Antártida, la fábrica del fin del mundo 30 AVR. 2019 - 00:00h Dernière mise à jour : 02 MAI 2017 - 10:17h Galvalizi, Daniel Científicos estudian en el continente blanco el avance y consecuencias del calentamiento global. Visitar una base de Argentina y otra de Chile en la Antártica muestra el día a día en el territorio más hostil, enigmático y pacífico del planeta. Aprovechen que hoy está inusualmente agradable. Hace 1 grado y no hay viento», nos dice uno de los militares chilenos al llegar a la base Eduardo Frei. La primera reacción al pisar tierra tras tres horas de vuelo en avión militar es estar en medio de un paisaje lunar e inhóspito, que en otros momentos sabe estar crudamente frío. La suerte hizo que esa jornada con clima extraordinario –que más tarde ya no sería tal, porque así de inestables son las cosas en este rincón– fuera justo la elegida para la expedición antártica encabezada por la ministra de Relaciones Exteriores de Argentina, Susana Malcorra, otrora mano derecha del ex secretario general de la ONU, Ban Ki-moon. En un gesto de apoyo a los científicos y para darle impulso a la inversión en el proclamado territorio argentino en Antártida, Malcorra se convirtió en la primera canciller de la historia de su país en realizar una visita a suelo polar. El objetivo fue visitar la Base Científica Carlini, única de las trece bases argentinas cuya administración depende de Relaciones Exteriores. El resto es competencia de las Fuerzas Armadas. Pero para llegar a Carlini, Malcorra y su comitiva –integrada también por trece periodistas argentinos y extranjeros– debían pasar por la Base Eduardo Frei, cuyo aeropuerto está a dieciséis kilómetros de la base argentina. Ambas están localizadas en la isla 25 de Mayo (King George para el mundo anglosajón) del archipiélago Shetland del Sur, ubicado en la punta norte de la península Antártica y casi mil kilómetros al sureste de la ciudad argentina de Ushuaia, la más austral del mundo. Un periplo intenso El acceso a la base Carlini de por sí merece un reportaje propio. La fuerza de los vientos en la base Marambio no permitió la llegada de los helicópteros a la Base Frei para trasladar a la comitiva argentina, por lo que se debió implementar un plan B: subir a botes de goma a motor desde la playa negra y rocosa de Frei hasta el buque argentino ARA Islas Malvinas, trepar (literalmente) por una escalera de sogas, navegar una hora por las aguas del estrecho de Bransfield y volver a descender del buque, para allí coger otro bote e ir hasta la playa de la bahía donde está Carlini. Para la vuelta, todo igual pero en rumbo inverso. Ese itinerario, que debieron hacerlo desde la ministra argentina hasta los soldados más rasos, pasando por los periodistas, mostró de primera mano la complejidad permanente, incluso en pleno verano, del acceso a la Antártida y la inevitable sensación de aislamiento y lejanía que se siente al llegar allí, y ni hablar de sus residentes. La base Frei tiene 97 efectivos fijos en época estival y es la más importante de las bases chilenas, nos explica la oficial Guadalupe Echeverría, una de las dos únicas mujeres de la base. «Hace casi dos años que estoy aquí. Vine con mi familia, mi esposo es capitán», explica, y cuando se le consulta sobre cómo resiste el clima –ineludible primera pregunta que se le viene a la mente a cualquier primerizo en suelo antártico–, responde: «Se aguanta, hoy por ejemplo no está mal, de mañana hizo -3. Pero lo que aquí hace la diferencia es el viento, que puede llevar la temperatura a -10 en verano». El capitán de la Marina argentina a cargo de la logística de la expedición, Guillermo Tarapow, también recuerda a la comitiva la hostilidad del ambiente en el que nos encontramos. «Es muy importante el chaleco salvavidas, porque si caen al agua tenemos solo siete minutos para rescatarlos antes de que mueran por hipotermia. La temperatura del agua no llega a 1 grado», advierte. También habla sobre el vacío legal de los cruceros turísticos que llegan a la zona, ya que «no son controlados porque no hay quien lo haga si no tienen nacionalidad. Por lo tanto, solo resta que respeten las reglas al zarpar del puerto anterior». Al navegar las aguas antárticas, el buque argentino Islas Malvinas debe regirse por las estrictas reglas que este ecosistema antártico necesita. «La basura se trata en el buque y se separa