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LA VOZ QUE DESPIERTA en el hexágono

Los asiáticos franceses, en pie contra el racismo

El pasado 26 de marzo un ciudadano chino de 56 años de edad murió de un disparo de la Policía cuando se hallaba en su propio domicilio y en presencia de sus hijas. Las versiones se contradicen y una ola de protestas se ha desatado para exigir justicia. La comunidad asiática del Estado francés se ha movilizado y, frente al discurso del odio al diferente, envía un mensaje claro: los tiempos han cambiado.


Domingo noche en la Cité Curial, un enorme complejo de edificios del distrito XIX de París. Tres agentes de la brigada anticriminal de la Policía acuden a la puerta de la familia Liu por las quejas de un vecino. A partir de entonces las versiones se contradicen. La oficial dice que al abrir la puerta el señor Liu llevaba unas tijeras de cocina en la mano e intentó clavárselas a uno de los agentes en el pecho. En respuesta a la agresión y para proteger a su compañero, otro de los agentes disparó y acabó con su vida. Los agentes iban equipados de chalecos antibalas y la muesca que muestran como prueba del ataque es apenas un rasguño en la equipación. La otra versión es la de las hijas de la familia, que estaban presentes cuando la Policía mató a su progenitor. Según ellas, su padre estaba cocinando, de ahí que llevara en la mano las tijeras, y cuando sonaron los portazos fue a abrir. La Policía entró y disparó directamente contra él. Todo ocurrió en apenas unos segundos.

La cólera estalló en la comunidad de origen asiático residente en el Estado francés. En los días siguientes a la muerte de Shaoyo Liu se convocaron manifestaciones a las puertas de la comisaría del distrito. Las protestas acabaron por enfrentar a uniformados y manifestantes, en su mayor parte de origen asiático, y se saldaron con 35 personas detenidas por desórdenes públicos y atentado a la autoridad. Hubo también homenajes en la Place de la République coincidiendo con el primer aniversario del movimiento de los «indignados» franceses, la Nuit Debout. Los manifestantes no solo expresaban su rechazo a la actuación policial sino que trataban de visibilizar un problema de base del que casi no se habla: el racismo contra la comunidad asiática. Poco importa si se ha nacido en Marsella o en Guangzhou, tener los ojos rasgados es sinónimo de desigualdad.

Incluso Pekín se ha pronunciado sobre el asunto a través de la portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores, Hua Chunying. Dos días después de la muerte de Shaoyo Liu compareció ante los medios para anunciar que su Gobierno había exigido a las autoridades francesas «que se establezca la verdad de los hechos lo antes posible y se tomen medidas concretas y efectivas para la protección y seguridad de los ciudadanos chinos en Francia». También se reclamó al Estado francés que «tratara de manera razonable la respuesta de los ciudadanos chinos» en referencia a la represión de las manifestaciones.

Pero este no es un episodio aislado. El año pasado a Zhang Chaolin, otro ciudadano chino, lo mataron en un intento de robo mientras paseaba junto con dos amigos. El crimen se produjo en Aubervilliers, una ciudad de la periferia norte de París con alta densidad de población extranjera. Allí hay bandas de ladrones especializadas en robar a ciudadanos de origen asiático, ya que piensan que se trata de blancos fáciles que siempre llevan dinero encima. Los atracadores robaron la mochila a uno de los amigos de Zhang Chaolin y a él le dieron una patada en el esternón que lo tumbó en el suelo. Al caer, se golpeó la cabeza en la acera y, tras cinco días en coma, falleció.

Un racismo invisibilizado. «El problema llega cuando prejuzgas a una persona con una serie de estereotipos ligados a su pertenencia étnica. Este es un mecanismo de racismo que tiene consecuencias: la acción que voy a llevar a cabo nace de un prejuicio sobre el otro por pertenecer a una etnia claramente definida. Los ladrones piensan que llevamos mucho dinero encima y por eso nos roban». Son palabras de Olivier Wang, agregado comercial en el Ayuntamiento del distrito XIX de París y uno de los fundadores de la Asociación de Jóvenes Chinos de Francia. En las elecciones municipales de 2014 se presentó en las listas electorales del distrito con la candidatura que encabezaba Anne Hidalgo, actual alcaldesa de París. Olivier llegó al Hexágono clandestinamente a los 6 años. Hoy tiene 32 y es abogado, se siente tan francés como chino. Con sus padres habla en chino, a nosotros se dirige en perfecto francés.

