24 AVR. 2019 - 00:00h Trekking en Cabo Verde Caminar es la mejor manera de conocer las islas de Cabo Verde. Este archipiélago y sus diez islas constituyen un paraíso para la práctica de todo tipo de deportes, entre ellos, el senderismo. Nos calzamos las botas para conectar con África. Caminar es la mejor manera de conocer las islas de Cabo Verde. Oriol Clavera En el Océano Atlántico, a 600 kolómetros de la costa de Senegal y a 1.500 de las islas Canarias. Ahí es donde se ubica Cabo Verde. Sin otras actividades económicas que la agricultura y la pesca, el turismo es, sin duda, una opción más que interesante para un país en vías de desarrollo como el africano Cabo Verde, un país tranquilo y que no tiene mucho que ver en este sentido respecto al resto del continente. De hecho, sus perspectivas son alentadoras, ya que, según los datos de un estudio del World Travel and Tourism Council, el que ya se empieza a denominar como el «Caribe africano» será uno de los diez países del mundo que más crecerá a medio y largo plazo. Surf, windsurf, kitesurf o trekking... la creciente práctica de deportes es uno de los atractivos de este país de interminables playas, montañas escarpadas y una temperatura media de 27 grados. Aún virgen, sin que la hayan mellado los estragos del turismo de masas, sobre esta tierra donde reinan los tonos verdes, blancos y esmeraldas todavía suena la voz de Cesaria Evora, la cantante que llevó su morna natal (un tipo de samba original de Cabo Verde) por los escenarios de todo el mundo. Barlovento y Sotavento, así se dividen las islas caboverdianas. Santo Antão, situada en el conjunto denominado Barlovento –formado por seis islas–, es la más oriental y norteña de Cabo Verde, así como la segunda más grande en extensión. Montañosa por los cuatro costados, el trekking es una muy buena excusa para visitarla. A Santo Antão se llega poco a poco. Lo que parece que fue un aeropuerto, está hoy a merced de los vientos, el salitre y los hierbajos que van ganando terreno, poco a poco, entre las grietas del asfalto de la única y, da la impresión que corta, pista de aterrizaje. Esto es en Ponta do Sol, en el extremo norte de la isla. Como su nombre indica, es un buen lugar –como lo es, de hecho, toda la costa noroeste– para disfrutar de espectaculares atardeceres. Santo Antão, subiendo y bajando En la actualidad, sin embargo, a Santo Antão se llega por el sur, con el ferry que une Mindelo (capital de la vecina São Vicente) y Porto Novo, actual capital de Santo Antão. Tan solo es necesaria una hora para cruzar lentamente el canal de un océano, muchas veces agitado, que separa las dos islas. A la vista una de otra, a medida que nos acercamos se percibe con mayor claridad el color terroso de la vertiente sur, que desciende desde los montes centrales con más suavidad cuanto más se acerca a la costa. Un paisaje agrietado, surcado por grandes barrancos secos que, en época de las escasas, pero torrenciales, lluvias –entre agosto y octubre– se transforma en una alfombra vegetal. Ya con las botas puestas, los bastones, algo de abrigo y un poco de provisiones, nos dirigimos en aluguer hacia Cova de Paúl, punto de salida de una de las imprescindibles excursiones que ofrece la isla. Medio de transporte típicamente caboverdiano, las aluguer son las furgonetas Toyota Hiace y a las también niponas pick-up que, regidas por los horarios de llegada y salida de los ferries, unen las principales poblaciones de la isla llenas hasta los topes de personas y equipajes. Son la única manera de moverse por la zona. La niebla, a ratos lluvia, nos da la bienvenida en este cráter que alberga un manto de cultivos en su interior. Entramos en él para, volviendo a remontarlo hasta el borde, descender los 1.500 m de desnivel por el Valle de Paúl hasta el mar. Son cinco horas de bajada ininterrumpida por un serpenteante camino empedrado, con una pendiente que puede alcanzar los 45 grados, espectacular... y muy dura para los gemelos. Poco a poco empiezan las terrazas, unas pocas aquí, otras allá, con caña de azúcar, plátanos, café, huerta... A lo largo del camino hasta llegar a Chã de Fazenda, el último núcleo donde llega la carretera fantásticamente empedrada y que sube desde la costa, el paisaje es abierto y discurre entre un enjambre de senderos, entre terrazas perfectamente cuidadas y cultivadas que aprovechan los cursos de agua. Por el sendero, vecinos que suben y bajan, en lo que es una vía de comunicación muy transitada. El último tramo, ya llegados al pueblo de Eito, se hace por el empedrado de la carretera, igualmente transitada por los vecinos y por algún que otro aluguer que van y vienen de Vila das Pombas, nuestra meta en la costa, desde donde volveremos a nuestra base, en Ponta do Sol. Caminando por los valles de la mitad norte, como el de Paúl, el de Chã de Pedras o Caibros, nos damos cuenta por qué dicen que Santo Antão es la segunda despensa de Cabo Verde, después