08 MAI 2022 - 00:00h No te asustes Igor Fernández Pasado mañana tengo una entrevista. Es un trabajo que necesito. Después de dos años de pandemia llega la oportunidad que puede acabar con la precariedad. Pero…¿Y si no sé responder a lo que me pregunten? ¿Y si se fijan en que dejé mi anterior trabajo? No les puedo decir que ya no aguantaba más, van a pensar que no soy fiable… ¡Uf! De pronto estoy muy asustada». Y, a partir de ahí, nuestra amiga pasa la tarde entre las escenas más aterradoras que su memoria y su imaginación son capaces de crear para ella, influenciadas por el miedo creciente. Curiosamente, no recordará las veces que se entrevistó exitosamente en el pasado o lo insostenible de aquella situación que no pudo aguantar más; no. El miedo va a crecer a lo largo de la tarde y añadir un nuevo ingrediente que impedirá que duerma llegada la noche: la obsesión. El día siguiente, después de no haber dormido mucho y discutir con su pareja porque «su optimismo no la ayuda a prepararse», nuestra protagonista saldrá a comprar imaginando a un hipotético entrevistador hosco y confrontador, reaccionando a él en su fantasía con más temor e inseguridad, lo que va a convertir la entrevista en un infierno; se imagina a sí misma deseando que termine y con las manos sudorosas. Todo para demostrarse internamente, para cuando llega la hora de comer, que no la van a contratar de ninguna de las maneras. El miedo es una emoción natural, espontánea, genuina. De hecho, el miedo está diseñado para protegernos, no para torturarnos. Eso sí, tiene una manera curiosa de hacerlo: colocarnos en una especie de realidad virtual que nos hace vivir ‘como si’ lo peor estuviera sucediendo, para así obligarnos a movilizarnos de manera similar a como lo haríamos si fuera real. Nos da la opción de ensayar. El miedo no es el problema, el problema es la obsesión con aquello que nos da miedo o alguno de los aspectos de dicha situación. Cuando el miedo lo inunda todo, se convierte en algo así como una enorme caldera que necesita combustible regularmente para mantener su calor, a través de la selección de esas escenas terribles que se reproducen una y otra vez. Entonces sucede algo que hace que el sistema de prevención empiece a dejar de ser eficaz: la intensidad y acumulación de estas escenas puede nublar la disponibilidad de los recursos para afrontarlas, haciendo que estos desaparezcan de la evaluación de las posibilidades o se reduzcan tanto que resulten casi ridículos. Volviendo a nuestra viñeta inicial, nuestra protagonista puede ‘olvidarse’ de que ha atravesado situaciones parecidas con anterioridad, que tiene el apoyo de los suyos o que tiene la experiencia más que demostrada para el puesto. También puede olvidarse de que tiene capacidad para entablar una conversación espontánea, recursos creativos para encontrar respuestas en el momento de las preguntas sorprendentes, o capacidad para pedir aclaración si algo no lo entiende o no encaja con su experiencia. Sin embargo, la obsesión con la posibilidad –muy concreta– de un fracaso de una determinada manera (por ejemplo, con un entrevistador que la va a humillar), iba a mantener a nuestra protagonista ‘encerrada’ en ese escenario. Con un poco de suerte, para el final del segundo día, se hartará de estar aterrorizada, podrá pedirle disculpas a su pareja y conectar, charlar con unas amigas de las ganas que tiene de que vayan bien las cosas, incluso se animará a ir a clase de baile, lo cual había descartado por la mañana por la tensión que tenía. El resultado es que, a la hora de irse a la cama, habrá conectado de nuevo con quien ella realmente es, desactivando la obsesión, y recordando que tiene la capacidad, la experiencia y el apoyo; y que aquello que le da miedo es solo uno de los escenarios posibles, no una predicción del futuro. Habrá abierto puertas y ventanas, a la escena oscura le dará la luz y, a pesar de no negarla –lo cual también sería una insensatez–, habrá limitado su influencia, encontrándose de nuevo con su potencial.