03 AOûT 2020 - 14:15h El tren de Larrun, casi un siglo trepando Bosques que un día cobijaron a contrabandistas, pottokas salvajes aparentemente ajenas a la mirada de curiosos, rapaces al acecho que sobrevuelan a escasos metros... Es el paisaje del que disfrutan quienes suben a la cima del Larrun en su pintoresco tren cremallera. El tren cremallera trepando a Larrun. Eguzki Agirrezabalaga Lleva casi un siglo comunicando en apenas 35 minutos el puerto de Saint Ignace –entre Azkaine y Sara– con la cima del Larrun, una cumbre que regala una impresionante panorámica de 360 grados de la costa vasca y de los Pirineos. El viaje en el pequeño tren de madera de Larrun es una aventura, especialmente para los más pequeños. Hay muchos motivos que lo convierten en un trayecto especial, entre ellos, sin duda, el hecho de que este curioso ferrocarril de cremallera sea de los pocos de sus características que quedan en el mundo. Inaugurado en 1924, todos los días, entre marzo y noviembre, esta línea férrea turística realiza, sin prisas, el serpenteante trayecto hasta el monte del mismo nombre –ubicado a 905 metros sobre el nivel del mar–, tras salvar un desnivel de 736 metros entre laderas navarras y labortanas. Como el resto de mecanismos tipo cremallera, en este caso también a los carriles comunes se les añade, en la mitad, un tercer carril dentado, que es el que pone en movimiento la cadena. Estética de los años veinte Curiosamente, sus vagones originales mantienen la estética original. Fabricados exclusivamente con material de la zona –abeto de los Pirineos, pino de Las Landas, castaño de Ariege y madera de iroco–, los coches han sido restaurados en varias ocasiones e incluso sustituidos por otros nuevos, pero todos ellos conservan la estética de principios del siglo pasado, lo que lo hace aún más atractivo y pintoresco. En realidad, el proyecto para la creación del tren cremallera comenzó a gestarse en 1908, casi dos décadas antes de su inauguración, pero, al parecer, se sucedieron numorosos contratiempos –entre ellos, los derivados de la I Guerra Mundial– que retrasaron su construcción hasta comienzos de los años veinte. Y hoy, casi un siglo después, sigue trepando primero y descendiendo después a la misma velocidad y por las mismas laderas, escenarios de leyendas, de cuevas de brujas y de rutas de contrabandistas. La leyenda de Herensuge Precisamente, una de las leyendas que rodean a esta cima –y, más concretamente, a los cromlechs y dólmenes dispersados en sus laderas– está protagonizada por Herensuge, que, según aseguraban los lugareños, se alojaba en el interior del Larrun. Al parecer, este dragón con forma de serpiente gigante de siete cabezas era el que, por petición de Mari, custodiaba los metales nobles de la montaña. Y así lo hizo hasta que un día decidió escupir el oro y la plata ladera abajo en forma de bola de fuego, lo que asoló todo lo que encontró a su paso. Desde entonces, los habitantes de los alrededores creían ver en Larrun siete luces intensas que, inevitablemente, relacionaban con las siete cabezas de la serpiente, por lo que, asustados, rogaron a la Dama de Anboto que los librara de Herensuge. Y ella sopló sobre el cráter y condenó al dragón a permanecer en las entrañas de la tierra hasta el fin de los tiempos. Después, agradecidos, los vecinos levantaron cromlech y dólmenes en honor a la gran creadora. Obviamente, Herensuge nunca se asoma al paso del pequeño tren, pero sí son fáciles de ver otros protagonistas que forman ya parte del paisaje autóctono de Larrun: las pottokak, las ovejas de la raza Manex y los buitres leonados.