GAIAK

Una reacción


Nos pasan muchas cosas a lo largo del día: nos suena una alarma, tenemos que llevar a los niños al colegio, tenemos que ir a trabajar, o nos vienen a mirar esa fuga en la lavadora; después tenemos que hacer la comida o pensar en cómo llegar a casa a tiempo para que nuestra pareja pueda quedar con sus amigas, quizá nos llame un pariente para contarnos un asunto familiar y finalmente nos juntemos para cenar, lo cual hemos tenido que consensuar anteriormente.

Y los días pasan, y las jornadas se acumulan a veces con un sabor común, una tendencia a asemejarse que, a veces, nos deja un sabor insípido a lo largo de las semanas, o cansado, repetitivo. Cuando tenemos la sensación de que la vida nos pasa por encima, sin que haya ninguna circunstancia dramática y abrumadora, quizá hemos perdido nuestra capacidad de agencia, de influencia sobre la misma; o, mejor dicho: quizá la hayamos puesto en suspenso o renunciado a ella. En algún momento antes de llegar a esa sensación de hastío vital tan común en nuestros tiempos, quizá hayamos adoptado ante la vida una posición de observadores, una que nos ‘aleja’ de la experiencia de nuestra propia vida, al punto de sentir que estamos viviendo la vida de otros.

Hay quien lo llama inercia, rutina, insatisfacción o cansancio, pero se experimenta como una desvitalización, una falta de interés y una retirada. Es curioso que las personas estemos constantemente entre dos extremos: uno en el que necesitamos sentir la estabilidad del mundo, su predictibilidad, y otro en el que necesitamos estímulos, cambios, aventura. La vida sin una cierta porción de ambos elementos se experimenta o bien como aburrida, o bien como impredecible y ansiógena.

Nos movemos onduladamente a lo largo del tiempo, durante nuestras diferentes etapas vitales, en torno a estos lugares, entre la adaptación a las circunstancias y la rebeldía ante las mismas; pero, sea como fuere, adoptar la actitud de simplemente reaccionar a lo que nos pasa, ‘ir tirando’, ‘capear el temporal’, termina impregnándonos, poco a poco, de una sensación de desapropiación de nuestros propios recursos, ilusiones, necesidades o deseos, y primando nuestra capacidad para encajar. Nos separa de lo que nos enciende y apasiona y nos pone en un modo de supervivencia que no necesariamente tiene que ver con crecer.

El cerebro humano es un órgano perfectamente preparado para resolver creativamente los problemas, con recursos más o menos limitados, y es un órgano cuya función es regir la vida física y psicológica y la adaptación al medio. De este modo, la rutina repetitiva de un día a día sin grandes variaciones ‘tensa’ la mente al igual que tensa a un corredor de velocidad ir a ‘trote cochinero’. La inacción, por lo tanto, la falta de retos, de estímulos, de aventura, como decíamos antes, coloca a nuestra mente, y por tanto a nuestro cuerpo, en una posición de vulnerabilidad agarrotada, de indolencia poco edificante de la que sentimos la necesidad de separarnos o, por lo menos poner distancia.

De ahí que, cuando alguien nos pregunta en esos momentos de inmovilidad lo que queremos, no sepamos muy bien qué responder. Casi nuestro cuerpo podría gritar: ‘¡Que pase algo, por favor!’, pero nuestra boca emite un cansado ‘no sé’; aunque quizá sería más preciso decir ‘no me acuerdo’, ‘lo di por perdido’ o ‘lo que quiero no tiene que ver con lo que hago’.

De una forma similar a como entendemos que el deporte nos viene bien aunque cueste, quizá nos viniera bien también entender que necesitamos hacer cosas nuevas para sentirnos vivos, para movilizar lo que nuestro cerebro ha movilizado a lo largo de milenios y que le da sentido: nuestra capacidad creativa para afrontar situaciones nuevas. Ojalá la vida no se reduzca a una serie interminable de reacciones a lo que nos sucede.