Olivier Wang insiste en que existe también el racismo cotidiano. «Voy a un bar con un amigo francés, francés blanco, y según entro el camarero me dice ‘Lo siento, aquí no tenemos palillos’ y todo el mundo se ríe. Mofarse de nosotros debido a nuestro origen es algo generalizado y llega un momento en el que ya duele». Uno de los criterios para medir la integración es la exogamia en el matrimonio, es decir, que los pertenecientes a una comunidad se casen con personas de fuera de la comunidad. Las cifras del Ministerio del Interior francés hablan de un 54% de endogamia entre la población asiática, lo que supone el nivel de integración más bajo de entre las comunidades extranjeras. Otra de las formas en que se manifiestan estos prejuicios es a la hora de acceder a la vivienda, una de las tareas más difíciles en una ciudad con altísima densidad de población como París: «He visto mucha discriminación por razón de orígenes. Hay prejuicios como que los chinos serán más sucios, que traerán a vivir a toda la familia al apartamento...»

Estos prejuicios fueron los que llevaron a Hélène Lam Trong, periodista de origen vietnamita, a movilizarse para dar visibilidad al problema. Por eso hace unas semanas grabó un vídeo que ha sido visto por más de un millón y medio de personas en las redes sociales. En apenas un minuto varios franceses de origen asiático explican las discriminaciones a las que se ven sometidos en el día a día, para acabar llamando a cambiar el futuro. Nos explica la motivación que le llevó a embarcarse en este proyecto: «Centrarse simplemente en transmitir el mensaje más básico: existimos».

Hélène Lam reconoce que no ha sufrido nunca racismo, probablemente debido a que su físico no delata su origen. Sin embargo, sí que lo ha visto hacia su padre cuando era pequeña: se reían de su acento o de su apellido, a veces le insultaban. «Luego como adulta y periodista he visto cómo existe una ‘liberación’ de los ataques verbales racistas contra la comunidad asiática: Bromas sobre el carácter que se perpetúan, observaciones, apodos que se dan a los asiáticos».

Lo importante es conocerse. Aunque Hélène no sabe cuál es la solución sí que tiene algo muy claro y es que el racismo termina cuando la gente se conoce. «La gente se cierra sobre sus propias especificidades y empieza a odiar al chino o al árabe hasta que un día hablan con ellos y se dan cuenta de que tampoco somos tan diferentes. Eso es el racismo, que la gente se deteste sin llegar a conocerse nunca. Durante la Guerra Fría los occidentales odiaban a los rusos, Sting hizo entonces una canción ‘Russians’ en la que decía algo muy simple: los rusos también aman a sus hijos».

La periodista también advierte sobre los prejuicios positivos, que en su opinión «no dejan de ser parte de la injusticia y la desigualdad del racismo. Muchas veces hay una especie de competición entre los inmigrantes que categoriza a unos como mejores que a otros. Para empezar, hablar así resulta escandaloso, pero sobre todo cuando alguien dice que los asiáticos son inmigrantes modelo porque son trabajadores, no protestan... ¿Qué quiere decir esto? ¿Quiere decir que el buen inmigrante es el que no se queja, al que no se ve?». Parece como si los jóvenes la hubieran escuchado y estuvieran dándole la vuelta a la tortilla.

Olivier Wang participó en las manifestaciones que siguieron al asesinato de Shaoyo Liu. Opina que lo novedoso es que se ha cruzado una línea, porque esta vez los jóvenes de origen chino protestaron de forma violenta lanzando botellas a la Policía y quemando coches. «Esto es extremadamente raro. Nuestros padres nunca habrían hecho eso, pero los jóvenes sí, porque también son franceses y ya lo vimos el año pasado durante las manifestaciones contra la reforma laboral, que siempre acababan con escenas violentas. No es más que el modo francés de manifestar la cólera». De la treintena de personas detenidas aquella noche, todos eran jóvenes de origen asiático y ninguno tenía antecedentes policiales. «Esto solo demuestra que ahora somos más franceses que hace dos años».

La amalgama de generaciones. Las estadísticas étnicas están prohibidas por la ley, de modo que no existe forma de saber exactamente el número de asiáticos residentes en el Hexágono. Sin embargo, se manejan como cifras oficiosas entre 600.000 y 700.000 personas de origen asiático residentes sobre el territorio estatal, casi un 1% de la población. Las migraciones han llegado en varias oleadas, desde el éxodo masivo de la población del Mekong a finales de los 70 hasta la actual migración de origen chino y de carácter económico. Según los datos del Ministerio de Interior, a día de hoy un cuarto del éxodo que llega a la Unión Europea tiene origen en Asia Pacífico. En el Estado francés la afluencia china se dobló entre 1999 y 2007, mientras que los provenientes del Mekong descendieron, probablemente debido al fallecimiento de muchos de los que habían llegado en los 70. Las generaciones se suceden y los que llegaron hace más de cuarenta años tuvieron hijos y nietos en el país que los acogió. Algunos de ellos ya solo hablan francés y apenas conocen las historias de sus abuelos sobre la guerra. Otros, no por ello menos franceses, siguen compartiendo la cultura de sus ancestros.

