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Aventuras desde Juneau, la última frontera en la indómita Alaska

Exploramos la región indómita de Alaska, fundada hace apenas cien años a raíz de la fiebre del oro que afectó al norte de Estados Unidos y Canadá. Y lo hacemos desde su capital, Juneau, a bordo del crucero Safari Endeavour.

Glaciar en Alaska (GETTY IMAGES).

Alaska, con sus extensos parajes salvajes, es muy posiblemente el estado más bello de los Estados Unidos. Desde la ventanilla del avión, y mucho antes de aterrizar, no resulta difícil hacerse una idea de lo inmensa que es esta vasta e inconexa región. Enormes cadenas montañosas nevadas se suceden una tras otra y la presencia humana es prácticamente nula. Conforme perdemos altura, comenzamos a vislumbrar algunas cabañas de madera aisladas en los márgenes de los canales que conforman esta parte del Golfo de Alaska.

La ciudad de Juneau es la capital del estado federal estadounidense de Alaska y la única ciudad en los Estados Unidos que no tiene acceso por carretera. Por lo tanto, solo se puede acceder a ella en avión o barco. Desde la ventana del hotel disfrutamos de vistas al puerto. Dos enormes cruceros permanecen atracados. El ir y venir de cruceros, barcas de pesca e hidroaviones que entran y salen es constante.

El centro de Juneau queda justo entre el monte Juneau, el monte Roberts y el canal Gastineau. Es un laberinto de calles estrechas, mezcla de edificaciones modernas y pintorescas casas de madera de no más de dos pisos de altura. La sensación a primera vista es la de que hay más personas pernoctando en estos gigantescos cruceros que población autóctona habitando este peculiar pueblo.

De bar de mineros a galería de arte

Un curioso autobús camuflado como si fuera un tranvía recorre los lugares más interesantes de la ciudad. Las calles South Franklin y Front, famosas antaño por alojar bares y burdeles para los mineros, son ahora galerías de arte donde se vende la artesanía de los nativos a precios prohibitivos, tiendas de souvenirs en las que aprovisionarse de alguna camiseta original y algún que otro salón decorado como antaño.

Merece la pena entrar en el Red Dog, aunque sea simplemente para tomar una copa. Sus puertas son de dos hojas, al más puro estilo Lejano Oeste, y en su interior, como no podía ser de otra manera, todo es de madera. Varios rifles comparten protagonismo con osos, alces y varios venados disecados y colgados en la pared. La música country entretiene al público mientras saborea botellines helados de Alaskan Beer, la cerveza más famosa del estado. Pizzas, hamburguesas y platos combinados sacian el hambre de la concurrencia.

No es conveniente viajar a Alaska con la esperanza de encontrar restaurantes de estrella Michelin o selectas boutiques en las que comprar ropa de diseño. Juneau es una ciudad de paso, de transición entre el ser humano y la inmensa naturaleza. No es bueno tampoco ir con la idea de rememorar la serie de televisión de los años 90 “Doctor en Alaska”. Cicely era una ciudad imaginaria. Aunque dicho sea de paso, caminando por la calle puedes encontrarte personajes tan variopintos como en la serie: desde chicas góticas con impresionantes vestidos negros y piercings, hasta cowboys, pasando por esquimales, señores con traje y corbata e incluso alguna turista con minifalda queriendo desafiar las inclemencias meteorológicas.

A escasos 20 kilómetros se encuentra uno de los lugares más icónicos de la ciudad: el glaciar Mendenhall. Queda dentro del bosque nacional Tongass, el mayor de su clase de Estados Unidos, y los visitantes pueden comprobar en persona cómo se desprenden los icebergs de sus caras congeladas, hacer senderismo o practicar kayak en el lago. El glaciar se derrite a pasos agigantados, mientras saca a flote bosques ancestrales que han podido estar sepultados bajo el hielo más de 2.300 años.

Para la comunidad científica, el deshielo no es nada positivo; al contrario, ya que es una de las consecuencias más negativas del calentamiento global y provoca inundaciones en ciudades costeras. La opinión de algunos habitantes de la zona es totalmente contraria. Para ellos el deshielo de los glaciares supone, por un lado, mayor espacio verde que proporciona un hábitat mejor para la fauna local y, por otro lado, quién sabe si en un futuro no muy lejano, la posibilidad de conectar la ciudad por carretera con otros núcleos habitados de Alaska.

