22 MAI 2022 - 00:00h Circuito cerrado Igor Fernández Cuando tratamos de resolver un problema personal complejo, es habitual que nuestros pensamientos den bandazos por un tiempo, en una suerte de planteamiento de hipótesis-antítesis que puede convertirse fácilmente en un bucle. Estas encrucijadas, dadas las fuerzas adecuadas, tienen el potencial de paralizar a cualquiera. Y es que la mayoría de las veces, en el ámbito de lo personal, las cosas no nos suceden claramente, imponiéndose y modificando nuestro mundo interno de forma que solo nos deje una opción, una reacción y, por tanto, nos exima de duda. La cocción suele ser más lenta, y vamos planteando paralelamente escenarios mentales ante lo que anticipamos como una próxima toma de decisiones, lo cual, no es extraño que genere algún grado de temor al cambio de estatus. Cuando recreamos dichos escenarios futuros e hipotéticos imprescindibles para ir ensayando lo que vamos intuyendo, no los creamos aleatoriamente, sino que tenemos que elegir los ingredientes de la receta de esa creación nuestra, y habitualmente nos fijamos en lo que nos importa, extrayendo otros elementos que bien podrían también ayudarnos a tomar la decisión. La mente en esto es tendenciosa y nos va a poner a imaginar en una dirección, no en el amplio espectro. Por ejemplo, pensemos en que llevamos un tiempo sintiendo que la pareja que tenemos no parece funcionar, pero todavía no hay nada cristalizado por dentro, es solo una sensación. Si acaso, ‘sentimos’ que él o ella está con la cabeza en otra parte, pero nada más. Es posible entonces que, entre bambalinas, antes de tener un discurso claro que compartir con la persona, nos planteemos posibles explicaciones, pero de todas las posibles, prevalecerán aquellas que parecen más coherentes no con la ‘observación’ de que hay distancia, sino con el ‘temor’ de lo que ésta puede significar. En ausencia de comunicación directa, de pruebas o conversaciones aclaratorias, vamos a imaginar –para anticiparnos–, posibles escenarios donde el temor tenga sentido, y es ahí cuando aparecen las fantasías que más tarde nos harán sufrir, ya que tratan de dar sentido al temor y no necesariamente a la distancia. A veces nos saltamos el paso aclaratorio por vergüenza, porque puede parecer que la sensación es demasiado difusa en un momento inicial, que nos precipitaríamos si luego no hay nada, o que necesitamos acumular más pruebas de que algo pasa. Durante esa espera, la incomodidad se acumula, y con ella, el temor, como decíamos. Y es que, una vez llegados al punto en que el temor empieza a ser vivido, la rueda parece no ser tan fácil de detener, y al mismo tiempo, es importante recordar que lo que imaginamos ya en ese momento transcurre por el cauce del temor, que ya no estamos siendo objetivos. Nos cuesta en ese momento recular y convencernos de que no tenemos dotes adivinatorias –a veces nos enamoramos de nuestras propias fantasías que terminamos haciendo realidad en la mente–, y de que probablemente necesitamos dar un par de pasos atrás y centrarnos en esa observación, en ese momento en el que podemos compartir en lugar de tener que imaginar, preguntar en lugar de condenarnos fantasiosamente a un escenario terrible que solo trata de explicar el temor que ya tenemos. En otras palabras, si no somos conscientes de este proceso podemos crear un bucle de temor-fantasías atemorizantes-más temor-más fantasías… que nos lleve francamente lejos de la razón por la que percibimos a nuestra pareja distante. Y es que, si conseguimos mantenernos en el estadio previo, en esa observación, si no sucumbimos al temor o lo contextualizamos con algo así como «bueno, no sé todavía de qué va esto aunque esté asustada», probablemente no necesitemos entrar en pánico, podremos afrontar ‘lo que haya’, disponiendo algo más de nuestros recursos mentales para ello, y quién sabe, al final igual la distancia es solo cansancio, o que están preparándonos una sorpresa.