Aitxus Iñarra
Doctora en Filosofía y Ciencias de la Educación

Escuchando las voces del envejecer

Siendo una etapa vital que atañe a todos los humanos, nos preguntamos por el valor reduccionista y de empobrecimiento que se otorga todavía al envejecer

La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que no tiene ningún sentido» (William Shakespeare). Sin embargo ese cuento puede ser contado por un idiota en el sentido que otorgaban los antiguos de ser uno mismo, y relatado, quizás por una anciana. Un cuento que es su historia, la trama de su vida a la que ha otorgado hondos sentidos a través de sus experiencias y crisis, de sus gozos y adversidades. Una biografía construida y amarrada durante décadas desde su cuerpo, su emocionalidad y su psique en resonancia con el mundo. Y esa historia creada individual y colectivamente cobra coherencia y sentidos ante la escucha y el reconocimiento de los otros.

Pero imaginemos, además, que en los últimos capítulos de su vida desafía, casi sin quererlo, la mirada desdeñosa, la visión que estereotipa negativamente la vejez, la que trae consigo el desaliento y la amenaza. Es ella, esa mujer envejecida, la que ha dejado de ser de interés desde una perspectiva que cosifica y clasifica. Así ella no es productiva, y debido a sus muchos años no responde a los modelos de belleza ni de consumo, pues ya no resulta maleable para poder cumplir las condiciones que se imponen y dominan.

Pero el envejecer, al igual que ser joven o niño, es parte de la vida, y la vida sin ser posesión de nadie, no es cosa, ni clasificación. Inapropiable, podemos considerar la vida de cada cual más cercana al canto, un exquisito canto polifónico de múltiples voces heterogéneas de diferentes edades y lugares. Tal como dice Horacio Guarany: «Si se calla el cantor/ Calla la vida/ Porque la vida, la vida misma es todo un canto./ Si se calla el cantor/ Muere de espanto/ La esperanza, la luz y la alegría».

De la misma manera si enmudecen las voces viejas, esas voces talladas por el saber de la experiencia solo se deja paso a la mirada displicente del envejecer. La que se ha ido expresando de diversas maneras a lo largo de la historia, pues no han sido pocas las veces en las que la vejez ha sido maltratada en diversas culturas y épocas. Y aunque reconocemos que en nuestra sociedad existen actualmente esfuerzos y una mayor conciencia en pos de una transformación innegable, lo que continúa dominando es una mirada desdeñosa sobre la vida y el humano, asentada en la economía de mercado. De ahí que las propuestas y las intervenciones resulten a menudo alienantes y desadaptativas. Y al aplicarse sobre un sector de la población que no se reconoce ni valora, sus consecuencias son negativas para la autoestima y la salud.

Siendo una etapa vital que atañe, en definitiva, a todos los humanos, nos preguntamos, entonces, por el valor reduccionista y de empobrecimiento que se otorga todavía al envejecer, y junto a ello las pocas veces que se toma en consideración el punto de vista y las necesidades económicas, psíquicas y sociales de esos sectores de la población. Algo incomprensible cuando la comunicación e información permanente y bidireccional entre los individuos y las instituciones contribuiría a promover una sociedad más cohesionada.

Más allá de la maquinaria económica y no en torno al productivismo, es una necesidad y un deber ético escuchar y atender desde el mundo institucional y desde la voluntad y la sensibilidad, las diversas y diferentes voces de mujeres y hombres maduros y viejos que hablan de la fuerza vital y gozo de la vida, así como del declive, la pérdida y la finitud. Sabemos que la frágil y exigua comunicación existente trae la invisibilidad y cierra el contacto con la diversidad y la pluralidad. Sabemos que esa transformación afecta de lleno al mercado pues como dice Gabriela Cerruti en “La revolución de las viejas”: «Nos arrebataron nuestro sueño y nos lo devolvieron convertido en marcas y propagandas; construyeron torres para vendernos ropa deportiva cuando dijimos que queríamos saltar y correr; pusieron en marcha la maquinaria millonaria de la industria del turismo cuando dijimos que queríamos viajar. Pero no: queremos correr descalzas como las lobas y vagabundear y dormir mirando las estrellas».

Precisamente por ello es ineludible prestar atención a las voces sustentadas en las experiencias biográficas, en sus historias de vida, más allá de la categorización y uniformización, para que no se conviertan en relaciones malogradas, y puedan ser tenidas en cuenta. ¿Cómo? Creando nuevos lugares, un posicionamiento abierto y plural, un espacio social y cultural integrador en el que las mujeres y hombres viejos puedan participar en los diferentes ámbitos y ser parte significativa en el proceso de conocimiento, transmitiendo sus diferentes formas de ver el mundo, de amar y de relacionarse. Pues ¿qué sería si las siguientes generaciones carecieran de esa transmisión? Esa ruptura de la comunicación trae consigo la privación de la información, que no es sino un eslabón más en la historia de la humanidad. Rota esa cadena los sentidos del mundo y de los humanos abocan a un permanente comenzar, a la repetición de las mismas preguntas que nos ayudan a comprender a los otros, y en consecuencia a entendernos. La ruptura de la cadena de sentidos o, lo que es lo mismo, de las experiencias nos condena a la repetición de los errores. En otras palabras a la muerte en vida.

Toca entonces escuchar las voces y aprender de ellas ya que son fuentes de saber experiencial, además de ser formas de interpelación necesarias para poder entenderlas. Como lo hacen los que escuchan y atienden atentamente las voces de esa mujer envejecida que nos narra su historia, que es o quizás sea el espejo de muchas personas que oyeron su historia y la sintieron llena de vida y palabras, de silencios y sabiduría.

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