05 AVR. 2020 Derecho a reparar La importancia de dar una segunda vida Nos animan a deshacernos de nuestros trastos antiguos y obsoletos. No tienen arreglo, a la basura y a comprarse uno nuevo. Te lo compras, pero no puedes repararlo tú mismo, están diseñados para hacer eso casi imposible, faltan instrucciones y piezas de reparación, solo te queda el servicio oficial técnico, pasar otra vez por caja. Es la epidemia del consumo desmedido, del modelo de crecimiento lineal del «comprar, usar y tirar» que ha llegado a su límite. Pero hay alternativa, el movimiento y las legislaciones por el derecho a reparar están tomando impulso. Reparando lo que aún tiene vida, reducimos residuos innecesarios, invertimos en una economía circular donde la reparación sea un sector dinámico y apostamos por que primero sea la gente y, ante todo, el planeta. Mikel Zubimendi No hace tanto tiempo, digamos hace treinta años, las televisiones, las cafeteras o el dobladillo de una falda solían arreglarse. En los pueblos de Euskal Herria había tiendas que te reparaban las teles, abundaban las modistas y los zapateros. Hoy apenas sobreviven, la mayoría de esos productos van a la basura. Te compras un iPhone, se le rompe la pantalla y te dicen, «¡Ene! Esto tiene un arreglo difícil, mejor cómprate uno nuevo». Pasa también con muchos de los nuevos coches, que hoy tienen tanta electrónica como mecánica, multitud de funciones digitalizadas; debes ir al servicio técnico oficial, sí o sí. Difícilmente puedes arreglarlo tú mismo, o en el taller de tu elección, no tienes ni el esquema para el diagnóstico, ni las instrucciones, ni las piezas de reparación para ello. Las compañías utilizan sus poderes para hacerte las cosas más difíciles. Cada vez más productos vienen con restricciones que impiden que puedas mirarles las tripas, modificarlos a tu gusto, repararlos y reutilizarlos, incluso a que puedas contratar a alguien de tu confianza para hacerlo. Algunos incluso vienen con contratos y licencias obligatorias que interfieren en tu derecho de revender tu producto, por el que has pagado un buen dinero que tanto te ha costado ganar. Y suele ocurrir con ciertas compañías de electrónica que, si el propio fabricante no te arregla tu teléfono inteligente o tu consola, te anula la garantía del producto. ¿Si no puedes repararlo, realmente te pertenece? Antes era obvio, los mayores enseñaban a los jóvenes en el garaje de casa reparaciones básicas para el coche, en los hogares había una máquina de coser y la ropa se zurcía, dar una segunda vida a los electrodomésticos de cocina, muebles, radios o lámparas que fallaban prematuramente era lo normal. Ahora no. Compras un producto certificado por un gigante tecnológico pero no tienes el derecho de repararlo tú mismo. Las grandes corporaciones han preferido guardar el monopolio sobre ese derecho porque les reporta una parte muy importante de sus beneficios, porque es un negocio multimillonario. Nos dicen que solo ellas son competentes y fiables, aunque sea más caro para el consumidor, que los otros talleres de reparación, sea el amigo paquistaní que tiene a la vuelta de la esquina una tienda de reparaciones de móviles o el garajista del barrio de toda la vida, violan sus patentes y el copyright. Es frustrante. Y ocurre a menudo. Compras un nuevo accesorio y justo antes de que la garantía expire, deja de funcionar. Sus partes no pueden ser separadas porque vienen de diseño pegadas entre sí, no hay suministro de piezas de reparación o no traen instrucciones para hacerlo. No puedes repararlo tú mismo y no puedes buscar a nadie más que te lo haga por un precio decente. Y claro, al final, en la mayoría de los casos ya se sabe a dónde va: a una montaña gigantesca de residuos. Y vuelta a pasar por caja. Antídoto al consumo desparramado. Además de frustrante, es un abuso, una incoherencia con el liberalismo del que tanto alardean las grandes corporaciones y sus apóstoles políticos. Un mercado independiente y libre para poder reparar y reutilizar es más efectivo y mucho mejor para los consumidores. La reparación ayuda a crear trabajos a escala local, da más opciones al consumidor, reparar y reutilizar ayuda a reducir los residuos de los productos electrónicos. Es un acto de libertad de elección, es ahorro, inversión en economía circular y de proximidad, y sobre todo, como antídoto del consumo desparramado, de la cultura del usar y tirar, es invertir en el medio ambiente, en la salud del planeta. Esa libertad es esencial para el crecimiento y la creatividad de la economía. Pero las cosas están cambiando en los últimos años, a ambos lados del Atlántico. Una revolución tranquila que combate ese modelo lineal de crecimiento se está abriendo paso. Va tomando forma un movimiento que se rebela ante la obsolescencia programada de la mayoría de productos actuales, que busca hacer más accesible y asequible la reparación y reutilización, asegurándose de que los estándares de los productos sean mejores, con instrucciones claras que lo permitan y con un diseño que lo haga más fácil. Son reivindicaciones básicas y de sentido común. Tenemos derecho a tener acceso a la documentación, al software, a tener protección legal para arreglar nuestros productos o a que lo haga alguien de nuestra confianza. Derecho a un acceso justo a las partes y herramientas, incluido al diagnóstico. A la capacidad de desbloquear y modificar el software requerido para