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Y de nuevo, el miedo


De un tiempo a esta parte parece que no nos libramos de esta emoción, una emoción que nos activa y prepara, nos predispone a algún tipo de acción; pero que también, al igual que todas las demás emociones, no puede quedarse en el cuerpo demasiado tiempo sin salir, en cuyo caso, generando un desgaste que termina afectando a la salud. Sí, vivir con miedo dentro mina la salud. Otras veces hemos hablado del miedo en estas líneas, y siempre apreciando su valor, como una emoción de protección cuando se da en relación con la realidad cercana o más o menos inmediata.

Sin embargo, cuando se instala en torno a fantasías catastróficas y recurrentes, esta emoción no encuentra la salida coherente en la realidad circundante y, por tanto, se queda a habitar en nosotros con sus signos activos pero sin poder movilizarse hacia una resolución adaptativa. Entonces, el miedo comienza a crecer alimentándose de sí mismo; y nos damos cuenta, se vuelve incontrolable, con sus signos pero sin poder usarlo para dar una respuesta.

En cierto modo, para notar que el miedo no nos secuestra, para desperezarnos de su viscosidad, debemos hacer algo con él, con la fuerza que nos imprime o, al menos, con la información que nos da que influya en el exterior. Sin embargo, ya sentirlo de por sí no es fácil, así que, a menudo, tratamos de reducirlo a una escala humana, no tan abrumadora, y transformarlo; lo convertimos en una experiencia más manejable o más permitida según el lugar y las condiciones que nos rodean. Quizá empezamos por evitar la palabra, por evitar ponerle ese nombre que ya de por sí da miedo; porque sentir miedo puede llegar a darnos miedo.

En particular si se trata de ese miedo que describía antes, el que se da en torno a las fantasías que tenemos, en torno a lo que imaginamos, puede parecer que este adquiere vida propia, que nos domina o invade más allá de la imagen interna que parece generarlo en un primer momento, propagándose a muchos aspectos de la vida.

Entonces cambiamos la palabra y lo llamamos ‘preocupación’, ‘inquietud’, ‘nerviosismo’, o ‘tensión’. Si aun así no podemos mitigar su crecimiento por dentro, podemos transformarlo un poco más y expresarlo en la forma de otras emociones para ver si así se consigue satisfacer lo que el miedo propone: ‘busca protección, pelea, huye, congélate… para salvar tu integridad’. En estos casos, por ejemplo, podemos convertir la tensión de la alerta en la tensión de la irritación, y de ahí al enfado y la hostilidad –‘no hay mejor defensa que un buen ataque’–. En ese caso, tirando de enfado repelemos una amenaza, mantenemos la sensación de control y de fuerza, lo que parece contrarrestar la profunda vulnerabilidad con la que nos conecta nuestro miedo.

Pero puede que hagamos algo distinto y nos mostremos tristes, abatidos, incapaces, sin recursos para sobreponernos a la amenaza imaginada, anulando aparentemente la fuerza que también da el miedo –recordemos que para huir o pelear hace falta mucha fuerza– y transmitamos esta indefensión, consiguiendo así la protección de otros, que sean otros los que usen su fuerza –y se pongan en riesgo– para protegernos y preservar así nuestra integridad. O puede que neguemos, tras una falsa ligereza e incluso banalidad, aquello que nos supone una amenaza por dentro, congelando de ese modo la vulnerabilidad y sus necesidades, y desactivando aparentemente la tensión en una útil y peligrosa negación en toda regla.

Todo lo anterior es más fácil, aunque no suene así, que afrontar el miedo y mirarlo a los ojos, que asumir nuestros límites y el peligro de vivir, o el desamparo en un sistema –una manada– que no protege. Sin embargo, como decía más arriba, solo mirarlo de frente y hacer algo con él hacia afuera, tener un plan –hablarlo, actuar físicamente, crear opciones nuevas, moverse…–, vehiculiza su fuerza y su sentido; y es entonces cuando el miedo nos libera, nos sirve.