Josu Iraeta
Escritor

Pensar no es suficiente, hay que actuar

No son pocos los que defienden y argumentan, que la política, en su sentido más amplio y fundamental, no es otra cosa que la custodia de un modo de vivir. Pero tal como se conoce hoy el «modus operandi» de la política en Europa, la descubrieron los griegos, que la caracterizaron como una forma posible de acción colectiva para resolver o encauzar los conflictos que puedan surgir, mediante el compromiso, en lugar de la fuerza. Compromiso con un fin ético, como lo es la consecución del bien común.

Por eso, para la tradición política occidental, hasta la aparición del Estado y aún hasta la Revolución Francesa, la política era parte de la ética. La acción política custodiaba el «ethos», la forma de vida colectiva determinada por la religión, las tradiciones, los usos y costumbres, respetando todos ellos.

De hecho, y de suyo, en principio la política es pues, una actividad libre, abierta a todos. A ello responden las ideas naturales de libertad política y autogobierno.

Pero hace mucho tiempo que la acción política está monopolizada por el Estado, lo que condiciona la libertad política y destruye el autogobierno. En realidad, una de las notas características de aquel (el Estado) consiste, precisamente en monopolizar y orientar la actividad política. Es decir: no hay más libertad y actividad política que las que el Estado permite y «sólo» de la forma en que las autoriza.

Una clara y evidente muestra de la reacción neo-franquista que gobierna desde La Moncloa, la ha puesto en evidencia, con su determinación de ser libre, el admirado pueblo catalán. Pero también aquí, en nuestras propias carnes, en el sur de Euskal Herria, ya que a pesar de la cínica insistencia de algunos demócratas fashion por mantener una cierta apariencia de «normalidad», no es posible –sin mentir– afirmar que en el Estado español, la política sea una actividad libre, que exista auténtica libertad política.

Quizá sea esta inquietante realidad, la razón que estimula y hace proliferar el silencio de unos políticos a los que no basta con revolcarse en el cieno de la indignidad, si no que además utilizan como «tabla de salvación» el honor de unas instituciones a las que han jurado servir.

Esta situación no sólo es real, también es triste y grave, pero no de generación espontánea. Esta gestión política repelente, esta podredumbre tiene vigencia y la tiene en la pasividad de una sociedad que se mantiene impertérrita ante capítulos y episodios plenos de inmundicia personal y colectiva. Una sociedad que sólo utiliza brújulas que marcan un norte que mantenga la bonanza económica. Una sociedad que poco a poco va cediendo en sus principios y convicciones. Una sociedad que está aprendiendo a sentirse «cómoda» chapoteando en los establos de la sumisión.

Se debiera profundizar en la formación de la mentalidad sumisa, que es desde siempre materia de discusión. Por que lo cierto es que plantea problemas, formula interrogantes, además de posibilitar líneas que permiten profundizar desde un pensamiento crítico, en los procesos de formación. También en la opinión político-social. Es decir, eso que en una democracia formal como esta y cada cierto tiempo, se concreta en algo que pomposamente denominan, «sufragio universal».

Para combatir la sumisión está el conocimiento y el conocimiento debe ser siempre activo, Y eso, es verdad, exige esfuerzo. Esfuerzo que obliga a poner bajo sospecha toda la información que se recibe, pues la neutralidad de los medios de comunicación no existe, es un mito.

Para combatir la sumisión con éxito, es necesario conocer y analizar la relación entre acción e información. La multiplicación de las mediaciones entre la ciudadanía y los procesos sociales. El analfabetismo visual propiciado por el sistema escolar. Las distorsiones mediáticas de la realidad. La compleja interacción entre sumisión y entretenimiento. La mercantilización de los sentimientos. Las contrapartidas psicológicas de la sobre estimulación informativa, etc.

Esto es tristemente así y nadie honradamente puede negarlo, pero no son estas «todas» las razones que nos han traído hasta el presente. Un presente que debemos analizar con seriedad y serenidad. Cotejando todos y cada uno de los factores que en los últimos treinta y cinco años nos han obligado a caminar en círculo. Un círculo de perímetro fluctuante, con subidas y bajadas. Con éxitos y fracasos, pero siempre un círculo.

Ahora que el conjunto del pesebre político, con su conocido buen hacer, ha conseguido la vuelta al «estado natural» de las cosas, que es donde se sienten cómodos y valorados, es decir, habiendo forzado el irreversible fin de la actividad armada de ETA, la situación  es la de «siempre» clara y nítida. Y es clara porque todos saben y sabemos, que –como en otros conflictos similares conocidos en resto del mundo– no será fácil resolver la ecuación igualándola a cero.

Opino que ha llegado el momento en que los vascos debemos preguntarnos con quien nos comprometemos, si con los que hacen la historia o con los que la deshacen. Porque de un modo u otro, antes o después, en política las siglas en moda pasan, pero los escombros quedan. Y quizá sea por eso que el compromiso deba ir acompañado de no poco atrevimiento.

Evidentemente, es más cómodo quedarse al margen y mirar, desde el apogeo o desde la inercia, cómo la historia se hace o deshace. Pero teniendo presente también, que siempre ha sido considerablemente más expuesto y difícil «reeducar la inteligencia», como en ocasiones apuntó Marx.

Sin compromiso no hay nada. El compromiso sirve, entre otras cosas, para aproximarse, para entenderse con el mundo, con la sociedad, con el prójimo. Claro que el compromiso tiene –desde hace mucho tiempo– mala prensa, no está de moda. En ello colaboran toda una elite intelectual: escritores, psicólogos y sociólogos, sin olvidar a los polivalentes comunicólogos. Todos han decidido marginar y desterrar el compromiso.

Pretenden que las nuevas generaciones de vascos sólo deben mirar hacia delante. Tratan de inculcar a nuestros jóvenes que integrarse «en lo que hay» no sólo es el presente, sino también el futuro.

Observando lo que dicen y hacen los autodenominados «demócratas fashion», me inclino por opinar que sería poco razonable por su parte, pretender el control unilateral del proceso y sus tiempos. Eso supondría de hecho, ser único depositario de la capacidad suficiente para gestionar todo lo que queda de proceso, y eso es falso. Si esa fuera su pretensión, no sólo perderían la llave de la paz –de la que dicen ser depositarios– también perderían el Palacio de Ajuria-Enea.

Quiero subrayar lo que significa caminar en círculo, aunque este sea impuesto. Un círculo duro, complejo y difícil también. Pero un círculo ante el que debemos evolucionar, porque no basta con «pensar», debemos actuar. Eso significa que defenderse no es suficiente para avanzar. Y para conseguirlo hay que evolucionar. Evolucionar para superarlo, para romperlo. La izquierda abertzale no nació «sólo» para  sufrir y llenar las cárceles españolas. La izquierda abertzale no somos una cuadrilla de pusilánimes comparsas, somos revolucionarios. La izquierda abertzale no nació con vocación opositora, no nació «sólo» para influir o colaborar, sino que nació con la vocación y voluntad de gestionar. Nació para convencer y gobernar.

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