Josu Iraeta
Escritor

El dinero solo respeta a quien teme

Este sistema –que horada todo modelo en democracia– tiene su propio punto ciego, el del capital especulativo. El que hace a las empresas crecer en La Bolsa, y no por lo «ricas» que ya son, sino por sus perspectivas de riqueza.

Mientras por estos lares, el debate político absorbe con fruición la guerra de Ucrania, mostrando un innegable interés en encauzar la grave situación de la población civil, «conjugándola» –como siempre que hay ocasión– con la defensa y mantenimiento de las posiciones partidistas, se viene gestando un estado de cosas, una red de poderes «cruzados» a la que cuando algunos consideren llegado el momento de hacer frente –con los medios adecuados– puede ser lamentablemente tarde, muy tarde.

Me estoy refiriendo al ejercicio de la derecha extrema, tan agresivo como siempre, también en la actualidad. Este sistema, tan arcaico como el tiempo, tan regresivo y visceral, es hoy un régimen asumido. Para algunos, incluso el único con futuro. Y ello a pesar de que, aun siendo presentado bajo algunos refinamientos formales, no es difícil aflorar lo regresivo y voraz de su genética.

Es un riesgo no sólo posible, incluso próximo. Una dictadura más refinada y efectiva que cualquier tiranía institucional, ya que no necesitan de golpes de estado ni guerras civiles para imponerla. Al contrario, la instauran en un formato de apacible normalidad democrática.

Tras esta entrada, quizá algo belicosa, pero que pretende analizar la situación, algunos pudieran llegar a la conclusión de que la razón del actual estado de cosas, es consecuencia de la supremacía política ante el poder financiero y económico, pero la situación no es tal. En mi opinión, es una nueva generación de empresarios, «formados» en la moqueta de las multinacionales que operan en el mundo y lo dirigen. Que lejos, muy lejos de los clanes empresariales, está imponiendo métodos más efectivos, lejos de cualquier filosofía empresarial, y que busca dinero rápido. Quieren dinero, sólo dinero.

Es evidente que la banqueta más estable y segura es la de tres patas, pero eso es algo que hace mucho tiempo es conocido por los verdaderos protagonistas del presente y futuro de cualquier país; la empresa, la banca y la política.

Viendo la velocidad a la que se mueven, y las consecuencias de sus movimientos, algunos lo llaman la neurosis del lucro, pero de hecho no es otra cosa que una «macedonia» cuyos componentes son; la sistemática destrucción del empleo, el desmantelamiento de toda política social y la pérdida de cualquier perspectiva de futuro para el creciente número de personas que –incluso en los países ricos– cae en el infierno del desamparo.

Este sistema con su fatal ejercicio, nos muestra cómo las empresas crecen más, cuantos más trabajadores despiden, convirtiendo el trabajo en un residuo, en una fuerza condenada a permanecer pasiva. Pasiva dentro del mercado globalizado, frustrando las expectativas de progreso de millones personas.

Este sistema –que horada todo modelo en democracia– tiene su propio punto ciego, el del capital especulativo. El que hace a las empresas crecer en La Bolsa, y no por lo «ricas» que ya son, sino por sus perspectivas de riqueza.

Esta circulación fantasma del capital, sólo tiene en cuenta el beneficio privado, dejando a los Estados como entidades que pierden poder político y económico para llevar a cabo cualquier forma de «redistribución» social de las ganancias. Obligando así, con su permanente presión y represalias, a que sea el Estado quien sufrague –con el bolsillo de los contribuyentes– las irreparables consecuencias de la insaciable avaricia del sector especulativo–financiero.

Tanto es así que, hasta la misma pensión de los jubilados, con una tendencia «indisimulada» a entregarse en manos de la banca privada, pudiera terminar dependiendo de las cotizaciones de La Bolsa. No se rían, no es broma.

Por tanto, no asistimos al dominio de la «clase» política sobre la economía, sino al contrario, a la hegemonía ultraliberal tanto dentro como fuera de la empresa.

La aparente desaparición de lo político procede, de hecho, de una voluntad exacerbada que reclama llevar al extremo esta actividad. Voluntad y actividad al servicio de la omnipotencia de la economía privada, que, con la etiqueta casta y tranquilizadora de «economía de mercado», se sirve de pantalla a una economía dominante, cada vez más puramente especulativa.
Una economía virtual, cuya única función es propiciar la especulación y sus beneficios obtenidos de «productos derivados», inmateriales, donde se negocia lo que no existe.

Este sistema está dejando infinidad de «cadáveres» en el camino. Cuando dice pretender hacer economía, sólo hace negocios, y cuando dice pretender hacer negocios, sólo hace especulación.

Como consecuencia del ejercicio de este sistema salvaje, la sociedad trabajadora vive atada de pies y manos, sólo les queda «adaptarse». A las fatalidades económicas y sus consecuencias. Como si la historia hubiera llegado a su conclusión, como si fuéramos parte de una época bloqueada para siempre.

Adaptarse a la economía especulativa, a los efectos del paro, a su descarada explotación. Adaptarse a lo que llaman competitividad, razón y causa directa de la bárbara siniestralidad laboral. Con muertos baratos, empresarios protegidos y gobernantes eunucos. Es decir, al sacrificio de «todos los demás», con el único objetivo de obtener la victoria de un explotador sobre otro.

Así pues, podemos afirmar que hemos llegado al futuro. Un futuro basado en la máxima posesión y acumulación de bienes actual, pero no vinculada –como hasta hace no mucho– a posesiones tangibles, a operaciones con activos reales, sino a las fluctuaciones virtuales de la especulación.

De eso que no son otra cosa que verdaderas apuestas, macabras apuestas, donde siempre pierden los que no apuestan.

Es pues un sistema corrupto, con vigencia –como viene siendo notorio por estos lares– en países corruptos. Países que dan cobijo a muchos políticos, banqueros y empresarios corruptos.

La clase política debiera aprender que la democracia nunca es un regalo, ni del cielo ni de ninguna otra parte. Que siempre tiene un precio y que hay que pagarlo. Y, sobre todo, que nunca se impone, porque si así se hace, no es democracia, es otra cosa.

Háganme un favor, vuelvan a leer la cabecera de este artículo.

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