18 DéC. 2020 - 00:00h Tours por la miseria en Camboya La popularidad de los «recorridos por la pobreza» se ha extendido. Río de Janeiro, Buenos Aires, Nueva Delhi, Mumbai, Nairobi o Johannesburgo son algunos de los lugares que proponen visitas a orfanatos, barrios marginales o vertederos. El basurero de Anlong Pi, en Camboya, es ejemplo de ello. Los niños son a menudo objetivo de las cámaras. David Rengel La Declaración de los Derechos del Niño especifica que los menores de edad deben estar protegidos de toda forma de abandono, crueldad y explotación. Lejos de ello, muchos trabajan a tiempo parcial o completo hasta doce horas al día en el vertedero de Anlong Pi, en Camboya, donde rebuscan entre la basura para ayudar a sus familias a conseguir algo de dinero. Este reportaje es una llamada de atención a los actos donde se vulneran y banalizan los derechos de la infancia. El barro anegaba lo que difícilmente se podrían llamar calles, y en las casas se hacinaban familias enteras que intentaban sobrevivir en cuartuchos insalubres. El siglo XIX contribuyó al nacimiento y a la extensión de los slum en las grandes ciudades industriales, suburbios o barrios empobrecidos y marginales conocidos hoy como favelas o barrios bajos. Hasta allí, en sus bonitos carros de caballos, se desplazaba la aristocracia y la alta burguesía de Londres y Manhattan, con el único interés de vivir nuevas experiencias. Desde entonces la popularidad de estos «recorridos por la pobreza» se extendió por todo el mundo. Ejemplo de ello son las propuestas que se hacen en Río de Janeiro, Buenos Aires, Nueva Delhi, Mumbai, Nairobi o Johannesburgopara visitar orfanatos, barrios marginales o vertederos. En este tipo de viaje los turistas visitan las zonas menos desarrolladas del mundo para observar las condiciones de vida de los más pobres, su día a día de miseria o violencia. En su mayoría, estos tours usan la imagen y la persona de los niños y sus familiares para el beneficio económico de los propios organizadores, y las consecuencias suelen traer una mayor explotación laboral de la infancia, convirtiendo a los niños y a las niñas en objetos de recreo. Siem Reap es conocida como la capital turística de Camboya. Es mundialmente famosa por los templos de Angkor Wat, patrimonio de la humanidad. El turismo es una de las principales fuentes de ingresos del sureste asiático, que en Camboya equivale a más del 10% del PIB del país. Este gran flujo de turistas genera ingentes cantidades de desperdicios, toneladas de basura y desechos tóxicos que se acumulan en Anlong Pi, el principal vertedero de Siem Reap. A tan solo unos 25 kilómetros del gran complejo turístico, las personas que trabajan y viven en este vertedero ganan menos de 6.000 riel al día (unos 1,4 euros) recogiendo plástico, vidrio, papel, cobre... o cualquier cosa que pueda reciclarse y ser vendida. Privilegiados versus pobres La basura apenas deja ver el barro que tapiza el suelo. Entre los campos verdes de cultivo, el paisaje se rompe en un negro agujero pestilente repleto de montañas de desperdicios. El humo y el olor golpean los pulmones cada segundo que uno pasa en Anlong Pi. Un fuerte sonido metálico se acerca a través del camino de barro inundado por las últimas lluvias. Los amortiguadores gastados hacen que el camión que trae la basura de Siem Reap no pase desapercibido por nadie. Niños, ancianos, padres o madres que trabajan allí –algunos incluso viven en el mismo basurero en casas de madera, cartón y plástico–, no solo tienen que soportar el hedor de las toneladas de basura que traen los camiones unas diez veces al día, porque Anlog Pi ha sido incluido en las guías turísticas como un punto más de las rutas de ocio para los viajeros. Autobuses, tuc-tucs o taxis llegan repletos de turistas extranjeros que desean ver de primera mano cómo se vive en condiciones de pobreza extrema. Desde su posición privilegiada, estos turistas no buscan solucionar el problema, ni se paran a pensar en lo que supone convertir en destino turístico un lugar donde los niños se ven obligados a trabajar para