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Medir la desmesura

Sinfonía n. 8 en Mi b Mayor ‘de los Mil’ de G. Mahler. Donostia, Auditorio Kursaal. 18/08/2023. Quincena Musical. 

La grandiosa octava sinfnía de Mahler, en la versión dirigida por Robert Treviño. (MUSIKA HAMABOSTALDIA)

Elenco: Sarah Wegener (Magna Peccatrix), Mojca Erdmann  (Poenitentium), Miren Urbieta-Vega  (Mater Gloriosa), Justina Gringyte (Mulier Samaritana), Claudia Huckle (Maria Aegyptiaca), Aj Glueckert (Doctor Marianus), José Antonio López (Pater Ecstaticus), Mikhail Petrenko (Pater Profundus).

Orfeón Donostiarra, Jon Urdapilleta, director de coro invitado. Orfeón Pamplonés, Igor Ijurra, Director de coro. Easo Eskolania, Easo Gazte Abesbatza, Gorka Miranda, Director de coro.
Euskadiko Orkestra, Orquesta Sinfónica de Navarra. Robert Treviño, Director.

La octava sinfonía de Mahler es, indiscutiblemente, grandiosa, monumental y desbordante. Ahora bien, hay dos formas completamente opuestas de encarar esta obra, semejantes a la forma de enfrentarse a una ola inmensa e imparable: rendirse al paroxismo y dejarse arrastrar, fundirse con ella y fluir hacia donde nos lleve –rezando por no naufragar…–, o luchar contra esa fuerza de la naturaleza, aproar la nave, agarrar fuertemente el timón y salir a su encuentro –… rezando por no naufragar–.  

Dejando a un lado lo correcto en términos náuticos, y teniendo en cuenta que en música la posibilidad de naufragio es real, pero no física, Robert Treviño se decidió por esta segunda opción, intentando en todo momento sujetar, en la medida de lo imposible, volúmenes, dinámicas y tiempos.

Fue su versión meditada, coherente, racional y tenaz, intentando controlar tanto la masa orquestal como la coral. Lo consiguió con éxito relativo, y, en los pasajes donde lograba un mayor control, el resultado no siempre era del todo satisfactorio, pero Treviño mantuvo idea y concepto con coherencia de principio a fin de la obra.

Esta férrea tenaza de Treviño se percibió en el primer movimiento, principalmente, en el control de volúmenes. Evidentemente, el nivel acústico de 400 personas en plena apoteosis musical siempre será extraordinario y sobrecogedor, pero no llegó a ser atronador en ningún momento –¿debería haberlo sido? Obviamente no, no necesariamente, pero, cuando uno ve unos buenos fuegos artificiales, quiere sentir cómo le tiemblan los empastes–. Los tempi, muy sujetos, ayudaron a evitar el desparrame, al menos parcialmente, pero la segunda parte –que Mahler concibió mucho más comedida en sus excesos, más serena–, guardando coherencia rítmica con respecto a la primera, se vio algo perjudicada, con algunos tiempos forzadamente estirados, difíciles de sostener.

Con Treviño más pendiente del control que de otras cuestiones musicales internas, todo el denso juego contrapuntístico de la primera parte se percibió algo confuso, con poca claridad temática, pero formidable en su inmensidad. La segunda parte, más lírica, permitió delicados pasajes sotto voce, así como la oportunidad de apreciar las voces solistas, que en el maremágnum del primer movimiento habían pasado más desapercibidas.

La orquesta –las orquestas–, si bien no habían tenido tiempo en esta breve colaboración de elaborar un sonido propio y bien asentado, tocaron con empaste, brío y buena sinergia. Muy destacable la perfecta sincronización de ambos timbaleros, así como la fabulosa participación de la sección de metales –incluida la fanfarria que tocó desde la rampa lateral derecha–, con un timbre magnífico, brillante, pero en ningún momento estridente.

Ambos orfeones estuvieron fabulosos, exhibiendo un sólido trabajo de ensayos. Por supuesto, siendo puntillosos, se podrían decir muchas cosas, pero esta obra tiene una dimensión coral, una densidad musical, unas dificultades técnicas y una exigencia tanto vocal como emocional, que cualquier pequeño pero sería, claramente, una injusticia.

Y en cuanto al Easo, es de rigor alabar, sin ningún tipo de mesura, la delicia de su color, la frescura de su timbre, lo ajustado de sus intervenciones, la profesionalidad de su actuación y la madurez de su saber estar. Sin ningún género de dudas, uno de los dos máximos de la velada.

El otro fue la breve y muy esperada intervención –casi al final de la obra– de la soprano local Miren Urbieta-Vega como Mater Gloriosa, en una aparición en la rampa lateral izquierda rayana en lo celestial, envuelta en una cálida luz que no hizo, sino realzar el vuelo de su voz redonda, mórbida y tersa.

En cuanto al resto de solistas, la soprano Sarah Wegener como Magna Peccatrix defendió su participación con una voz poderosa, capaz de capear con soltura –y muy buena nota– las endiabladas exigencias vocales que escribió Mahler para este papel en el primer movimiento, así como una intervención dulce y casi angelical en el segundo. Mojca Erdmann interpretó a la Poenitentium con una voz sin aristas, clara pero con cuerpo, excelente fraseo y capacidad expresiva. La mezzosoprano lituana Justina Gringytė en el rol de Mulier Samaritana cantó con voz grávida y llena, con ese hermoso color que tanto gustaba a Mahler, y una notable interpretación. La contralto británica Claudia Huckle cantó el rol de Maria Aegyptica con voz grande y de colocación atrasada, de personalísimo color y facilidad para el agudo.

El tenor Aj Glueckert como Doctor Marianus mostró una voz ligera, de agudo heroico y timbre claro y brillante. Los excesos del primer movimiento no permitieron disfrutarle en su justa medida, pero la segunda parte dejó escuchar su bella línea de canto y su atenta dicción. El barítono José Antonio López, que ya había tenido una destacable actuación unos días atrás con la novena de Beethoven, interpretó al Pater Ecstaticus con elegancia, aportando sus dotes de buen liederista a su participación y saliendo airoso de los comprometidos agudos de su partitura.

El bajo –mucho más barítono que bajo– Mikhail Petrenko fue el más desigual de todos los solistas, cantando el difícil papel de Pater Profundus con muy poca profundidad –discúlpenme el recurso fácil–, escasa amplitud de registro y expresividad forzada, un rol que no ajusta a su vocalidad.

Mahler y su titánica octava terminaron la velada en una gran pero parcialmente contenida apoteosis final. Colosal, sin duda; excesiva en sus afectos, también; pero una versión la de Treviño que quedará para el recuerdo.