29 FEB. 2020 LA VOZ DE HIJOS E HIJAS DE REPRESORES ARGENTINOS ADIÓS AL «MANDATO DE SILENCIO» DE SUS PADRES GENOCIDAS Analía Kalinec, Laura Delgadillo, Bibiana Reibaldi y Liliana Furió comparten silencios y el conflicto interno que generó en ellas saberse hijas de represores durante la dictadura. La necesidad de hablar les llevó a crear en 2017 el Colectivo Historias Desobedientes. Ainara LERTXUNDI En la aclamada película «La caja de música» (1989) de Costa-Gavras, Jessica Lange encarna a Ann Talbot, una exitosa abogada que se hace cargo de la defensa de su padre, al que cree un inmigrante húngaro afincado en Estados Unidos y que, de un día a otro, es acusado de ser un criminal de guerra nazi. En el transcurso del proceso judicial, irá conociendo, interiorizando y asumiendo una verdad hasta entonces oculta y deberá confrontar la imagen de ese padre protector con la de un genocida. Los cuestionamientos internos, morales y familiares que plantea este largometraje van mucho más allá de la ficción. Analía Kalinec, Laura Delgadillo, Bibiana Reibaldi y Liliana Furió los han vivido en sus propias familias como hijas de represores argentinos durante la última dictadura cívico militar en Argentina. En 2017, constituyeron el Colectivo Historias Desobedientes para romper el «mandato de silencio» y alzar su voz «desobediente» contra los crímenes de lesa humanidad cometido por sus allegados. En conversación con GARA relatan el difícil camino que han debido transitar, su relación con sus progenitores, cómo vencieron la vergüenza y el estigma, y los inicios de este colectivo que crece en volumen. Su primera aparición pública fue en la marcha «Ni Una Menos» del 3 de junio de 2017. Una de sus primeras iniciativas fue la presentación en el Congreso de un proyecto de ley para permitir que los hijos de represores puedan testificar en contra de sus padres en las causas penales. El año pasado, publicaron el libro «Escritos Desobedientes. Historias de hijas, hijos y familiares de genocidas por la memoria, la verdad y la justicia». La emblemática ESMA de Buenos Aires fue el lugar elegido para presentar este trabajo coral. Analía Kalinec, hija del «Doctor K» El padre de Analía Kalinec, Eduardo Emilio Kalinec, comisario de la Policía Federal durante la dictadura, fue detenido el 31 de agosto de 2005 y condenado en 2010 a cadena perpetúa por los delitos de privación ilegítima de la libertad, torturas y homicidio cometidos en los centros clandestinos de detención y exterminio el Atlético, Banco y Olimpo –conocidos como «circuito ABO»–, en los que era apodado como «Doctor K». «Cuando arrestaron a mi padre, yo tenía 24 años. Ya había tenido a mi primer hijo. Hasta ese momento, nunca había relacionado a mi padre con la dictadura; ni yo misma me había percatado de que había nacido en en plena dictadura, en 1979. Me costó mucho entender lo que estaba pasando. En un primer momento pensé que había sido un error y que se habían confundido», relata Analía Kalinec vía telefónica. La llamada de su madre aquel 31 de agosto de 2005 avisándole de la detención la sumió en el desconcierto:«Me descolocó. De alguna manera me obligó a salir de mi burbuja». «En mi casa jamás se hablaba de política. Todo era paz y amor, por decirlo de alguna manera. Fue un padre muy presente. Los momentos que compartíamos eran de afecto. Con los años y tras analizar a mi propia familia, comprendí que mi padre representaba la figura del patriarca que trabajaba fuera de casa, con una esposa que enferma muy joven y que nunca se rebela, y cuatro hijas que manteníamos el mandato de obediencia e incondicionalidad a la figura paterna. Durante toda mi infancia, adolescencia y parte de mi vida adulta esos fueron temas bastante restringidos, no existía la difusión que hay ahora y el 24 de marzo –fecha del golpe de Estado en 1976– tan siquiera era festivo. Mi núcleo familiar era bastante endogámico. En los círculos en los que me movía no tenía acceso a información y menos a poder discutirla», recuerda. El juicio comenzó en noviembre de 2009. «Me recuerdo mirando la pantalla, llorando y esperando que su nombre no apareciera en los testimonios de los supervivientes. Ubicar a mi padre en toda esa destrucción, en los centros clandestinos, entender los funcionamientos de estos fue muy triste», remarca. Desde prisión, Eduardo Emilio Kalinec inició una acción legal