que Alá nos deje».

Dokku Umarov se refería a la denuncia que los circasianos llevan haciendo desde el año 2007, cuando Vladimir Putin consiguió que su querida Sochi fuera designada sede de los Juegos Olímpicos de Invierno de 2014. Circasia fue una de las principales naciones del Cáucaso hasta el siglo XIX, hasta el punto de que el propio término «circasiano» o «cherqués» se utilizaba frecuentemente para designar cualquier otra persona de la región. Pero, en 1864, hace ahora exactamente 150 años, Circasia desapareció. Una guerra brutal había aniquilado a tres cuartas partes de la población, y el resto fue expulsado al imperio otomano desde Sochi. Hoy, sus descendientes denuncian desde la diáspora los Juegos y llaman al boicot.

Circasianos actuales

Sochi se convirtió en la capital de verano del imperio. Es toda una paradoja: el país con más frío y nieve del mundo escoge su rincón más meridional, con clima subtropical, para celebrar unos Juegos de Invierno. Es uno de los numerosos quebraderos de cabeza de Sochi, junto a otras denuncias por corrupción, destrucción del medio ambiente, abusos a los derechos humanos, expropiaciones forzosas de grandes casas y huertos en las que las familias terminan realojadas en ínfimos pisos... La principal acusación, proviene del despilfarro de los Juegos: Vladimir Putin vaticinó unos Juegos que costarían alrededor de 12.000 millones de dólares, y al final superará los 52.000 millones, 30 de ellos dilapidados en sobornos y otras corruptelas, según varias fuentes. Hasta ahora, los Juegos de Verano de Pekín (con muchas más actividades y días) ostentaban el récord, con 43.000 millones, mientras que los de Invierno de Vancouver de 2010 costaron alrededor de 8.000 millones de dólares.

Visitamos Sochi en plena temporada de verano. La ciudad fue sinónimo de vacaciones y buen tiempo en la era soviética. «Es como Florida, pero más barato», asegura un periodista estadounidense. Pero es la niña querida de Putin, como lo fue antes de los zares y de los líderes soviéticos. Florida, sí, pero también Wounded Knee. «Esto es Loo, aquí viven muchos armenios», nos cuenta Murat, en el coche, a las afueras de Sochi. Es uno de los cerca de 4.000 circasianos de la tribu shapsug que quedan donde antiguamente vivía la nación más numerosa del norte del Cáucaso. «Loo es el nombre de uno de nuestros antiguos dioses», añade su amigo Salikh, remarcando que la islamización de los circasianos fue muy superficial. Murat nos describe cada pueblo: «Mostunka. Habitado por griegos y georgianos». Medio millón de personas residen en la la franja costera de Sochi, un verdadero crisol étnico. Muchos ni siquiera saben que aún quedan unos pocos miles de circasianos. «Todos los nombres de los pueblos, los ríos, las montañas de la zona son circasianos. Los nombres son nuestros, pero los lugares no», asevera Murat. Parece Ruper Ordorika cantando a Joseba Sarrionandia: «Prósperos negociantes compran baratas o caras nuestras tierras, los huesos de nuestra gente (...) ¿Qué quedará después? Algunos / nombres de lugar quizás, nada más/ antiguos nombres de lugar, nombres que la gente pronunciará / con aire de misterio». Lo dicho, Florida y Wounded Knee. El Cáucaso juega, además, el papel de Lejano Oeste ruso en el imaginario ruso, la tierra a conquistar y colonizar por los cosacos, cowboys en la imaginación colectiva rusa.

Los rusos relacionan la ciudad de Sochi con el sol, los sanatorios, el mar, el alcohol, las barbacoas. Pocos conocen su historia o a sus habitantes. En la desembocadura del río Shakhe, un puñado de turistas sube en excursiones hacia unas cascadas valle arriba. «Aquí vivían diferentes tribus, gentes libres, sin feudalismo», suspira Murat. Es el sitio en el que desembarcó la armada rusa en el siglo XIX.

A las afueras del pueblo de Bolshoy Kichmay, Zorik Achmizov ha preparado un pequeño museo circasiano para los visitantes, al lado de una plantación de te. Explica las tradiciones, la cultura y algo de la historia de su pueblo, con un pequeño discurso a favor del entendimiento entre las naciones. Más adelante en la carretera, un pequeño memorial frente al recordatorio de los héroes de la Guerra Mundial, recuerda el genocidio. Aquí se reúnen cada 21 de mayo los pocos circasianos de la región, mientras miles salen a la calle en Jordania, Turquía o Estados Unidos.

