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Confusión


Hay una diferencia entre la sensación de incertidumbre, de desconcierto, y la confusión. Las primeras suceden al contrastar internamente lo que pensamos con lo que percibimos, y tener la sensación de que algo en nuestras predicciones falla, pero nada más. Lo que percibimos, normalmente encuentra su camino en búsqueda interna de sentido al coincidir, por así decirlo, con una experiencia previa que hemos tenido; por ejemplo, cuando dotamos de sentido a lo que vemos en un cuadro a partir de lo que conocemos de su autor. Si pasamos a la siguiente sala y alguien por error hubiera puesto un cuadro que no correspondiera, lo que conocemos del autor no encajaría con lo que estamos viendo, lo que no desconcertaría. También podría ser que en esa misma sala nos encontremos con una persona que nos habla en un idioma totalmente ajeno, del cual no entendemos ni una palabra, y lo que percibimos no entre en ninguna categoría; si, además su cultura también es ajena, los gestos puede que tampoco tengan sentido, lo cual nos sume en la incomprensión.

Sin embargo, cualquiera de estas experiencias podría ser contada como una anécdota en una comida con amigos, lo que implica que hemos sido conscientes del contraste de experiencias y de la diferencia entre la continuidad de quien soy yo y aquello que desconozco y que tanto me ha sorprendido. En otras palabras, por mucho que nos hable una persona a la que no entendemos o alguien se equivoque al colocar un cuadro en su sitio, no nos sentimos confundidos, confundidas, no desconectamos algo de nosotros.

No obstante, la cosa cambia cuando, por diversas razones, esa llamemos ‘incongruencia’ nos impacta en otro lugar, podríamos decir. Cuando esa incongruencia de la persona que soy hoy se parece a otra incongruencia intensa vivida en otros momentos del ayer, se nos mezclan las películas en la mente. En particular, si uno no tenía todavía capacidad suficiente para entender o relativizar lo que le pasaba. Los ruidos fuertes o las sensaciones bruscas asustan a un niño, pueden hacerlo miedoso a futuro, pero la incongruencia en las relaciones de las que depende, puede ser tremendamente sobrecogedora. En algunas ocasiones más intensas, el aislamiento de unos padres, la crítica a su persona o la impredictibilidad de lo que esperar del mundo de los otros, inician una alerta que exige un ‘cálculo mental’ para entender qué está pasando. ‘¿Qué estoy haciendo mal para no tener amigos?’, ‘¿Si hablo me gritarán o me reirán las gracias?’, ‘¿Por qué siempre me ignoran?’… Esa búsqueda desesperada de coherencia es inevitable para un niño porque se juega en ella la relación y, con esta, la fuente de satisfacción de sus necesidades. Se juega mucho en esa comprensión, lo que puede ser tan apabullante que el proceso se quede como inconcluso, se cierre en falso. En otras palabras, puede que, por mucho que lo intente, nunca llegue a saber con certeza por qué aita o ama actúan así, ni qué hacer para controlarlo. Incluso sin llegar tan lejos, todos tenemos en nuestra experiencia íntima la impotencia, la humillación o el miedo de otras épocas, y la infancia no es una etapa sencilla en estos términos para nadie.

La complejidad de estos vaivenes y la percepción de riesgo son tales que a veces superan con mucho la capacidad del niño o la niña –como adultos tampoco entendemos estas situaciones a menudo–, al punto de que le hacen incluso dudar de sus percepciones, o, de forma ‘mágica’, resolver sus dudas con un ‘debe de ser culpa mía’. Como adultos no solemos recordar las innumerables situaciones de impotencia infantil, ni cómo hicimos para superarla, solemos perderles la pista y solo solemos recordarlas cuando sucede algo inesperado como que alguien querido nos trate mal incomprensiblemente, o cuando nos ignoren de pronto en el trabajo. Y, aun así, lo que recordamos es la niebla, la tensión o el miedo a relacionarnos. La fragilidad de un adulto no es como la de un niño pero entre ambos hay un hilo conductor también en la confusión.