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Lo que siempre fue nuestro


La aparición de internet en nuestras vidas ha revolucionado el mundo, cambiando de forma íntima, rotunda y rápida modos y maneras de relacionarnos, de planificar, de compartir información y de gestionar la vida en general. Sin duda, el cambio social más notable a nivel global de las últimas décadas. Sin embargo, hay otro cambio más profundo, quizá coetáneo aunque menos visible, y es que las relaciones sociales ya no están marcadas exteriormente por un código moral que nos diga qué hacer y cómo.

Hace unas décadas, la influencia mucho más incipiente de la religión, las ideologías, y de la ética popular en la vida cotidiana, marcaba caminos más restrictivos y más claros en lo que a las interacciones y la vida social se refiere. Hombres y mujeres sabían qué se esperaba de ellos –con gusto o no–, padres e hijos, hermanos, ciudadanos en general, podían apoyarse en las normas no escritas de un protocolo social alicatado al punto de llegar fácilmente a la punición; con una vigilancia constante y un riesgo de permanencia de las transgresiones más allá de los hechos, en la honorabilidad o en la percepción social que podía convertirse en estigma. Cabían pocas dudas en el mundo de ‘lo que hay que hacer’.

Poco a poco, no sin esfuerzo, las personas de a pie nos hemos ido despojando de la carga de esas proyecciones normativas en nuestra vida cotidiana y, sobre todo, en nuestra vida íntima; esas normas que se nos iban metiendo bajo la piel y que terminaban convirtiéndose en censura propia y crítica preventiva, en vergüenza. La sensación de libertad, de autonomía y de empoderamiento creciente es innegablemente satisfactoria, un logro en toda regla. Y, al mismo tiempo, ahora la pelota está en nuestro tejado en lo que a organizarnos socialmente se refiere. De hecho, a veces da la sensación de que no hay más que pelotas botando de un tejado a otro, cada una con un tema de importancia social, a la espera de que encuentren su lugar.

Esta liberalización nos coloca, cada vez más, en un aún nuevo escenario –muchos, probablemente– en el que ya no miramos a una instancia ‘superior’ en busca de guía o restricción sino que nos vemos obligados, obligadas, a inventarnos cómo queremos hacer según qué cosas. Sin duda, en los estadios iniciales de cualquier cambio importante no es de extrañar que el folio en blanco se rellene con lo conocido y, no en los contenidos pero sí en las formas, quienes antes recibíamos las restricciones hoy nos podamos encontrar ejerciéndolas por pura familiaridad, con un discurso propio.

No es de extrañar la aparición de una temporada de ‘autoritarismos’ de signo contrario, aparentemente libres porque representan ‘lo opuesto’ pero aún dependientes de los viejos escenarios, términos y maneras por funcionar a base de negación, de reacción a estos. Así que, ¿adónde miramos? ¿Qué intentamos hacer si solo es cosa nuestra esto de llevarnos bien o mal, esto de entendernos o expulsarnos? ¿Y si esto se dirime en las distancias cortas antes que nada? ¿Y si ese futuro que queremos construir en el plano general empieza en el escenario íntimo de cada relación? Quizá soltar las cuerdas que atan no es el final del camino sino el inicio, y, como tal, necesitamos adoptar una mirada nueva, pero también responsable; no hacia esa instancia antigua que lo observaba todo desde ‘arriba’, sino ante nosotros mismos, nosotras mismas, y eso significa ante el otro –y es que ‘el otro’ soy yo visto o vista desde otro lado–. En un mundo interconectado más allá de internet, mucho antes de internet, es una necedad pensar que lo que yo hago con quienes comparto la vida no va a tener eventualmente un retorno sobre mí. Es en el contexto de la comunicación donde se darán los nuevos acuerdos, tanto los explícitos en forma de coordenadas como los implícitos en forma de valores. Y la comunicación no es el intercambio de datos, sino el intercambio de experiencias sobre esos datos. Vamos, lo que se hacía en las cavernas en torno al fuego.