lo reciclable. El Protocolo de Madrid exige que las descargas de residuos en el mar sean trituradas y las piezas no excedan los 25 milímetros de tamaño. Si no se arroja al mar, se acumula y se descarga en tierra. Y lo que se arroja al mar son solo efluvios cloacales tratados o materia orgánica», añade. Entre el hielo y la ciencia Llegar a la base Carlini, que está ubicada en la playa de la caleta Potter del sur de la isla 25 de Mayo y a los pies del imponente monte Tres Hermanos, es como arribar a la capital de la ciencia en la península antártica, no tanto por ser epicentro de investigaciones –casi todas las bases de esta región investigan– sino porque la presencia militar es mínima y es la única cuya instalación por parte del Estado argentino tuvo como único fin el desarrollo científico. Debido a que está localizada en el extremo más septentrional de la Antártida, los efectos del calentamiento global se hacen más evidentes. «La lluvia aquí era un fenómeno raro. Si había precipitaciones, era en forma de nieve, pero ahora sí se observa mucha lluvia. También ahora hay 500 metros de playa; antes era mucho menos, estaba todo tapado por hielo. No hay que olvidar que estamos ante la mayor reserva de agua dulce del mundo en estado sólido», reflexiona Rodolfo Sánchez, director del Instituto Antártico Argentino. «Donde ahora hay una bahía antes había un glaciar. Al retirarse el hielo queda tierra virgen y es la naturaleza, finalmente, la que elige qué se desarrollará en ese ecosistema modificado. Otro cambio notable aquí es la distribución de las especies de pingüinos: las más típicas antárticas se están retirando hacia el sur y ahora ganan espacio las que son de climas menos fríos, como la especie papúa (distinguible por su parche blanco en la frente), y los pingüinos rey, una especie patagónica. Todos son símbolos del calentamiento global. No debe olvidarse que la temperatura promedio de la Antártida ha aumentado 2 grados y ya ha llegado al valor de 0,5 Celsius promedio anual», añade Sánchez. Como si hiciera falta un signo más del impacto del calentamiento, la Agencia Espacial Europea difundió días pasados una foto de satélite del resquebrajamiento del gigantesco glaciar Larsen C, con una fisura de 175 kilómetros de largo que avanza desde hace un año y que pronostica, sin saber cuándo exactamente, que se acerca el desprendimiento de hielo antártico más grande desde que hay registros. Víctima y espejo del cambio climático Pero esta roca gigante del polo sur no solo es víctima y espejo del cambio climático: también es una fábrica de ciencia que busca entenderlo. En la base Carlini queda patente: a pesar de la inclemencia del hábitat, sesenta científicos (eso durante el verano, porque baja a un tercio durante el crudo invierno) buscan respuestas allí donde muy pocos se instalarían. Un dato que sorprende es que el promedio de edad de la mayoría de los apostados en Carlini es de 30 años. Buena parte de ellos son jóvenes biólogos, como el caso de Pablo Saibene, de 35 años, el último que ha venido a residir a las Shetland del Sur: «El proyecto marco clave de aquí y en el que trabajo yo es el que realiza un muestreo del agua con una toma de datos desde 1991, para conocer el impacto que produce el cambio climático en esta caleta. Con una máquina muy sofisticada medimos la temperatura, la presión y la turbidez. Esta es la investigación madre que sirve para todas las demás», explica. El frío es el tema ineludible. Saibene asegura que «el invierno pasado no fue tan duro, llegó a haber 20 grados bajo cero en sus peores días y pocas tormentas de nieve». Pero es el calor el que está dando noticias últimamente: «El verano pasado aquí hubo un día de 12 grados, algo inédito. Y el medidor de temperatura que tenemos arriba del glaciar (la gigantesca masa de hielo denominada Fourcade que se ubica a pocos kilómetros de la base) muchos días está marcando grados por arriba de cero, algo muy inusual. Lo que sí hace falta es la luz: en invierno vemos el sol solo seis horas». Cuando se le pregunta si echa de menos su vida en Buenos Aires, dice que no sufre tanto: «Con internet se soporta. Y hay buena convivencia entre nosotros. Sí extraño la fruta, ver un perro, arrojarme al césped, pero nada que haga quererme ir. ¿Qué hago un sábado a la noche? Es una tradición cenar pizza y ver una película». Sin duda, el personaje