para declararla «hija indigna» e impedirle recibir parte de la herencia de su madre muerta en 2015. El escrito está avalado por la firma de dos de las hermanas de Analía, ambas policías. «El texto es digno de estudio, es anacrónico en cuanto a la terminología y razonamientos que plantea. Responde a una lógica retrógrada y machista. Se trata de eliminar a quien piensa diferente. Entienden que no comparto la lógica familiar y, por tanto, hay que eliminarme de la familia. Aún me parece más grave que lleve la firma de mis hermanas», señala. El pasado 19 de febrero, Analía Kalinec se presentó ante la sala IV de la Cámara Federal de Casación Penal en calidad de integrante del Colectivo Historias Desobedientes e hija de Eduardo Emilio Kalinec para posicionarse en contra de la concesión de permisos carcelarios a su padre y, por extensión, a otros represores condenados por lesa humanidad. «Quienes formamos parte de este colectivo sabemos de la dificultad, de los recorridos personales y los costes emocionales que trae tener un padre genocida. Estamos hablando del principio de legalidad y yo le quiero decir a mi papá que me parece hipócrita por su parte apelar a este principio cuando él no tuvo ninguna condescendencia con las personas que eran violentadas y torturadas por él en centros clandestinos. Mi padre, condenado por crímenes de lesa humanidad, tiene más años impune que preso. Sigue manejándose en esta lógica de ‘eliminación del que piensa diferente’ y de ‘dueños de la verdad’. Esto queda gráficamente expresado en la acción que él inicia contra mi persona, contra una hija desobediente, que se niega a convalidar los crímenes que cometió. Yo creo señores jueces que si mi padre hoy tuviese una picana no duraría en llevarme a un centro clandestino y suministrarme corriente eléctrica», declaró. Antes de finalizar su alegato quiso recordar a las víctimas y algo que ya le dijo a su padre el pasado 30 de octubre durante un acto de conciliación: «Hay que ser cobarde para en un centro clandestino, en una sala de tortura maniatar, torturar y aplicar corriente eléctrica. Hay que ser cobarde para hoy, a 40 años de esos atroces crímenes, seguir guardando silencio acerca del destino de las víctimas que aún hoy permanecen desaparecidas frente al dolor intolerable que genera, no solamente a los familiares, sino también a la sociedad». El jueves, los jueces fallaron contra los permisos carcelarios. Laura Delgadillo, las dos caras La historia familiar de Laura Delgadillo encierra una enorme paradoja. Su padre, Jorge Luis Delgadillo, pertenecía a la Dirección de Inteligencia de la Policía boanerense y una hermana de su padre, María Ilda Delgadillo, matrona de profesión, es una de las 30.000 detenidas-desparecidas. Su delito, revelar a dos abuelas de Plaza de Mayo que ella asistió al parto de los hermanos Matías y Gonzalo Reggiardo Tolosa, apropiados por el comisario Samuel Miara. A día de hoy, son dos de los nietos recuperados por las Abuelas. «Mi padre –ya fallecido– no era afectuoso, todo lo contrario, tenía algunos rasgos de violencia, aunque también era algo propio de la época, el castigo físico no estaba mal visto. Él era el proveedor económico y una figura de autoridad que intervenía en algunas circunstancias. Pero, al mismo tiempo, era la persona que me dio lo necesario para crecer, estudiar... De alguna manera, sientes que estás traicionando ese afecto. Pero si una no manifiesta claramente una postura ética, se hace cómplice por omisión. Creo que este es el ejemplo que debo de darle a mi hija y a la sociedad», incide Delgadillo. Preguntada sobre el impacto que tuvo en su padre la desaparición de su propia hermana el 22 de agosto de 1977, afirma que «fue un duro golpe también para él. Se vio enredado en la misma y nefasta máquina de aniquilación en la que él mismo estaba involucrado. Fue él quien presentó los ‘habeas corpus’ tanto por mi tía como por su pareja, César San Emeterio. Toda la familia estuvimos amenazada después. Mi padre dejó las Fuerzas Armadas, no sé si lo expulsaron o lo dejó. Lo que sé es que se fue con menos rango del que tenía. Aún así, se mantuvo fiel al pacto de silencio. Lo único que le pregunté fue si sabía lo que había pasado con su hermana y él me dijo que sí. Cuando mi tía desapareció yo tenía 17 años, ahora tengo 61. He tenido tiempo de procesarlos. Su desaparición me