de la más extensa isla del archipiélago, Santiago. Pero hay otra cara de la moneda, sin la cual nos llevaríamos una falsa impresión de la isla. O por lo menos, incompleta. Con base ahora en Porto Novo, la quizás un poco demasiado tranquila capital. Nos disponemos a descubrir la parte más árida, pedregosa y dura de la isla. Y la perla de sus trekkings es, posiblemente, Bordeira de Norte, en la zona de Ribeira das Patas. Si nos dejamos impresionar por el nombre del pueblo donde empieza el camino, a algo menos de una hora en aluguer, empezamos mal. Chã de Morte no ofrece ni un nombre demasiado optimista ni mucho por ver... Llevamos dos horas andando bajo un sol de justicia. Y nos repetimos una y otra vez que «el cansancio es psicológico». Pero no. La pendiente hace de la subida una causa muy dura. La «gracia» de todo es que una vez arriba, donde se abre un gran altiplano ondulado y de aspecto lunar, volveremos a bajar por el mismo lugar, por un camino empedrado de mulas, utilizado por simpáticos lugareños cargados ellos o los burros que los acompañan. Nosotros lo hacemos por gusto; ellos deben pensar que estamos locos. Pero es que, quién sabe si son conscientes de ello, el espectacular paisaje que se dibuja a nuestros pies es de los que quitan la respiración: grandes paredes, acantilados, barrancos al fondo, pequeñas aldeas o casas diseminadas y el mar, a lo lejos, con la vecina São Vicente sobresaliendo de sus aguas. Fogo, la isla-volcán De las islas de Sotavento, Fogo es la más famosa. Su nombre lo toma de su gran reclamo, el Pico do Fogo, un gran volcán que, con sus 2.829 m, es la cumbre más alta de este archipiélago africano. Allá donde miremos, su presencia es constante. Estamos en Chã das Caldeiras, un inmenso cráter de 8 km de diámetro, abierto por el este y habitado por unas doscientas personas distribuidas en dos núcleos de población. Todo en esta zona nos recuerda que estamos encima de una zona geológicamente inestable. Tanto como para que, en noviembre de 2014, una erupción obligase a evacuar la zona, cuando la lava arrasó las aldeas de Portela y Bangaeira, situadas ambas en esta caldera. La anterior vez que se manifestó fue un 2 de enero de 1995. Como recuerdo de todo ello, aquí y allá hay rastros de lava solidificada que cruje al andar sobre ella, como si pisáramos un suelo de cristales que se van rompiendo bajo nuestros pies, a medida que avanzamos cautelosos. La gente que aquí vive es diferente, con una conexión con el volcán que va más allá de la mera convivencia. A pesar de estar controlado por dos equipos de sismólogos –uno en las Islas Canarias y el otro en el propio Cabo Verde–, el pico es un recordatorio de la fuerza de la naturaleza. Pero sus habitantes, gente abierta, parece que no le temen demasiado. Poco a poco van volviendo y empezando de nuevo su vida. Por cierto, que muchos de ellos se apellidan Montrond y tienen los ojos claros y cabellos rubios, herencia posiblemente de Armand de Montrond, un aristócrata francés que, en su huida camino a Brasil, terminó quedándose en Fogo, donde tuvo una cincuentena de hijos con doce mujeres distintas. Sus descendientes tendrán que empezar a trabajar de nuevo la áspera tierra para que nuevas parras vuelvan a producir los vinos tintos, rosados y blancos que, desde 1917, se producen en estas latitudes. El vino, se introdujo en Fogo en el siglo XVI y fue aumentando su producción, hasta que en el XVIII incluso se comercializaba en Guinea y Brasil. Para la ascensión al Pico do Fogo es más que recomendable contratar un guía. La Associaçao de Guias Turísticos de Chã das Caldeiras, con sus tarifas reglamentadas, son la mejor opción, porque, aparte de hacer fácil y segura la llegada a la cima (el camino no está marcado), es una actividad laboral que frena la endémica emigración de la población de la isla. Nos levantamos a las 5, cuando el sol todavía no ha salido ni en Dakar, en Senegal. A Cicilio, veterano guía de montaña, se le humedecen los ojos con solo hablar del volcán y Chã das Caldeira. Hemos dormido en su casa, donde alquila habitaciones a los montañeros. Después de romperse la tibia y el peroné de la pierna izquierda, Cicilio se vio forzado a dejar de ser guía, pero tiene claro que su vida está allí, junto el volcán. Su familia emigró a los Estados Unidos, al igual que la de José, nuestro guía, pero ambos aman a su isla y aman también enseñarla. Tras tres horas de ascensión, lenta pero constante, bajo nuestros pies distinguimos las diminutas casas a los pies de la bordeira, la enorme ladera de 150 m del antiguo cráter. Si giramos la vista hacia donde se levanta el sol, en el profundo cráter del pico se percibe alguna humareda en su interior que avisa que aún está activo. Y un mar de nubes cubre el océano, para escondernos la vecina isla de Santiago, la más grande de Cabo Verde. La bajada es más fácil: en una sola hora, un descenso que te hace sentir realmente libre.