subsistir. Defensores de este tipo de turismo Este tipo de turismo tiene sus defensores, entre ellos las compañías turísticas que lo apoyan con un claro argumento: «Haciendo caso omiso de la pobreza esta no desaparecerá», afirman. Harold Goodwin, director y fundador del centro internacional para el Turismo Responsable (Responsible Tourism Partnership), y profesor emérito de esta misma materia en la Universidad Metropolitana de Manchester (Gran Bretaña), también tiene una opinión al respecto: «Este tipo de turismo es una de las escasas formas de que usted o yo tengamos alguna vez la posibilidad de entender lo que significa la pobreza». En su libro ‘Slumming IT’, Fabian Frenzel, profesor de Comportamiento Organizacional en la Universidad de Leicester (Gran Bretaña), habla del extraño encanto que tienen los barrios pobres para los más ricos e investiga los cambios que esto ha provocado en las reformas políticas urbanas, el desarrollo internacional y los intentos por aliviar la pobreza. Por su parte, la Universidad de Pensilvania ha analizado esta controvertida práctica a través de un estudio en el que se buscaba conocer qué tipo de personas practican este tipo de turismo, concluyendo que las clases acomodadas eran las que más lo solicitaban y que la actividad era realizada como simple diversión, ya que la vuelta a sus países no suponía un incremento de la ayuda a las personas necesitadas de su entorno, ni habían visitado un centro de atención a personas sin hogar o ayudado en su comunidad de residencia. Además, consideraban la experiencia de la visita al barrio marginal, al vertedero o al orfanato como una parte más de su viaje turístico. Las fotos que habían realizado se alternaban con las de playas, piscinas, parques zoológicos, ruinas, montañas... La mayoría de los turistas solo sentían curiosidad por ver la pobreza de otras partes del mundo, cuando jamás se habían implicado en conocerla en sus propios países. Una vez que volvían a su rutina diaria, su sensación tras la visita les llevaba a considerar que quienes allí trabajaban no estaban tan mal y olvidaban la violación de los derechos humanos que sufrían y las condiciones de vida insoportables a las que estaban sometidos los niños y familias que habían visto. En suma, una absoluta banalización del mal. Y, aunque percibían el desagrado de muchos de quienes allí vivían respecto a su visita, en manera alguna se sentían incómodos con aquella situación. Caramelos a cambio de fotos Aunque solapado por el sonido del bulldozer que ayuda a remover la basura asentada en el fondo, aproximándose por el camino de barro suena un motor que se acerca. Es un autobús blanco con líneas azules a los costados. Un grupo de unos veinte turistas en ropa de sport, mascarillas para los gases tóxicos y cámara en mano bajan y se disponen en perfecta fila según las indicaciones de su guía, dispuestos a recorrer esta «atracción». A mi lado se encuentra Vuthy Heam, de 26 años, aunque el duro trabajo durante más de siete años en el vertedero le haga parecer que tiene al menos 40. Extrañado por la llegada de tantos turistas, le pregunto a través de mi traductor. Se vuelve y me dice: «Desde hace dos años las visitas de turistas han aumentado cada vez más. Al principio, solo fueron algunos sueltos, pero ahora llegan autobuses enteros. La mayoría son asiáticos, japoneses, coreanos o chinos, pero también vienen ingleses, australianos, alemanes...». Mientras hablo con Vuthy, los turistas recorren el lugar y hacen fotos a las familias que allí trabajan. Pero sobre todo se les ve interesados en hacerse fotos con los niños y, a cambio, les ofrecen caramelos o algún lápiz. Sin duda, sabían que visitarían un vertedero donde trabajan niños; la reflexión es si se han planteado que estos trabajan en situación ilegal y denigrante. El guía lleva a los turistas hasta una zona donde se amontonan las bolsas de materiales reciclables para que una mujer les explique cómo se gana la vida: «Aquí, en los alrededores del basurero, viven algunas familias que no tienen casa porque han venido desde fuera