19 JAN. 2020 PSICOLOGÍA Sinceridad vs. respeto IGOR FERNÁNDEZ Sencillez, veracidad, modo de expresarse o de comportarse libre de fingimiento; por un lado. Miramiento, consideración, deferencia; por otro. Estas dos definiciones que da el diccionario de la RAE a las dos palabras del título, conviven en nuestra manera de actuar de forma alternativa, en función de las circunstancias. Y es que, a veces nos preguntamos: ¿Debería decir lo que pienso o eso sería una falta de respeto? Otras veces nos da un poco igual la consideración o el miramiento y dejamos que esa libertad sin fingimiento abandere nuestras ganas de agredir al otro con nuestras palabras –«El problema que yo tengo es que soy muy sincera»–. Sea como fuere, saber cuánto es suficiente de una y de otro para que las relaciones sociales estén ajustadas y sean fluidas no deja de ser un dilema. Hay personas que deciden ir con la verdad por delante cueste lo que cueste, y eso que desde bien tempranito la mentira social demuestra tener su beneficio. Tiene su beneficio no decir constantemente todo lo que se nos pasa por la cabeza, en primer lugar porque habrá ocasiones en las que alguno de esos pensamientos no estén acertados. Para empezar, porque estemos equivocados, hayamos leído mal la situación o estén tintados de una emoción y sean reactivos –decir cosas en caliente, que se llama popularmente–. En primer lugar, por no atraparnos en nuestras propias limitaciones conviene “guardarse” el juicio inmediato. Para seguir, si no medimos lo que decimos o cómo lo decimos, tampoco vamos a calibrar el impacto en el otro, lo cual implica que no vamos a regular nuestro mensaje, corriendo el riesgo de que sea rechazado u omitido aunque a nosotros nos resulte valioso. Si imponiendo nuestro juicio “sincero” estamos menospreciando al otro de algún modo, puede que nos quedemos a gusto, pero es probable que el menosprecio sentido pese más en la escucha de nuestro interlocutor que el valor último de nuestro mensaje. Y es que la comunicación es esencialmente o principalmente relacional, es decir, lo primero a lo que damos importancia al comunicarnos es el nosotros. Antes de escucharnos necesitamos estar incluidos, y por tanto, ser respetados en nuestra forma de ser y ver el mundo. El primer cometido a la hora de establecer un diálogo que sirva realmente de algo es el de tomar en consideración a la persona con la que queremos hablar, considerarlo como un interlocutor emocionalmente igual a nosotros. Y ahí entra en juego el respeto, que implica necesariamente una cierto grado de humildad, de autocrítica. Quiero decir con esto que, para mantener una actitud de respeto hacia el otro, en primer lugar tenemos que admitir nuestros límites, tanto perceptivos, como emocionales, cognitivos, etc. La diversidad del otro no es un rasgo mejor ni peor que los nuestros, no tenemos que hacer nada con ella, por muy sinceros que nos creamos, por muy útil que creamos que es lo que tenemos que decir. El otro, simplemente es el otro. ¿Quiere eso decir que, como somos diferentes, no tenemos nada que decirnos? Ni mucho menos. Respetarnos supone implicarnos, y esto es relevante tanto cuando tomamos las precauciones necesarias con la soberbia de nuestros juicios como cuando tenemos que decir lo que pensamos o sentimos para fortalecer, ajustar o cambiar la relación en una línea deseada. Y, aunque nuestras intenciones puedan ser loables, respetarnos implica también asumir el riesgo de nos ser entendidos, de ser malinterpretados o, simplemente, que no nos escuchen. Hablar con respeto y sinceridad también implica asumir esta posibilidad. Es su derecho y su libertad. También es el nuestro decidir lo que hacer a continuación si lo que tenemos que decir y queremos que se escuche es algo capital para nosotros. En definitiva, las relaciones se mantienen fuertes en este baile, abriendo los canales de la implicación y asumiendo el riesgo de que, haciéndolo, se cambien a sí mismas.