Amaia Ereñaga
Periodista
IKUSMIRA

Teresa, en la procesión del Silencio

No sé si sucedió de verdad o es un recuerdo de esos que ficcionas cuando eres cría. Años 60, dictadura y religión van de la mano. Ay de quién no sigue los preceptos de Franco y la Iglesia. Cabello rubio recogido bajo una mantilla, descalza, mi tía Teresa va por las calles de Durango durante la procesión del Silencio del Viernes Santo. Entre el salmoniar de los rezos de los penitentes, la música de la banda y las farolas apagadas, aquello es como una película de terror de serie B. En el ranking de mis pesadillas nocturnas infantiles, estaría en los primeros puestos, en dura pugna con el muñeco diabólico Chucky (de ahí que odie a los payasos) y el Drácula de Christopher Lee (ya sé lo del transfondo sexual de los vampiros). Bueno, menos confesiones y al grano.

Seguramente, parte del recuerdo está distorsionado (mi tía me dirá que si estoy tonta, que ella ni llevaba mantilla, ni iba descalza). Por contra, en mi memoria ha quedado fijado a fuego, como si fuera una foto en blanco y negro de una época y un pueblo sometido durante décadas, robado y olvidado: el 31 de marzo se cumplen 79 años del ataque áereo a Durango, mucho menos famoso que el de Gernika, pero igual de cruento. La niña Teresa se escondió de las bombas en una zanja camino del cementerio y recuerda, con maldada infantil, a aquella señora gorda que, del terror, metió medio cuerpo en una canalización de agua y luego no podía salir. También se acuerda, cómo no, de los muertos.

Me pregunto qué recordarán los niños de Idomeni de su Viacrucis por Europa. Olvidados, robados, sometidos...