de Camboya buscando trabajo; otros vivimos en el pueblo cercano. Tanto de día como de noche nuestra misión es buscar materiales reciclables y meterlos en esas bolsas de basura. Usamos las manos y nos ayudamos de un gancho», explica. Sarit continúa conversando con los turistas, algunos de los cuales se acercan para ver el gancho que usa para remover la basura. Otros se hacen fotos. ¿Quiénes son estos turistas? ¿Quiénes son estos turistas? ¿Por qué han decidido visitar el vertedero? Con una sonrisa, el guía del grupo responde: «Son estudiantes de medicina en Japón y esta visita les servirá de aprendizaje para sus estudios». ¿Y por qué, en lugar de caramelos, no han traído el instrumental con el que realizar un chequeo a los niños? Los turistas guardan silencio y, aunque algo incómodos en algún momento, siguen haciéndose selfies o sacando fotos a quienes viven en esta miseria. Solo se quitan la mano de la boca, que tienen tapada con mascarillas, para sujetar mejor el móvil. Veinte minutos después de su llegada vuelven tras sus pasos para subir al autobús que les llevará de nuevo al hotel o a su próxima parada turística. El autocar que se desvanece en el horizonte da paso a un nuevo camión lleno de residuos. Dos mundos se cruzan en ese camino: uno se marcha sin apenas saber nada del vertedero ni de sus habitantes, el otro, de pie entre el humo, espera la nueva visita. El camión maniobra y varias decenas de personas, incluidos los niños, se agolpan en la parte trasera, a pocos centímetros de las ruedas y la caja de la camioneta, haciendo caso omiso de las advertencias realizadas a base de bocinazos. Los conductores se desesperan un poco e intentan evitar algún accidente. Pero es que la mejor posición puede suponer una diferencia notable a la hora de lograr los residuos más valiosos, que normalmente, por la calidad de su vidrio, son las botellas de cerveza de Angkor. Al abrir las compuertas, caen litros de líquidos descompuestos, basura y una gran bocanada de aire nauseabundo. Una vez que la basura se deposita en el suelo, se ponen rápidamente con sus picos y manos a buscar plásticos, metal, papel o comida podrida. «Es muy difícil sobrevivir» «Yo llevo aquí con mis tres hijos desde que abrieron la segunda fosa –nos dice Son Lay Em, una de las trabajadoras–. Es muy difícil sobrevivir, pero al menos es trabajo: por unas cuatro botellas de vidrio nos dan 100 riel (unos 0,02 euros), y el plástico o el papel se vende alrededor de a 100 riel el kilo. Las lesiones más frecuentes se producen en los pies o las manos, causadas por los cortes con vidrios rotos, metales o material médico como agujas». «Siem Reap se ha hecho más grande en los últimos años y la basura que genera se ha duplicado debido al aumento de turistas. La capacidad del vertedero ha sido sobrepasada, lo que provoca peores condiciones de vida y trabajo para todos. La empresa encargada (GAEA) está acondicionando nuevas zonas para los residuos, pero mientras nos veamos obligados a quemarlos se producirán gases tóxicos, y el suelo y las aguas subterráneas se seguirán contaminando. Muchos de nosotros enfermamos y algunos han tenido que dejar de venir a trabajar por un largo período de tiempo, pero si no trabajas no tienes dinero con el que alimentarte ni pagar las medicinas», añade por su parte otro trabajador, llamado Saem Mitt. Cuando parece que van a tener un descanso, después de la lluvia, los últimos turistas y los camiones de basura, llega un nuevo tuc-tuc con más visitantes. Bajan directamente del taxi cámara en mano y se acercan a un grupo de niños que juegan refugiándose de la lluvia bajo un chamizo. Los turistas miran hacia las montañas de residuos, hablan y se ríen entre ellos, hacen algunas fotos más de las personas que allí trabajan y se marchan. Los organizadores de estos tours cobran dinero por llevar a visitas a los vertederos, al igual que lo reciben por acercarles a conocer los parques naturales o los monumentos del país. No existe ninguna repercusión económica positiva sobre la comunidad que ayude a mejorar su vida y la situación de