hizo darme cuenta de que las cosas no eran como se publicaban. Eso me abrió los ojos. Hace muchos años que milito en derechos humanos». «Una de las características de las familias de genocidas es el silencio. No se preguntaba nada, había un mandato explícito o implícito. No se hablaba de puertas para afuera. Mi padre salía de casa sin uniforme y jamás revelaba su profesión. Cada día me voy enterando de más cosas. Recién ahora tengo su legajo laboral. Hasta hace poco tiempo no sabía dónde había trabajado, no tenía idea de cuál había sido su papel dentro de esta maquinaria de exterminio. Solo sabía era policía. Ahora tengo la certeza de que fue oficial de Inteligencia. El otro día fue a dar una charla a Berizzo y un periodista que se dedica a labores de investigación me contó que mi tía había estado trabajando en el hospital de San Martín de La Plata. Ya en ese momento, mi tía presentó ante el director una queja por cómo trataban a las detenidas que llevaban a dar a luz. Sigo nadando en la verdad, porque la verdad hace bien», indica. Con el paso de los años, Delgadillo se reunió con María Isabel Chorobik «Chicha» Mariani, una de las fundadoras de Abuelas de Plaza de Mayo. Fue ella quien abordó a su tía en 1977 cuando esperaban el autobús para la cárcel de mujeres de Olmos. «Chicha tuvo la deferencia de encontrarse conmigo. Yo estaba muy angustiada. Fue muy amorosa, me contó cómo estando con otra abuela se encontró con mi tía en La Plata. Las tres se pusieron a hablar y, ante los ruegos de ellas, mi tía les reveló que había asistido al parto de los hermanos Reggiardo Tolosa. Ese día le llevé a Chicha un microscopio que encontré en mi casa y que, seguramente, perteneció a alguno de los detenidos-desaparecidos con la esperanza de que pudiera averiguar de quién era», recuerda. Liliana Furió, de Mendoza a Buenos Aires Liliana Furió se cruzó con Analía Kalinec un año antes de que se constituyera el colectivo. «Estábamos tratando de encontrar a más hijos e hijas desobedientes, pero fue a raíz de una entrevista a Mariana Dopazo –que se presenta como exhija de Miguel Etchecolatz y quien adoptó el apellido materno– que empezamos a detectar en las redes un montón de personas en nuestra misma situación. El primer encuentro lo hicimos en mi casa el 25 de mayo de 2017. Éramos seis. Estábamos emocionadas porque nos habíamos pasado muchos años en soledad, sintiéndonos estigmatizadas. Veníamos de círculos militares, policiales... de espacios en los que se vive una gran endogamia. Fue un alivio, un despertar juntarnos. No podíamos parar de hablar, de contarnos cosas, de atar cabos sueltos en la medida en que los iban surgiendo. Era la primera vez que podíamos estar en un ambiente en el que nos entendíamos. Para junio ya éramos 30 y tuvimos que ir a un centro cultural porque en mi casa no entrábamos. En mi caso, mi padre, que falleció hace un mes, aún estaba vivo. En 2012 fue condenado a cadena perpetua. La mayoría en mi familia está de acuerdo con la sentencia a mi padre, pero no faltan las voces que reivindican o anteponen el mandato bíblico de honrar al padre más allá de los horrores que pueda haber cometido. Es muy complejo el proceso interno», sostiene. Paulino Furió fue jefe del Departamento de Inteligencia del Comando de la Brigada de Mendoza y una de las personas de confianza del exgeneral Luciano Bejamín Menéndez, quien murió a los 90 años con 13 cadenas perpetuas. «Siempre tuve un vínculo muy conflictivo con mi padre, era una persona muy machista, te diría incluso que misógina. Los enfrentamientos con él eran constantes desde que era pequeña. En la adolescencia, una de las tantas veces que me vino a pegar le dije que no me iba a pegar nunca más y casi me mata. Lo odié por muchos años, pero en algún momento de mi vida lo perdoné. Pero, una cosa es el vínculo filial y llegar a entender por qué una persona puede comportarse de esa manera y otra leer la causa en la que mi padre aparecía directamente asociado a desapariciones forzadas, torturas, violaciones, apropiación de niños. Estamos hablando de una monstruosidad que nos excede y que es imperdonable. Tiene que haber castigo y juicios. Hubo un Estado que se valió de esta metodología del terror para exterminar a miles de personas», resalta Furió vía skype. Aunque las sospechas siempre estuvieron en el aire, el hecho de que la familia se trasladara