Iñaki Egaña
Historiador

Mikel Salegi, en el cobijo de la memoria

Aquel nefasto 18 de diciembre de 1974, Mikel leía en la prensa matutina una noticia extraordinaria. Como a todos nosotros, el drama humano nos encogía el corazón desde días atrás. Una familia de abuelos suizos había sobrevolado la selva amazónica en Perú, desapareciendo sin dejar rastro. Nueve hijos y sobrinos de los Zender, de corta edad, se habían esfumado entre la niebla que cubría las copas de los árboles del caucho, las bromelias y las ceibas. No había pista alguna de los niños, tampoco del piloto, un joven de apenas 24 años. Y Mikel leyó apresurado la noticia porque la radio la había salpicado la víspera de que de los nueve niños que viajaban en la avioneta, seis habían sobrevivido, junto al piloto, alcanzado por su pie, la población de Izcocazín.

Como en todas las historias de supervivencia, la crónica se detenía en una heroína, Gladys Zender, que a sus 16 años había repartido los caramelos que llevaban para el viaje entre sus hermanos y primos y luego, al agotarse, recopiló raíces, cortezas y frutos silvestres para alimentarse, poniéndose en marcha por la orilla de un pequeño riachuelo. A algún lugar les llevaría, hasta que finalmente alcanzaron, una semana después, Izcocazín. El mundo suspiró endulzado cuando conoció el final feliz. Con el tiempo, Gladys desapareció de la historia. El año pasado, una historia similar se volvió a repetir, esta vez en la Amazonia colombiana, cuando cuatro niños de la familia indígena Mucutuy, sobrevivieron 40 días tras un accidente de aviación.

Noticias de este tipo nos desviaban la atención de un escenario complicado, acogotado en aquella época por la guerra en Vietnam y sus titulares diarios. Necesitábamos, entonces y ahora, paréntesis de esa traza, para aliviar esa tremenda carga que ofertaba el lado más oscuro de la naturaleza humana, guerras, dictaduras, brechas sociales... Para reafirmar, por el contrario, esa condición eterna de que en cualquier parte del planeta, éramos capaces de descubrir, emocionados, la otra cara de la humanidad, la solidaridad y el halo por la supervivencia que nos hizo progresar como especie.

No soy capaz de adivinar certeramente el influjo que produjo la lectura de la aventura selvática de Gladys en el ánimo de Mikel. Pero, al menos y a pesar de la lejanía, me atrevo a conjeturar que, como a cualquiera de nosotros, un soplo de aire fresco, de alivio, le recorrió el semblante. Es lo mismo que yo hubiera sentido en su lugar. Y a fin de cuentas, no somos tan diferentes los unos de los otros. Un mismo entorno, una cultura similar y unas pasiones cercanas matizadas por nuestra condición humana. Una comunidad.

Al margen, había otro hecho que marcaba aquel 18 de diciembre. Mikel y sus compañeros de trabajo en el Instituto Social de la Marina habían preparado para esa noche una cena de confraternización. Por lo que, también supongo en esta ocasión, el ánimo de Mikel era excelente. Con 21 años, la vida se muestra excelsa, a pesar de las circunstancias y de esas historias de guerra, cárcel y exilio que había vivido décadas atrás la familia Salegi. Como el tiempo, que circula en una única dirección, siempre hacia adelante, los latidos de la juventud tienen la cadencia del futuro.

Esa noche, sin embargo, los colores de la vida de Mikel se desvanecieron sin apenas percibirlo. Nunca sabremos cómo advertimos ese cruce de la frontera entre la luz y la oscuridad, cuando el último aliento languidece. Mikel lo supo por un instante, sin tiempo a contárnoslo. Fueron 18 impactos de bala los que acabaron con su recorrido vital, los que segaron su juventud, apenas cinco años más que los de Gladys, la heroína al otro lado del Atlántico. Un control de guardias civiles, los mismos que Federico García Lorca había versado «con sus almas de charol vienen por la carretera», apostados en Errekalde, a la entrada de Donostia, amartillaron sus armas. Y dispararon. «Tercos fusiles agudos, por toda la noche suenan», escribió el poeta.

La vida volvió a su lugar, al blanco y negro asignado por la dictadura y la iniquidad no tuvo límites. Ni siquiera una nota de prensa, una versión maquillada. Mikel solo existió en un par de esquelas, con una única expresión permitida: «falleció en trágico accidente». Para los medios, bajo la batuta de Pío Cabanillas, director del ramo, Mikel no constaba. Ni en vida, ni en muerte. Fue borrado de la fotografía de la ciudad. Que, por cierto, asistió a las dos caras de una moneda trucada. Mientras los fieles a la misa en la catedral del Buen Pastor alababan a la dictadura y al fascismo, en el primer aniversario de la muerte de Carrero Blanco, en Santa María, la Policía apaleaba tanto en el interior como en el exterior de la iglesia a compañeros y amigos de Mikel que asistieron a su último adiós. De nuevo pavor y horror, miedo y terror. «Y otras muchachas corrían perseguidas por sus trenzas, en un aire donde estallan rosas de pólvora negra», nos dejó Lorca.

Ha pasado medio siglo. Lluvia y sequedad, nieve y canícula. Han circulado en estos 50 años tantos acontecimientos que se me escapan a esa memoria que, con la edad, se va fragilizando. Murió el dictador, fue nombrado monarca aquel que agasajaba a Martín Villa. Y la Transición consiguiente fue un fraude. Decenas de miles de protagonistas franquistas se acostaron una noche exaltando al fascismo, y a la mañana siguiente se despertaron demócratas. No fue una paradoja, sino un truco de magia política. Continuaron los controles, y como a ti Mikel, acribillaron a balazos a Gonzalo Pequeño en Sestao, a Efrén Torres en Barakaldo, a Emilio Fernández en Elorrio, a Marian Barandiaran en Gasteiz, a Mikel Arregi en Etxarri, a Marcelo Gartziandia en Lasarte... me tiembla el pulso, se me cae la lista de las manos. ¿Sabes Mikel que todos sus verdugos quedaron impunes? Los lejanos Zender quedaron en un recorte de periódico. Mikel, más cercano y, en cambio, en nuestro refugio de la memoria, donde se revela nuestra fortaleza colectiva y emocional.

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