pobreza extrema. Tampoco colaboran con las ONG que intentan implementar proyectos de desarrollo o educación entre los niños que allí trabajan, como Small Steps Project, Friends International... Las familias que viven y trabajan aquí guardan silencio. El vertedero está controlado por una empresa privada con conexiones en el Gobierno, que decide quién trabaja y quién no en Anlong Pi, y que posiblemente saca beneficio de todo esto. A la entrada del lugar un vigilante cobra a los turistas por la visita. ¿Por qué visitar espacios de miseria y pobreza? ¿Es una forma de darle sentido a sus vidas? ¿O simplemente es una nueva herramienta para crear mayor consciencia en Occidente? El filósofo estadounidense George H. Mead (1863-1931) se cuestionaba por qué las personas se quejaban del pesimismo de los periódicos, a la vez que no podían dejar de leer las noticias. Su diagnóstico era claro: a grandes rasgos, el ser humano necesita de la desgracia del otro, porque de esa forma puede desarrollar un mecanismo por el cual exorciza la «desgracia». El sufrimiento del otro crea una sensación de bienestar en uno mismo, pues ha podido sortear la prueba del destino con éxito. Después de todo, si uno mismo es el afectado, significa que hemos salido ilesos. En el Día del Turismo Responsable del World Travel Market 2015, la gran feria turística que se celebra anualmente en Londres, muchos de los operadores de viaje más importantes del mundo se reunieron para discutir cuestiones como la sostenibilidad y el impacto del sector vacacional. Hubo una serie de encuentros que incluían sesiones sobre protección infantil, turismo de naturaleza, el desarrollo de empresas locales y una acalorada discusión en torno a los viajes de voluntariado. Las sesiones sobre la vida natural y sobre la protección de los niños se produjeron paralelamente y en salas contiguas, y los datos de asistencia revelaron que la conferencia sobre la protección de la fauna tuvo más del doble de participantes que la relativa a la de la infancia. ¿Acaso los profesionales del turismo o los propios turistas se preocupan más por los derechos de los animales? ¿O es que la mayoría de las personas no son conscientes de la cantidad asombrosa de violaciones de derechos del niño que cometen diariamente los operadores de turismo a nivel mundial y, con ellos, los turistas que viajan a esos lugares? El periódico camboyano ‘Phnom Penh Post’ denunció hace unos años que en la página web HotelTravel.com se anunciaban las visitas a Stung Meanchey, el mayor vertedero de Camboya, situado en su capital, Phnom Penh. Esa página se mantuvo activa hasta que, a raíz de la publicación en el país de las fotos que ilustran este reportaje, la opinión pública obligó a cerrarla. Debido a denuncias como esta, los turistas que antes se informaban de estos tours en Lonely Planet, Rough Guid o TripAdvisor utilizan ahora el boca a boca o directamente lo negocian con los guías o en los mismos hoteles donde se alojan. Tours fotográficos También algunos fotógrafos extranjeros realizan tours fotográficos por los vertederos, como Camboya Phototours. Michael Klinkhamer, en un reciente artículo en el “Phnom Penh Post”, defendía estos tours: «Los turistas quieren experimentar la realidad –la vida real, la dureza de la vida– porque hay belleza en ello», dijo. El Gobierno, preocupado por la mala imagen que se daba en el exterior, cerró durante un período las visitas al vertedero... principalmente a periodistas. Pero, desgraciadamente para los niños que trabajan allí y sus familias, esto no ayudó a mejorar sus condiciones de vida. Incluso las empeoró. Organizaciones no gubernamentales como Unicef han puesto en marcha una campaña llamada ChildSafe, que ha puesto en el punto de mira el tráfico de menores y la explotación infantil. Desde hace años se persigue la pedofilia y la prostitución, y se ha descubierto una red de falsos orfanatos donde se alojan niños que no lo son, para alimentar el negocio que generan las visitas turísticas. Ahora también están intentado que este tipo de tours sean perseguidos. «Cuando un