Josu Iraeta
Escritor

De la provocación al respeto

El artículo no fue motivo de polémica a nivel institucional, y tampoco nadie propuso sanciones al medio por publicarlo, ni la obligación de retractarse a su autor. Es más, contribuyó –sin duda– de manera notoria a que, al autor, que firmaba con el seudónimo, le fuera concedido el Premio Miguel de Cervantes.

Debo reconocer que no se dónde, pero en alguna parte he leído –y no es la primera vez– que la educación está mal, que la formación académica de los jóvenes está mal, muy mal. Ante estas conclusiones tan rotundas, quienes vivimos «casi» de espaldas a cualquier facultad –la relación se limita a una revista técnica–, quienes nos aferramos a nuestras propias convicciones, somos testigos de la existencia de dos corrientes antagónicas, ya que desde la «oficialidad» del sistema nos llega que estamos ante las generaciones mejor preparadas de la historia.

No está en mi ánimo alinearme con unos u otros –aunque estoy más próximo a los segundos– pero, si quisiera recordar que en alguna ocasión he «debatido» con un amigo –docente en activo– sobre los objetivos, el fundamento de la institución ante los jóvenes que acceden a sus aulas. La formación «real» a la que acceden, el encaje de su formación en la sociedad, las carencias con que se enfrenta a la misma, etc. Por que, nadie –eso espero– duda sobre los fines formativos de la institución.

Soy consciente de que en dos párrafos me he situado ante un camino resbaladizo, que fomenta el «sí, pero no» y esto puede tener derivaciones con consecuencias casi ilimitadas y no es preciso mirar lejos. Entiendo que estas situaciones las juzga el propio sujeto, es decir, la sociedad de la que todos somos parte. Una sociedad que quizá no es tan adulta, tan formada y con criterios enraizados como algunos suponemos.

¿Por qué si no, lo que para unos es humor original e innovador, para otros resultó ser un ultraje indignante?

Tengo sobre mi mesa un artículo publicado en el diario de más tirada del Estado, con fecha de 08.09.2000 siendo su autor un señor llamado Francisco Alejandro Pérez Martínez. Prescindo de la cabecera del artículo, que comienza diciendo...

«Vemos en un canal autonómico un programa vascuence. La cosa principia con una grandiosa exhibición de fuegos artificiales, la fiesta más provinciana del mundo. Hay que ser todo un poeta, como Juan Ramón, para imaginar en la curvatura del fuego una virgen que se entrega. Pero la tele no imagina ni eso».

«Luego viene el txistu, los aizkolaris, la pelota y el levantamiento de piedras. Este programa, cogido al azar, explica muchas cosas. Un pueblo que lleva tantos años entregado a esa música, esos deportes, esos deslumbres y la consiguiente gastronomía, es un pueblo que se aburre entre la cultura y el sexo o la escasez de ambas cosas».

«Tengo escrito en algún sitio que la rebelión actual de los pequeños nacionalismos europeos viene de que, de pronto, han descubierto que llevan centenares de años aburriéndose. No sólo el poder, sino la alegría, fueron centralizados cuando la creación de las grandes nacionalidades. Como les falta imaginación y libertad mental para inventar algún pecado nuevo y deslumbrante, los provincianos de Córcega, de Irlanda, del País Vasco, vuelven una y otra vez a los fuegos artificiales, que son el lenguaje astral de los analfabetos, al txistu y la piedra, cada uno en su versión».

«Con estas diversiones reiterativas y pobres de imaginación se van macerando el alma durante siglos, y cuando deciden arrojarse a la modernidad, lo más que se les ocurre es, atacar».

«De los fuegos artificiales les ha venido a los terroristas la idea de devolvernos fuego por fuego, ya que tanto se aburrieron con ese necio festival. Es evidente que vienen de los primeros fuegos de la tribu».

«La música elemental y legendaria nos revela a unos pueblos sin música, que jamás han tenido el Bach del txistu, y la música es el agua de que beben los poetas de la raza. Estas son razas sin poetas porque son razas sedientas o solo consumen vino, que embrutece. En cuanto a la danza de tales pueblos, se queda en salto, porque una danza sin música es sólo eso, un salto más o menos macho».

«Las piedras han separado a estos pueblos del mundo durante siglos, piedras de muralla o muralla natural de los pedregales. La piedra fue su primer proyectil y hoy es su juego melancólico».

El autor finaliza su obra diciendo...

«Atar piedras a los cuernos de los nobles bueyes y a ver quién aguanta más. Con el buey les identifica la lentitud del tiempo, o sea el aburrimiento, la identidad del trabajo y el ritmo sacerdotal. A estos pueblos se les conoce mejor por el ocio que por el trabajo».

Bien, este «precioso» artículo, con un contenido tan emotivo como magistral, donde el literato consigue introducirse de manera sapiente, en los ancestros de un pueblo tan antiguo como el vasco, es sin duda, propio del prestigio de su autor. Debo añadir, que, el artículo no fue motivo de polémica a nivel institucional, y tampoco nadie propuso sanciones al medio por publicarlo, ni la obligación de retractarse a su autor. Es más, contribuyó –sin duda– de manera notoria a que, al autor que firmaba con el seudónimo, Francisco Umbral, le fuera concedido el Premio Miguel de Cervantes –por su originalidad e innovación–, con una dotación de quince millones de pesetas– pocos meses después, concretamente el 23 de abril del año 2001.

Volviendo a los primeros párrafos, y sin pretender sacar las cosas de su contexto, no puede obviarse que estamos situados en pleno siglo XXI, lejos de épocas en que, entre los «generadores de opinión» pocos habían pisado la universidad y el ejercicio periodístico estaba plagado de intrusos. De cualquier forma, esto no debiera ser motivo para comulgar con quienes denuncian la mala calidad de la formación académica actual y utilizan criterios tan dispares para juzgar situaciones semejantes.

Obituario:

Caminaba lentamente, con paso inseguro. No pisaba por los caminos establecidos, buscaba «la gloria». Quería para sí el centro del universo, no le bastaba con disfrutar del éxito en solitario y levitaba gozoso con sus desvaríos.

Su abombado cráneo cobijaba una materia nerviosa de la que emanaban sensaciones que perturbaron su inteligencia. Esto le hizo olvidar que ya otros se mofaron públicamente de él, pero no antes de servirse de su incontinencia literaria.

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