En el pueblo se escuchan los hermosos sonidos de la lengua adiga (circasiano es la denominación extranjera, ellos se denominan adigas). Por la noche, el tamada o maestro de ceremonias organiza una gran velada de música y danzas en un escenario con las banderas circasiana y rusa. El tamada propone los brindis con el vino local. Podría ser un espectáculo indígena para turistas, como tantos en Estados Unidos, pero en el Cáucaso aún hay muchas susceptibilidades. «En los centros de información turística nadie habla de nosotros».

Silencio absoluto sobre el pueblo que dio nombre a todos los lugares. Es la norma. La carretera que asciende hasta la estación de Krasnaya Polyana, Kbaada para los circasianos, muestra todos los destrozos por las obras en la vía y la construcción del tren. A la entrada, un pequeño memorial recuerda que aquí se reunieron victoriosos los cuatro ejércitos rusos en 1864, pero nada sobre el pueblo contra el que se libró aquella contienda, en la que miles de circasianos murieron. Era el 21 de mayo de 1864. Circasianos de todo el mundo conmemoran el genocidio en ese día. Tras declarar el fin de las guerras caucásicas, Rusia bautizó el lugar como Krasnaya Polyana (Campo Rojo). Es aquí donde se ha construido la estación de esquí de las Olimpiadas, «en el lugar en el que fue aniquilada nuestra nación, sobre las tumbas de nuestros antepasados», según denuncia la asociación NoSochi, que promueve el reconocimiento del genocidio y el boicot a los Juegos Olímpicos.

En Vancouver tuvieron sensibilidad hacia los pueblos originarios, quizás solo de manera simbólica, pero sería algo que muchos agradeceríamos en Sochi», asegura un amigo de Murat. Moscú no ha hecho la más mínima concesión, sin embargo. El único toque étnicofolklórico de los Juegos vendrá de la mano de los cosacos. Es decir, de los colonos que repoblaron la zona. Los circasianos han sido ignorados hasta ahora, pero el pasado mes de diciembre la represión se dejó sentir, cuando una docena de activistas fueron arrestados para tomarles declaración. Consideran que fue un primer aviso de Rusia. El periodista Ali Bghane y miembro de la asociación Adyghe Khasa se libró «porque no estaba en casa. Pero nadie te asegura que no vuelvan cualquier día, esto no es Suiza». Bghane se opone a los Juegos. Su asociación ha declarado 2014 como año de duelo, y cada mes han preparado «visitas a lugares históricos de Circasia relacionados con las guerras del Cáucaso».

No solo Krasnaya Polyana recuerda a aquellos generales de la ignominia. La estación de tren de Lazarevskoye, cerca de Sochi, adonde han llegado millones de rusos durante décadas para pasar las vacaciones, recuerda al general Lazarev, de infausto recuerdo para los circasianos por su sadismo en quemar las aldeas circasianas. En 1996, su estatua fue «mutilada», le cortaron la nariz. Desde entonces, las autoridades la reparan, pero vuelve a ser atacada frecuentemente. Es la pequeña vendetta, en una zona turística en la que Rusia se niega a volver a crear el distrito de Shapsugia que existió hasta la Segunda Guerra Mundial.

Historia y leyenda

Al igual que los Pirineos, el Cáucaso despertó la imaginación de los románticos del XIX. Si Victor Hugo o Humboldt se enamoraron de los vascos, el circasiano alimentó la imaginación romántica de Pushkin, Lermontov o Dumas. ‘Circasiano’ significaba pueblo libre de las montañas, era símbolo de valentía y belleza. Un mito este último, el de la hermosura, difundido por algo que aún pervive de manera trágica en la memoria de los circasianos: la de las mujeres esclavizadas en los harenes del sultán otomano.

El imperio zarista necesitó un siglo para conquistar el Cáucaso. Empleó tácticas de tierra quemada, arrasando literalmente los bosques en los que se escondían aquellos montañeses. En 1859 se rindió el imán Shamil, que había unificado a los chechenos y otros pueblos contra el invasor ruso. Envalentonada con la victoria del este (y con la rabia por la derrota en la guerra de Crimea en 1856), Rusia se lanzó a aplastar la zona occi- dental, Circasia. Era la más fértil y verde, la que miraba a Europa a través del Mar Negro.

