Vista la actitud de la UE y la comunidad internacional en conjunto en el caso catalán, sería demasiado fácil afirmar que son iguales que España. Pero no es así: por citar cuatro ejemplos a vuela pluma, la Unión respaldó –incluso económicamente– el proceso de paz irlandés mientras Madrid torpedea el vasco; Estrasburgo anuló la doctrina Parot del Estado español sacando a la calle a 60 presos vascos; el Reino Unido no encarceló a Alex Salmond por intentar que Escocia decidiera, sino que acordó con él que eso se hiciera con normalidad; y el delito de sedición se pena en España con quince años y en Bélgica con seis meses. No son matices, son diferencias estructurales

El pulso catalán ha llevado a Madrid al extremo. Igual que ha forzado todo su modelo interno –del 155 a encarcelar al Govern legítimo–, necesita también forzar como sea a la comunidad internacional. La decisión del president Carles Puigdemont y cuatro consellers de cobijarse en Bruselas se lo dificulta. El presidente comunitario, Jean Claude Juncker, delató su peculiar concepto de la democracia al indicar que no quería una UE de 90 estados. El miedo de Bruselas a que Catalunya tenga efecto-dominó es evidente, pero la pregunta hoy es hasta qué punto está dispuesta a enfangarse para ello. En otras palabras, si va a convertir a España en su modelo de referencia, en el fiscal que marca las leyes del continente y el policía que disuade a porrazos a otras naciones sin Estado. Al fin y al cabo, es ya el guardián violento de su frontera sur con vallas y pelotazos.

Catalunya no es sujeto pasivo en esa reflexión. Si avala en las urnas al independentismo (y Puigdemont será candidato), condicionará mucho la decisión concreta de Bélgica y la posición general de la UE. Y se baraja una manifestación en Bruselas el 6 de diciembre. Sería tres días antes de que otra marcha, esta vez vasca y en París, señale también indirectamente cómo el desprecio de Madrid a los derechos humanos es un problema más allá de sus fronteras.