más carismático y enigmático residente en Carlini es Carlos Bellisio, un ictiólogo de 60 años a quien cuyo cabello y barba blancos le hacen parecer mucho mayor. Tal vez su aire envejecido sea debido a que participa en expediciones en la Antártida ininterrumpidamente desde 1976, residiendo en el inhóspito continente más de la mitad de cada año. «Llegué a la Antártida por primera vez cuando tenía 19 años, a la base Brown. Aquí en Carlini ya realicé 23 campañas. Cuando no estoy aquí, o sea en los inviernos, trabajo en los laboratorios del Museo de Ciencias Naturales de Buenos Aires», comenta el decano del territorio antártico argentino, cuya especialidad es el estudio de los peces de la zona. Lleva un monitoreo anual de esa fauna desde 1982. Bellisio heredó la pasión antártica y marina de su padre, un biólogo marino que realizó quince campañas en la Antártida –«él me enseñó todo lo que sé»–, y cuando se le pregunta por qué cuarenta años dedicados al continente blanco, responde: «Yo tengo dos debilidades aparte de mi hija, que son el blues y la Antártida. Si te gusta este lugar, es muy difícil dejarlo: venir y vivir un tiempo aquí es una droga. Acá te olvidas de manejar dinero, casi no miras las noticias, y tus preocupaciones pasan a ser cómo estará el clima y qué habrá para comer. Mientras pueda y me dejen los médicos, seguiré viniendo. Sé que sufriré horrores cuando no pueda volver». «Claro que a mi hija la echo de menos, pero te vas adaptando a eso. Pero no me pasa como a muchos que echan de menos las frutas o las verduras, que aquí eso no existe», relata y dice que su rutina hace décadas es «salir a navegar todos los días si hay poco viento, incluso si es Navidad o Año Nuevo. Hay que aprovechar el día, porque el clima cambia todo el tiempo». Al estar hace tanto tiempo en esta región, Bellisio es un testigo privilegiado de los efectos del cambio climático en territorio antártico: «Aquí se hace muy evidente, especialmente con el glaciar, que va desapareciendo de a poco, o en que este último invierno casi no nevó y ha llovido mucho. No pasa un día sin que se escuche un bloque de hielo desprenderse del glaciar». El factor género, presente «Quiero ir a la base San Martín (la segunda más austral de Argentina), pero ahí nunca hubo alguna mujer todavía. Se está viendo si se puede», cuenta Julia Luna, ingeniera informática de 31 años, que vive en Carlini hace trece meses. Las exigencias del ambiente antártico no hacen tan sencilla la vida de una mujer en las bases por el hecho de que requieren un baño separado del de los hombres. «Aquí tengo baño propio, así que muy bien», sonríe con ironía cuando se le pregunta cómo es ser la única mujer durante muchos meses en esta base. Luna dice que «lo mejor de la Antártida es estar en un lugar tan puro». Esa pureza natural refuerza el idealismo de los residentes. Como lo ejemplifica la bióloga María Marta Martorell, de 40 años, abocada a un proyecto de descontaminación por los pequeños derrames constantes de hidrocarburos: «La existencia de bases aquí tiene dos ejes. La ciencia y la paz, eso es Antártida». Martorell –una de las tres únicas mujeres de la base– destaca la presencia constante en Carlini de investigadores alemanes, holandeses, brasileños y mexicanos, que llegan por convenios de cooperación científica, y expresa su orgullo por ser parte de esta comunidad y el aporte que se le hace a la ciencia desde este rincón tan alejado: «El esfuerzo de estar aquí vale la pena cuando ves que se pueden incorporar nuevos conocimientos para la sociedad que está allá». El «allá» del que habla no es otro que el mundo. La Antártida está tan alejada y es tan única que hace que sus residentes, cuando hablan, parece que no se sintiesen parte del planeta, sino observadores participantes pero externos de un sistema que ha desarrollado tantas artificialidades cotidianas que serían totalmente inútiles en el continente polar, y que hacen olvidar lo que la Antártida se encarga de recordar: la Tierra es nuestro único hogar posible y el calentamiento que provocamos la desangra. Mientras la delegación argentina se aleja de Carlini navegando por la caleta Potter, comienza a nevar y la sensación térmica alcanza los 5 bajo cero. Sorprenden los copos de nieve a estas altura de la mitad del verano pero, como tantas otras cosas que rigen el mundo septentrional, eso aquí no importa.