Las propias cifras de los archivos zaristas hablan de 400.000 muertos. Otros investigadores elevan la cifra hasta el millón y medio. Los supervivientes fueron conducidos hasta Sochi y embarcados hacia Trebisonda, Samsun y otros puertos turcos, para dispersarse por el imperio otomano. Muchos nunca llegaron, hasta el punto de que, varias generaciones después, los circasianos continuaban sin comer pescado del Mar Negro. El plan del imperio se había ejecutado, tal y como recogió el Estado de Mayor del Ejército: «Se ha cumplido un acto sin precedentes en la historia: ni un montañés queda en sus antiguos lugares de residencia, y se están tomando medidas para limpiar la región y prepararla para la nueva población rusa». Antes del Holocausto judío o el genocidio armenio, más del 90% de Circasia había quedado vacía de habitantes.

El imposible retorno

Los circasianos se expandieron por todo el imperio otomano. Ya anteriormente habían gobernado Egipto con los mamelucos. Hoy forman un importante lobby en varios países de Oriente Medio. En Turquía y en Jordania constituyen una comunidad especialmente influyente; de hecho, fueron los primeros habitantes de la nueva capital jordana, Amman, en el siglo XIX. Ante los conflictos entre distintas facciones árabes, el rey hachemí siempre ha confiado en la guardia circasiana. En Israel también quedan un par de pueblos de este rincón del Cáucaso. En Occidente, Nueva Jersey acoge a la mayoría de circasianos de Estados Unidos. El más conocido de todos ellos es seguramente el que fuera líder y eurodiputado de los Verdes alemanes, Cem Özdemir, que ha organizado varias conferencias sobre el genocidio circasiano en Bruselas.

La independencia de Abjasia en 1993 generó un mo- vimiento de repatriación en la diáspora, sobre todo en Turquía. Pero apenas unos centenares fueron a vivir al Cáucaso. Sí lo hicieron los últimos circasianos que quedaban en los Balcanes en 1999, que «regresaron» a la república de Adigeya, en 1999 con la guerra de Kosovo.

Esta diáspora ha sido la más activa ante los Juegos Olímpicos de Sochi, con protestas ante la ONU, conferencias y publicaciones. En los últimos dos años también se han hecho eco del drama que vive la diáspora en Siria, país que acogía a comunidades circasianas en Damasco y la zona no ocupada del Golán. Un pequeño grupo de circasianos de Siria «volvió» al Cáucaso, a la república de Kabardino-Balkaria (los kabardas son circasianos), y algunos más a Adigeya. Pero ha sido una minoría: «A diferencia de otras diásporas de Rusia, los circasianos no tenemos derechos de regresar», asegura Dana Wojokh, activista de NoSochi. «La burocracia y otras tácticas beligerantes no permiten a los circasianos de Siria obtener un visado de regreso. Si lo consiguen, siempre es temporal y deben regresar a su país de origen». Wojokh se muestra molesta especialmente con la actitud de Abjasia, país a cuya independencia contribuyeron muchos circasianos del Cáucaso y la diáspora: «Es lamentable. Podrían haber repatriado fácilmente a miles de circasianos, pero decidieron repatriar solo a unos pocos centenares para lavar la imagen. Si hubiera sido al revés, los circasianos hubiéramos hecho todo lo posible para ayudarles».

Para la activista de NoSochi, denunciar estos Juegos es un «asunto moral». Wojokh subraya que los circasianos sienten una gran injusticia con respecto a los Juegos de Sochi, y alzan su voz. La voz principal procede de la diáspora, «pero esto es porque en el Cáucaso no hay libertad para realizar estas declaraciones. Hace solo unas semanas, varios activistas circasianos defensores de los derechos humanos que se oponían a los Juegos y reclamaban el reconocimiento del Genocidio fueron perseguidos, arrestados y retenidos durante varias horas. Es muy peligroso».

De hecho, Wojokh afirma que cualquier circasiano que se oponga a los Juegos no puede entrar en Rusia. «El periodista Fehim Tastekin, por ejemplo, fue detenido en Sochi y tiene prohibida la entrada en Rusia por cinco años». Y, aunque NoSochi es un movimiento absolutamente pacífico, los medios oficiales rusos intentan relacionar sus protestas pacíficas con la insurgencia y los grupos armados del Cáucaso.