a Buenos Aires, a 1.000 kilómetros de Mendoza, la todavía no proliferación de las redes sociales y de Internet, y los años impunidad bajo las leyes de Punto Final y Obediencia Debida dificultaron la búsqueda de la verdad. En un viaje que hizo a París para visitar a su hija menor, conoció a la esposa de un desaparecido en Mendoza en 1977, «cuando mi padre era jefe de Inteligencia en esa ciudad. Me contó un montón de cosas escalofriantes. Cuando regresé a Argentina, confronté a mi padre. Intenté no ser provocativa, sino dialogar, porque mi finalidad era que se arrepintiera, que me contara algo. Su actitud y discurso parecían copiados de sus jefes. Mi padre adoraba a Menéndez». Preguntada por el pacto de silencio de los militares, sostiene que «no solo ocurre en Argentina. En el nazismo y en cada país en los que se han cometido estos horrores, las actitudes han sido calcadas. Lo mismo que en España». Anima a «los descendientes de genocidas españoles a hablar, a romper con el manto de silencio que han cargado. Podrían aportar a la sociedad y contribuir a cambiar los paradigmas de esta cultura horrorosa en la que crecimos». Bibiana Reibaldi, vergüenza y estigma «No hace mucho, le dije a mi sicóloga que si juntaba las dos caras de mi padre me iba explotar el cerebro. No sé si mi padre estuvo en un centro de torturas, pero sí sé que él estaba en toda el área de informaciones, con lo cual él decía a quién ir a buscar y a dónde, sabía a dónde iban a llevar a esas personas y qué iba a pasar con ellas. Estuviera o no en un sitio de tortura, su responsabilidad sigue teniendo el mismo grado de gravedad. Hace poco mi hijo mayor, ya adulto y quien mantuvo un estrecho vínculo con su abuelo –murió cuando él tenía 16 años– me preguntaba si el abuelo hubiera sido juzgado si no hubiese muerto en 2002 a los 72 años y hubiera llegado con vida a 2005 cuando se reabrieron los juicios. Le dije que sí porque figura en la lista del Batallón 601 y seguramente estaría preso», relata Bibiana Reibaldi, quien llegó a Historia Desobedientes «buscando a personas que tuvieran una posición similar a mía. En la Facultad, me encontré con hijas de oficiales de la Marina, pero no tuvimos sintonía. Cuando traté de hablar del tema con una con las que hice amistad, me retiró la palabra. Necesitaba romper con la vergüenza de ser hija de un oficial de Inteligencia y con el aislamiento tan dañino que había crecido en mi interior. Cuando llegó la época de Internet, empecé a buscar con mayor intensidad. El intento de aprobar la ley del 2x1 propició el encuentro de muchas de nosotras». «De pequeña no entendía bien qué era ser oficial de Inteligencia. Hubo un tiempo largo en el que si bien me daba cuenta de que las cosas no estaban bien en la vida de mi padre, no tomaba conciencia de la dimensión real que ello suponía. Me costó mucho tiempo hacerlo. Aún sabiendo a qué se dedicaba mi padre, vivía adormecida, como en un hipnotizada. Era un padre querido, una persona muy importante en mi vida, por eso se hace más difícil y avergonzante. Mi decisión de tomar una postura de repudio se basa en una ética que se deriva de la verdad. Él murió impune. Le exigí que confesara su crímenes. Le dije que lo iba a acompañar en ese proceso, pero que debía confesar en beneficio de la sociedad y de las familias que aún lloran a sus seres desaparecidos o buscan a un bebé apropiado. Hasta su muerte guardó silencio. Él decidió callar y yo hablar. Historias Desobedientes nos ha permitido romper con ese manto de silencio y de vergüenza. Es muy saludable», subraya. «Toda mi vida me sentí muy cercana a los familiares de desaparecidos y esa cercanía también me hizo sentir muy culpable durante décadas, como si yo hubiera tenido alguna responsabilidad en los crímenes de mi padre, hasta que comprendí que no tenía por qué pedir perdón por ellos», subraya. «Con nuestro testimonio tratamos de frenar el daño y de aportar a esta sociedad dañada. Los secretos atraviesan generaciones. Hay que decirle ‘no’ al silencio. Debemos de cultivar un pensamiento crítico y no dar por sentado nada en ningún momento de la vida», concluye antes de finalizar la entrevista. El próximo 24 de marzo, las cuatro volverán a marchar junto a las demás integrantes de Historias Desobedientes y movimientos de derechos humanos bajo la bandera de la verdad, de la verdad y del «nunca más».