11 JUIN 2023 - 00:00h La espera Igor Fernández En la película Parque Jurásico, la que cuenta la historia de un grupo de visitantes en un parque de atracciones poblado por dinosaurios, los científicos extraían el ADN de los animales extintos de un mosquito atrapado en la resina fosilizada de hace millones de años. Ese material vivo se había mantenido encapsulado a la espera de ese momento de vuelta a la vida; y, como sabrá quien haya visto la película, las cosas no salen muy bien finalmente. Esta imagen del mosquito encapsulado en ámbar es una estupenda metáfora de un proceso que las personas también realizamos dentro de nosotros mismos, de nosotras mismas. Solo que lo que encapsulamos no es un ser vivo, sino una vivencia –con todos sus componentes– que no pudo resolverse y que ‘espera’ inconscientemente el momento de vuelta a la vida, de que la historia se complete. A veces esa ‘cristalización’ se da, no ya por la vivencia en sí, sino por toda la elaboración posterior, en la que lo que cristalizamos es una idea o una creencia al respecto que se va a convertir en una guía restrictiva para la vida. Normalmente esto sucede al sentir que no hemos tenido el poder para oponernos a un trato que nos disminuyó, nos agredió o apartó. Cuando hemos sido la ‘víctima’ de un trato injusto, o incluso miramos al mundo en su totalidad y sentimos que la vida no es justa, desarrollamos al mismo tiempo una esperanza de reparar aquella situación que, después de un tiempo y en determinadas circunstancias, puede convertirse en una exigencia secreta, volverse espera. Por ejemplo, podemos pensar que nuestro sacrificio en algún momento tendrá una recompensa, que quien nos hirió recibirá su merecido o que, por fin, los hombres o las mujeres se darán cuenta de lo que valgo. Este tipo de anhelos son útiles para seguir tirando pero, por sí mismos, no dejan de ser un grito al mar, es decir, una expresión interna o externa de algo que llegamos a necesitar en algún momento, incluso intensamente pero que hoy nadie tiene la capacidad de darnos, ya que esa persona nunca podrá volver atrás el tiempo. Incluso aunque recibiéramos hoy lo anhelado durante tanto tiempo, no sería exactamente aquello, porque ‘aquello’ lo echó en falta una persona que fuimos pero que quizá ya no somos. Es habitual que, una vez que esa herida se convierte en seña de identidad, quedemos atrapados, atrapadas por nuestro pasado. Las personas que se enamoran de sus heridas –no aquellas a quienes les siguen sangrando–, que las abrazan como una ‘deuda permanente’ que el mundo tiene con uno, con una, sienten una insatisfacción constante incluso en las situaciones que podrían hacer que se olvidaran de ellas, en las nuevas oportunidades. Se frustran porque tienen que elegir entre su seña y la libertad de tener que responsabilizarse de crear algo nuevo. Porque sanar tiene un grado de deseo que es activo, no pasivo. El deseo de crear una nueva vida, una nueva relación, un nuevo comienzo, de escoger de entre lo nuevo que llega aquello que quiero para mí hoy y hacia el mañana, de explorar. El error que nos atrapa es pensar que curarnos depende de que otro haga algo sobre nosotros, no con nosotros. Porque, cuando le damos a alguien el poder de habernos dañado global e intensamente, solo esa persona tendrá el poder de deshacer lo hecho, y eso, en la vida en general suele ser poco habitual. Así que, si queremos seguir adelante con nuestras heridas y no pasarlas sin resolver a los que vienen detrás, más vale que estemos dispuestos a romper esa relación de constante espera que hace que perdamos oportunidades de crear nuestra propia cura. Porque, sorpresa, si no lo hacemos nosotros, nosotras (con ayuda de otros), no lo hará nadie, sufriremos ad eternum. Y, además, haremos trampa, y nos saltaremos la responsabilidad que todas las generaciones tienen de digerir lo vivido para crear un mundo mejor también para los que vienen detrás. Que los mosquitos que nos piquen no sean los mismos que picaban a los dinosaurios.