Élodie es de origen camboyano y regenta un salón de estética en un pequeño barrio asiático al este del distrito XVIII. Su familia huyó de Camboya en 1976 bajo amenaza de muerte de los Jemeres Rojos. Para llegar a la capital gala y encontrarse con una de sus hermanas, su madre tuvo que atravesar la selva hasta la frontera tailandesa y pasó varios meses en un campo de refugiados de las Naciones Unidas. Cuando consiguió el estatus de refugiada pudo llegar a París, donde reside desde entonces. Hoy, 41 años después, mantiene ese estatus y la vivienda social que le proporcionó el Estado. A sus 78 años, la señora Zhang, que apenas chapurrea el francés, no para de sonreír. El único momento en que su rostro se tuerce es cuando habla de Camboya: «No quiero volver, los mataron a todos». Su hija Élodie, que sí tiene la nacionalidad francesa, huyó unos años antes que su madre. Nos explica que «no nos quedan raíces en nuestro país. Nuestro país es este, porque después de la guerra todo quedó destruido». Ambas insisten en lo agradecidas que están a su país de adopción por haberlas acogido, por haber educado a sus hijos y por haberles ofrecido una nueva oportunidad.

Relación perdida con los orígenes. Mientras algunos guardan una estrecha relación con su cultura de origen, otros la han perdido completamente. Catherine Coat nació en Vietnam y a los cuatro meses sus padres la recogieron de un orfanato y la trajeron a Bretaña. Cuenta que en aquella época no era tan común adoptar, y menos en provincias. Al principio en la escuela no entendían por qué era diferente físicamente y se reían de ella, pero un día su profesora puso en clase documentales sobre Vietnam y música popular para que supieran de dónde venía. Desde entonces nadie se burló de ella. Tampoco recuerda ninguna agresión racista, salvo quizás una vez el año pasado que le robaron el bolso precisamente en la periferia norte de París. Con 22 años, se dedica al diseño gráfico de efectos especiales en una céntrica compañía parisina. Nos confiesa que «a veces tengo la impresión de no ser asiática». A pesar de ello dice que «cuando voy a una fiesta y encuentro algún asiático me alegro mucho y enseguida voy a hablar con él». Lo único que recuerda de Vietnam son los dos viajes que realizó hace pocos años con sus hermanos, también adoptados pero de origen chileno. Es allí donde se sintió como extranjera, ya que la gente no comprendía que no hablase vietnamita.

Las generaciones se suceden y se mezclan entre ellas. Hay tantas historias y sensibilidades como asiáticos en el país. Pero algo está ocurriendo con la población más joven, algo que no había pasado hasta ahora, un despertar. Hélène Lam, la periodista, vuelve sobre este asunto: «La primera generación, la de nuestros padres, sí que era más discreta, y si nunca hizo ruido ni se defendió contra el racismo fue porque se sentía en deuda con Francia, que les acogió con los brazos abiertos. Ellos eran en su gran mayoría refugiados, no llegaron como mano de obra para las fábricas, como sí que ocurrió con otras oleadas de migración. Estaban tan agradecidos que, aunque fueran víctimas de injusticias, no se sentían con derecho a quejarse. Los jóvenes no tienen ese problema: cuando has nacido aquí da igual el origen de tus padres, no tienes ni más ni menos derechos que los demás. Por eso no dudan en expresar su cólera cuando están cabreados, y si se les trata mal no dudan en decirlo. Y eso es básicamente lo que está ocurriendo, es una cuestión generacional».

Lo que está en juego en este momento en el Estado francés es el papel de los inmigrantes. Durante mucho tiempo se pensó que cuando un extranjero llegaba debía dejar a un lado su cultura de origen para abrazar la cultura francesa. Sin embargo, existen evidencias de todo tipo de que este modelo no ha funcionado. Hélène Lam nos recuerda, en referencia a su propio padre, que «se les dijo que si querían ser franceses debían abandonar su cultura; hubo muchísimos que se apuntaron al juego, pero que no han obtenido nada a cambio. Nadie les ha hecho un hueco».

Mientras el Frente Nacional denuncia el comunitarismo, la realidad es completamente diferente. Los inmigrantes vuelven a sus culturas originales sin dejar de compartir los valores de la República. De hecho, los hijos de segunda o tercera generación están volviendo a aprender la lengua de sus países de origen. Las diferentes asociaciones organizan cursos de lengua, jornadas temáticas, programas de apoyo a jóvenes, talleres gastronómicos y cualquier actividad que sirva para crear un nexo de comunidad cultural. Sus aspiraciones no son nada complicadas de entender: lo que buscan es que se les reconozca y se les respete. Olivier Wang lo resume así: «Yo soy 100% francés y 100% chino».