turista visita un orfanato o un vertedero donde trabajan niños y los fotografía, refuerza su sentimiento de desigualdad y el desapego de la sociedad. Si además los turistas visitan estos lugares porque hay niños en ellos y llevan ropa, comida o dan algo de dinero, los padres y su entorno los mantendrá allí trabajando, alejándolos de la escuela», afirma Amy Hanson, fundadora de Small Steps Project. «Desde nuestra ONG –añade–, proporcionamos ayuda de emergencia, ropa protectora, incluyendo guantes y botas, y creamos un censo para tener la demografía del vertedero. Así sabremos con mayor precisión qué tipo de ayuda se necesita la próxima vez. Proporcionamos proyectos sostenibles que den una alternativa a los niños –guarderías, reintegración escolar...– y nos asociamos con las ONGs de Camboya y las financiamos para que puedan prestar este cuidado a los niños que trabajan en lo vertederos. Pero los recursos son escasos y no podemos llegar a todos. A veces la situación es desesperante». «Voluntariado turístico» En opinión de Amy Hanson, «el turismo y la industria del ‘voluntariado turístico’ están en auge y es una vergüenza –agrega–. El voluntariado con personas vulnerables no es un juego, requiere que sean personas capacitadas que puedan hablar el mismo idioma que los beneficiarios. Si algo no es aceptable en casa, en nuestro país, no lo es tampoco en un país en desarrollo. ¿Alguien podría entrar en una escuela, una guardería o un orfanato de la Unión Europea, Japón o EEUU y jugar con niños un día cualquiera, sin más? Lo único que los turistas obtienen dando dulces a los niños es mantenerlos en el vertedero y hacer que nuestro trabajo sea más difícil. No son una ayuda, se convierten más bien en un obstáculo y podrán ignorar o no lo que supone su actitud, pero sí que son responsables de los daños que están provocando. Creo que los vertederos y los orfanatos deben ser regulados y solo los trabajadores legítimos y las personas capacitadas deben estar trabajando en ellos». David Fennell, profesor de Geografía y Estudios Turísticos en la Universidad Brock en Ontario (Canadá), redundaba en esta cuestión en una conferencia al lanzar esta pregunta: «¿Te gustaría que la gente parara delante de tu casa todos los días, o incluso dos veces al día, para tomar algunas fotos y hacer algunas observaciones acerca de tu estilo de vida?». Mientras anochece la actividad del vertedero de Anlong Pi no descansa, los camiones de basura seguirán llegando hasta la madrugada. El trabajo es ininterrumpido para los niños y sus familias, con el objetivo fijado de lograr algo más de un euro por día. Lejos de los gases tóxicos y de las montañas de basura, las luces se encienden en Siem Reap y los turistas descansan en los bares de la ciudad tras un largo y duro día de vacaciones... pero los verdaderos protagonistas de esta historia no son estos viajeros y su práctica moral y éticamente reprobable. Los protagonistas de esta historia Suy Sokhon (17 años), Kon Mai (16), Lia Neang Syer (15), Sigen Rathy (13), Sau Srey Neang (12), Viku Tupse (10) y todos los niños de los vertederos repartidos por todo el mundo sí son los protagonistas de esta historia. Algunos han comenzado a trabajar con solo 10 o 12 años, porque sus padres también trabajan en el basurero; otros han sido abandonados por alguno de sus progenitores; la mayoría han dejado la escuela, porque no se pueden pagar los libros o los estudios, aunque mantienen la esperanza de que, si ganan algo de dinero, podrán volver a estudiar. La realidad es que después de primaria los estudios resultan insostenibles para la mayoría de las familias del vertedero. Son grupos familiares formados por cuatro miembros como mínimo, con problemas de violencia sexista en algunos casos y donde la mano de obra es muy necesaria. Ninguno entiende el interés de los turistas por el vertedero, pero todos y cada uno de ellos tiene algún sueño sobre cuál quieren que sea su futuro: maestros, médicos, arquitectos o en el sector turístico. Su realidad es que trabajan cada día porque su familia lo necesita. Quieran o no.