El funicular de Goldbelt Mount Roberts es, sin duda, una de las mejores experiencias del viaje. Cuesta 33 dólares y el precio da opción a subir y bajar tantas veces como se desee. Parte de la zona baja de la ciudad y sube hasta los 1.750 metros de altitud. Al subir, lo mejor es situarse en la parte posterior, ya que está acristalada y las vistas, mientras va subiendo, son inmejorables. Una vez arriba, varios senderos bien marcados recorren las montañas. En los alrededores viven unas 3.000 águilas llamadas de «cabeza blanca».

Con suerte, incluso se puede ver alguna desde el mismo funicular. También es fácil toparse con puercoespines, marmotas y quién sabe si con algún oso negro. En caso de encontrarse con ellos, hay que hacer caso a las recomendaciones, que están por todas partes: hacer ruido, cantar o hablar en voz alta mientras se camina lentamente, y nunca salir corriendo. Por lo visto, no es tan difícil encontrarse con un oso. Según nos explican, hace unos años en una tienda de víveres de la ciudad tuvieron que cambiar la puerta automática después de que un gran oso negro entrara tranquilamente para aprovisionarse de marisco congelado. Al parecer, ¡no le importó que no fuera fresco!

Explorando los glaciares

A diferencia del resto de cruceros que campan por estas tierras, y que asemejan auténticas ciudades flotantes, el Safari Endeavour en el que embarcamos ofrece cruceros de aventura a bordo de pequeñas embarcaciones con capacidad máxima para 86 personas.

La primera parada nos lleva hasta el glaciar Sawyer. Poco a poco van apareciendo por el agua los icebergs que van desprendiéndose del glaciar. Conforme avancemos, los trozos de hielo van haciéndose cada vez más grandes y, en ocasiones, llegan ocupados por las focas, que descansan sobre ellos o amamantan a sus crías y nos miran impasibles con cara de recelo y desconfianza.

Una densa niebla, que casi podría cortarse con un cuchillo, nos acompaña haciendo que la sensación de frío sea mayor, aunque no es para tanto. Por cierto, un consejo: aquí hay que vestirse por capas, como una cebolla. Debemos tener en cuenta que la prenda que esté más cercana al cuerpo no sea de algodón, sino de poliéster o polipropileno. Un impermeable de tipo goretex y cortavientos serán el broche perfecto para no pasar frío.

Navegamos hasta llegar hasta los estrechos fiordos de Tracy Arm y Endicott Arm. Ambos brazos miden más de 48 km de largo y una quinta parte de su superficie está cubierta de hielo. Prismáticos y grandes cámaras con sus respectivos teleobjetivos comparten protagonismo en la cubierta del barco para intentar captar la esencia de algunos de los icebergs más grandes de toda Alaska. Aquí es muy fácil sentirse diminuto ante la inmensidad de todo lo que te rodea.

Entre glaciares

Mediante lanchas neumáticas nos acercamos a escasos metros de la lengua del glaciar. El estruendo que provoca al desprenderse una parte de él y caer al agua es ensordecedor. La brutalidad con la que se desploma es tal que incluso provoca varias olas que hacen tambalear nuestra embarcación. Según nos explica el capitán, este fiordo es el hábitat de osos marrones y negros, ciervos, lobos y de infinidad de aves, aunque parece que hoy los únicos animales que han decidido acercarse a nosotros son las focas.

Continuamos nuestro recorrido hasta el pasaje de Frederick Sound, un lugar perfecto para observar las ballenas jorobadas, que saltan sin recelo a escasos metros de nuestra embarcación. Más adelante se encuentra el faro Five Fingers, situado en un pequeño islote rocoso. En las inmediaciones, cientos de lobos de mar campan a sus anchas en las rocas cercanas al agua.

La bahía de Baranof es un escenario de gran belleza, perfecto tanto para practicar kayak como para hacer caminatas y explorar sus bosques milenarios en busca de un encuentro con el oso negro.

Y así llegamos a Glaciar Bay, una tierra que ha vuelto a nacer, ya que 250 años atrás era solamente un glaciar cubierto de hielo. Hoy en día es un laboratorio natural, una Reserva de la Biosfera declarada Patrimonio Mundial de la Humanidad por la Unesco. Solo es posible llegar hasta aquí en hidroavión o en barco. Los rangers del parque nos acompañan por senderos marcados. La vegetación es exuberante y los árboles son tan altos que apenas alcanzamos a ver las copas.

Para hacerse una idea de cómo era esto antes nada como caminar por encima de un glaciar, algo que intentamos hacer en Reid Glacie y que no resulta nada fácil, ya que sin piolets y crampones es demasiado fácil resbalar y caer al suelo. El día final de la exploración nos lleva hasta Icy Strait, el lugar ideal para despedirse de las ballenas jorobadas y de la última frontera.