Sobre monstruos y conmemoraciones
La diferencia está entre quienes tienen el poder de decidir lo que hay que recordar y los que no lo tienen. No es una casualidad que el Día de la Memoria dedicado a las víctimas del terrorismo en Italia se haya fijado el 9 de mayo, día de la muerte de Aldo Moro y no el 12 de diciembre, aniversario de la masacre de Piazza Fontana.
Quién me acoge fuera de Italia durante las conmemoraciones del 40º aniversario?». Esta frase mía ha desencadenado una singular polémica la víspera de las celebraciones por el cuadragésimo aniversario del secuestro de Aldo Moro a manos de las Brigadas Rojas de las que yo formaba parte. La escribí en mi página personal de una red social (¡!) y las reacciones de indignación inmediata por ofensa grave a los familiares de las víctimas explican el porqué de la frase y por qué escribo acerca de ella en un periódico que no es italiano. No sirvieron para nada mis aclaraciones sobre el sentido de esas palabras, presupuse ingenuamente que las habían malinterpretado. A la objeción: «¿No piensa que la frase pueda herir a los hijos o los nietos de las víctimas de los años de plomo?», contesté: «¿Por qué tendría que ser así? ¿No cree que sea legítimo por mi parte no tener que contemplar el relato que harán la televisión, los comentaristas políticos, los conspiranoicos y los integrantes de comisiones parlamentarias? Es decir, todos aquellos que tienen acceso a los medios de comunicación y que no han elaborado otra cosa que verdades de conveniencia, mistificaciones y auténticas mentiras sobre los acontecimientos, los comportamientos y las responsabilidades de cada uno. ¿Dónde ve una ofensa en lo que escribí? ¿No cree que sería conveniente, incluso para las personas que usted considera que yo ofendí, que la reconstrucción de un acontecimiento semejante no se deje en manos de personajes a los que no les importa nada el rigor de una reconstrucción histórica?».
Estas consideraciones también las comparten periodistas, estudiosos, investigadores, historiadores y otros tantos interesados en que quede para la historia la complejidad de aquellos hechos que se prolongaron durante más de un decenio, sustrayendo esa complejidad a la versión impuesta de la existencia de tramas ocultas orquestadas por un gran titiritero que movía los hilos. Me refiero a 269 grupos armados, 36.000 procesados por banda armada de los cuales 6.000 fueron condenados a larguísimas penas. Cifras que no encajan con «la locura homicida» de cuatro psicópatas. Por otra parte, ¿no es describir un momento histórico de áspero y prolongado conflicto como si se hubiese tratado de una operación de los servicios secretos y no como la explosión de contraposiciones sociales, lo que más responsabilidad puede quitar a las clases dirigentes? No sirve para nada que, después de cuarenta años, no se haya proporcionado ni una sola prueba de la existencia de esa dirección oculta, mientras que el trabajo de investigación en sentido contrario, basado sobre fuentes documentadas, se relega a ámbitos de pensamiento que no tienen ninguna influencia. Ignorando a los investigadores que no están conformes con la versión oficial conspiranoica, la atención se focaliza mágicamente en esa frase mía que ha inaugurado las «jornadas de la indignación», por su pretendido contenido ofensivo hacia las víctimas. Y ahí está la fibra sensible del escándalo que ha prevalecido durante días en los medios de comunicación nacionales. Medios que, oficialmente, han eludido el significado de la frase criminalizada y se han limitado a una cadena de insultos dirigidos hacia mi persona. Medios que se han hecho portavoces de víctimas que han reclamado el silencio de asesinos como yo, mientras a escondidas competían por tener a alguno de nosotros en sus retransmisiones y portadas. Medios que, indiferentes a su deber de informar, se han embarcado en una competición de superficialidad y pretendida ignorancia, hasta el punto de atribuir a las Brigadas Rojas homicidios de compañeros y jueces realizados por formaciones neofascistas, hechos bien conocidos por cualquier persona medianamente informada. Y que no han parado de gritar contra la presencia en televisión de quienes en realidad nunca han aparecido en ella y contra las entrevistas de quienes nunca las han realizado. Hasta llegar al punto de grabar, con una cámara oculta, un comentario mío sobre este tema durante una de las presentaciones de mi último libro, en la que afirmé que lo de las víctimas se está convirtiendo en un oficio censurador que pretende tener tanto el monopolio de la palabra como el de la reconstrucción histórica. Una disculpa más para los profesionales de la indignación, que ya había sido desencadenada nada más efectuarse el anuncio del evento, a pesar de que los argumentos tratados en el libro no tengan nada que ver con las Brigadas Rojas. La polémica estaba ya preparada, hasta tal punto que se organizó el robo de imágenes por el solo hecho de haber sido invitada a presentar un libro justo el 16 de marzo, día del aniversario del secuestro de Aldo Moro.
Un programa que se caracteriza por un probado sensacionalismo emitió dicha grabación y, como consecuencia, la Fiscalía me abrió un expediente, una querella por difamación, y el Ayuntamiento tomó la decisión de desahuciar el centro social donde se había realizado la presentación del libro. Por lo tanto, se trata de no tener derecho a la palabra a causa de una culpa inextinguible. Y los que deciden quiénes son moralmente titulares de ese derecho son los familiares de las víctimas, que reclaman su monopolio. Parece que la exteriorización de cualquier otro punto de vista sea un insulto a quien sufrió algún tipo de luto. Parece que el testimonio del dolor causado por la pérdida de un ser querido pueda ser la aportación esencial para la reconstrucción histórica. Parece que la memoria individual pueda sustituir la investigación historiográfica y parece que se haya establecido un tiempo del acontecer suspendido y privado de un contexto en el que hacer vivir la contraposición metahistórica entre víctimas y verdugos. Y todo esto es así porque el hecho de haber cumplido una condena no restituye la ciudadanía; ciudadanía que solo se recupera a través del arrepentimiento y el perdón. Porque no es el testimonio de quien ha actuado lo que puede contribuir a la comprensión de los acontecimientos, sino las razones de quien ha sufrido un daño. Razones que no se les reconocen a todas las víctimas, como tampoco se reconoce la atribución de inocencia. Mirándolo bien, la diferencia está entre quienes tienen el poder de decidir lo que hay que recordar y los que no lo tienen. No es una casualidad que el Día de la Memoria dedicado a las víctimas del terrorismo en Italia se haya fijado el 9 de mayo, día de la muerte de Aldo Moro y no el 12 de diciembre, aniversario de la masacre de Piazza Fontana, cuyos supervivientes y familiares no solo no han obtenido la verdad judicial, sino que incluso han debido pagarse los gastos del juicio. Por no hablar de la definición de «indisposición activa» que, según la sentencia, habría matado a Pino Pinelli, uno de los anarquistas arrestados y «caído» desde una ventana del tercer piso de la Comisaría de Milán. Una línea divisoria que impide cualquier intento de «memoria compartida»; que exaltando la inocencia absoluta de una de las partes y el mal absoluto de la otra, ejerce un poder de censura sobre la libertad de pensamiento y palabra.
Para finalizar, una pregunta: ¿después de tanto polémico clamor, a cuarenta años de los hechos y tras la marginación del monstruo de turno, poseemos algún instrumento más para comprender aquel fragmento de historia italiana?