Josu Iraeta
Escritor

Seguros, impunes y sonrientes

La corrupción ha tomado carta de naturaleza en la sociedad, y ésta observa cómo las instituciones son incapaces de hacerle frente, de dar satisfacción a las demandas que exigen erradicar la impunidad de la que hacen gala los delincuentes político-financieros.

Finaliza un año –otro– en el que hemos tenido oportunidad de comprobar, una vez más, cómo, mientras algunos escenifican su capacidad para incluso prosperar en situaciones adversas, la mayoría ve disminuir su calidad de vida, y otros muchos ingresan en la ignorada pobreza extrema.

Desde aquí, los animo a que no desfallezcan, que mantengan la esperanza. Siempre encontrarán algún bar o tienda con televisión donde poder informarse si viven en «zona roja», eso anima mucho. Además, y teniendo presente la proximidad de las entrañables fiestas navideñas, es probable que las cadenas televisivas –entre un informativo «covid» y otro– encuentren espacio para incluir alguna imagen del Olentzero. Estaría bien un esfuerzo en ese sentido.

Sin duda serán muchos más los apartados informativos que inunden los hogares, con sus –balances de fin de año– pero desde mi óptica personal, la mayor relevancia social, junto a las agresiones sexuales, la aportan aquellos que tras años de incertidumbre y apoyados en una complicada ingeniería repleta de togas, hoy «reaparecen» públicamente, seguros, impunes y sonrientes.

Normalmente se trata de personas cuya trayectoria profesional presenta «zonas oscuras» que con el transcurso del tiempo contribuyen en mitificar sus logros.

Con frecuencia nos encontramos ante individuos que chapotean inmersos en el poder financiero–político, lo que facilita la «complicidad» de los medios de comunicación, consiguiendo que el delincuente goce de una cierta aureola de éxito en la consideración social –probablemente–, en correspondencia al «oxigeno» inyectado en sus problemas de liquidez.

Atraídos por la fama y el boato, estos gestores de alta alcurnia «plenos de eficiencia intelectual» son incapaces de renunciar a nada. Disfrutan de una posición privilegiada, ya que son conscientes de estar protegidos por el manto de la impunidad, y en consecuencia ejercen sin rubor alguno, como insaciables depredadores del dinero público.

La experiencia de las últimas décadas en cuanto al delito financiero–político conocido, permite analizar el trasfondo del «modus operandi». Es desde esta posición desde la que cabe preguntarse, por qué la legislación de los delitos financieros es tan «tímida» comparativamente y tan «tibia» jurídicamente. Aunque lo que más sorprende a un «lego» en derecho como lo es el autor de este trabajo, sea precisamente su aplicación. ¿Por qué es tan laxa, tan «conciliadora»?

Este «aparente» contubernio entre delincuentes y legisladores, hace que ante las grandes crisis bancarias, las quiebras de sociedades mercantiles o los fracasos de fraudulentas inversiones, que terminan siendo «absorbidas» con dinero público, la sociedad civil sea consciente de que los principales responsables de semejantes hechos delictivos, eludirán la aplicación de la ley con relativa facilidad.

No les falta razón, es por eso que los grandes poderes financieros cuentan en sus filas con los mejores profesionales, con capacidad para cometer fechorías sin dejar el más mínimo rastro, o para defenderlos. Sin olvidar la permanente «movilidad funcional» de altos funcionarios, entre la empresa privada y la Administración.

Quizá la legislación actual no sea la adecuada, vale, es posible, pero opino que no puede decirse que carece de mecanismos para regular y perseguir a la delincuencia económica. A pesar de ello, lo cierto es que existe la percepción de que a la corrupción financiera de «alta alcurnia» no se le persigue eficazmente, y si esto es así, se debe a varias razones.

Una de ellas apunta a la dificultad de interpretación y aplicación de la ley. El sistema económico en general y la propiedad en particular, reciben una doble protección –penal y civil– de manera que no debe resultar fácil establecer la frontera entre lo que es una infracción civil y lo que es delito. Esto quedó meridianamente claro en el juicio al «deportista» de élite nacido en Zumárraga.

No cabe duda, que experiencias como la citada en el párrafo anterior, nos inclinan a pensar que los tribunales tienden a evitar la sanción penal, aplicándola sólo en casos excepcionales. Y esto a su vez, nos lleva a la certeza, de que basándose en las características «especiales» de la delincuencia político–económica como fenómeno social, los delincuentes rara vez son condenados y enviados a prisión.

Se sabe, sabemos que España es un país que adolece del necesario «vigor» democrático, propio de las democracias occidentales. Como consecuencia, la corrupción ha tomado carta de naturaleza en la sociedad, y ésta observa cómo las instituciones son incapaces de hacerle frente, de dar satisfacción a las demandas que exigen erradicar la impunidad de la que hacen gala los delincuentes político-financieros.

Lo que este trabajo viene denunciando, con frecuencia se escuda en un tecnicismo; «quiebra técnica», y parece que, una vez calificada la situación como tal, nadie es responsable de nada, se atribuye al riesgo como factor único y debe asumirse lo irreversible de la situación, con todas sus consecuencias.

Estos procesos no debieran ser capaces de diluir la «quiebra moral» que precede a la «quiebra técnica», con movimientos delictivos que van desde salarios blindados y comisiones multimillonarias, que no se corresponden –ni de lejos– con su trabajo ni con sus responsabilidades, hasta la «siembra» de datos falsos y parciales a quienes investigan «sus» quiebras. Sin olvidar la patética imagen del ministerio fiscal, defendiendo a los acusados.

Volviendo al primer párrafo, cabe finalizar subrayando el qué y el por qué: Una legislación laxa y servicial, la acumulación económica salvaje y delincuentes de «alta alcurnia». Tres garantes de la democracia española.

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