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PSICOLOGÍA

Derechos


En una sociedad cada vez más competitiva, la tensión para lograr aquello que antes fluía, hoy parece aumentar. El trabajo, las relaciones, el futuro, nuestra autonomía, siempre han sido preocupaciones que nos han acompañado pero cada vez más parecen sufrir un incremento por la sensación de inestabilidad circundante. Y no es de extrañar que estas preocupaciones generen un cambio en nosotros, como individuos y colectivamente, ya que ante situaciones de estrés, parece ganar fuerza una adaptación más conservadora, más rígida ante las cosas que están en el aire.

A medida que las presiones aumentan por fuera, nos peleamos por defender y no perder, o por ganar, derechos que nos han pertenecido por distintas razones y que asociamos con nuestra vida como ciudadanos. Sin embargo, al mismo tiempo hay otra serie de derechos, digamos emocionales, mentales, íntimos, que nuestra cultura ha violentado de algún modo y que hoy no defendemos con la misma vehemencia. Probablemente porque no siempre nos involucra y porque a menudo tratan de una vulnerabilidad que tratamos de esconder. Entonces poco a poco dejamos de tenerlos en cuenta a favor de lo práctico, lo inmediato y lo «productivo». Y es curioso cómo ante estos derechos podemos ser defensores de los propios y ajenos o represores. El derecho al error es uno de ellos. En nuestra sociedad, fallar es considerado por lo general como un acto propio de debilidad, de ignorancia o de dejadez.

Para quien mira con estos ojos de juicio al otro, asume que el entorno de ese otro debe ser controlado por él o ella –cada uno en lo suyo– y por tanto debería conocer las reglas que operan en dicho contexto, por lo que si sucede un fallo, es una demostración de que algo «no se domina». No necesariamente hay que entrar en contextos laborales, no se trata de dominar una materia o una profesión, cualquier actividad está sujeta a este tipo de crítica.

Y la lástima es que con ese derecho reducido a fallar por circunstancias personales, también nos queda limitado el derecho a aprender de dichos fallos, o más ajustadamente, el derecho a aprender de dichos intentos. Cuando internamente no defendemos ante nosotros mismos el derecho a fallar en aquello en lo que estamos involucrados, sucumbimos a un tipo de presión que se convierte en muchos casos en una crítica feroz para hacer las cosas perfectas, o traducido, «como hay que hacerlas», incluso cuando no sabemos cómo o independientemente de las circunstancias del error.

Otro de estos derechos es el derecho a nuestro propio ritmo. Amparados en la objetividad, quienes de nuevo observan al otro con ojos de juicio, parecen hacer su propio cálculo sobre cómo y cuándo debería el otro terminar, afrontar o resolver una u otra cuestión, negándole las singularidades del manejo de la propia vida. Sin embargo, si nos acercamos podemos darnos cuenta de que a dicha persona puede funcionarle mejor o peor lo que está intentando, e incluso su inacción cuando sucede, pero todo ello tiene una razón de ser relevante desde el punto de vista de dicha persona. E incluso cuando el otro admite que lo que viene haciendo no es la mejor opción, no es de extrañar que la premura se dispare entonces, empujando a ejecutar el cambio «ya».

Sin olvidar el derecho a la pasión, a apasionarse con actividades, relaciones, etcétera, que sean satisfactorias, y que cubran las necesidades propias de una manera privada y a veces difícil de entender desde fuera. Y estos derechos evidentemente son solo unos pocos de una lista larga, y todos ellos nos pertenecen desde el primer momento de vida, cuando ya traemos una manera de estar en el mundo que merecemos sea respetada.