operar nuestros productos. Y a revenderlos sin gravámenes. Además, a obligar a los fabricantes a que integren el diseño en unos principios de reparación y reciclaje durante el proceso de producción. De la automoción a la electrónica. El «derecho a reparar» es una reivindicación que tiene su origen en EEUU y en la industria del automóvil. Empieza con la Ley de Derechos de Reparación de los Propietarios de Vehículos de Motor del año 2012, que obligaba a los fabricantes a proporcionar toda la documentación técnica para que cualquier persona pudiera llevar a cabo la reparación de su vehículo. Tirando de ese hilo, la Coalición por el Derecho a la Reparación –The Repair Association– empezó a moverse para que estos principios se aplicaran a la industria electrónica. Se busca básicamente que los fabricantes de dispositivos eléctricos cumplan unas pautas de diseño para conseguir que las reparaciones se puedan hacer fuera del servicio oficial del propio fabricante y que el reciclaje requiera de recursos reducidos. En otras palabras, que lo que es bueno para el ganso es bueno para la oca, que lo que vale para la automación valga también para la electrónica. Hasta en 18 diferentes estados de EEUU se están votando ya legislaciones en este sentido. Incluso en las primarias para la nominación demócrata para elegir al candidato que se enfrente a Donald Trump en noviembre de 2020 ha sido un tema asiduo en los debates televisivos. Dos candidatos, Elizabeth Warren y Bernie Sanders, llevan el «derecho a reparar» en sus respectivos programas electorales. Básicamente se busca convertir en ley la libertad de los consumidores para que sus productos y accesorios electrónicos sean reparados por los talleres de reparación y los proveedores de servicios de su elección. Algo que se daba por sentado hace una generación, pero que ahora se está convirtiendo en extremadamente raro en este mundo de obsolescencia planificada. Pero están teniendo que hacer frente a una considerable presión financiera y política de las grandes corporaciones y de sus lobbies de abogados y comunicadores. Dicen que las legislaciones que se les quiere imponer son complejas y controvertidas, demasiado estrictas y asfixiarán la innovación. El movimiento de los «Repair Café». Paralelamente a este impulso que llega desde el otro lado del Atlántico, en Europa está siendo un éxito el movimiento de los «Repair Café», que lanzó la periodista holandesa Martine Postma en 2009, en busca de nuevos modelos de sostenibilidad local y ecológica. A día de hoy se ha creado una red que ya aglutina a más de 1.030 centros a nivel mundial, con cientos de ellos en los Países Bajos, Bélgica y Alemania, y cada día más en ciudades de Canadá y EEUU. Cada “Repair Café” es un centro comunitario donde los residentes locales pueden traer sus aparatos averiados y repararlos gratis, además de aprender habilidades y conocimientos, socializarse y ayudar a otros. La experiencia de los oficios, las herramientas, los manuales de reparación y los materiales están al alcance de todos. Combinando educación, inclusión social, prácticas de economía colaborativa, estos cafés se han convertido en nodos en la economía circular, enseñando los principios del movimiento en la práctica, de abajo a arriba. Instalados en campus universitarios, en librerías y hasta en locales de la iglesia, en estas reuniones, que pueden ser diarias, semanales o quincenales, se aprende una lección básica: nadie está obligado a tirar las cosas, hay alternativas. Quienes se acercan y participan en la dinámica no son clientes de especialistas de la reparación. Aunque estos también participan, enfocan su labor al aprendizaje continuo de los participantes. Acompañados de una taza de café o de té, se trata de ofrecer nuevas habilidades y oportunidades prácticas, divertidas e inspiradoras para todos, de construir nuevas conexiones comunitarias, bienestar y sentido de pertenencia, mientras se hacen disminuir los residuos innecesarios. Y los datos indican que mientras los políticos hablan de luchar contra el cambio climático y de agendas medioambientales a cada cual más ambiciosa, bajo la bandera de estos “Repair Café” los voluntarios y participantes reparan y dan otra vida a más de 180.000 aparatos y productos al mes en todo el mundo. Utilizar nuestro poder. Paralelamente a las iniciativas de base y a los movimientos que van abriéndose paso, el impulso legislativo ha llegado también al Parlamento Europeo, donde ya se está discutiendo la Directiva de Ecodiseño que, entre otras cosas, obligará a los fabricantes a que sus productos (en principio artículos de iluminación, televisores, pantallas electrónicas y grandes electrodomésticos como neveras, lavadoras y lavaplatos) sean más duraderos y fáciles de reparar, algo que abre las puertas a que pueda hacerse también con ordenadores o teléfonos inteligentes. Pero los fabricantes no desisten y han propuesto a los proponentes una pregunta que no tiene respuesta fácil: ¿No es mejor desechar un viejo electrodoméstico y comprar otro energéticamente más eficiente? No es una cuestión simple. Los analistas en recursos, como regla de oro, dicen que si tu electrodoméstico es viejo y de muy baja eficiencia energética, en términos de emisión de CO2 durante su tiempo de funcionamiento, a veces puede ser mejor sustituirlo y comprar un nuevo modelo que tenga una valoración A o AA. Según su argumento, en la mayoría de los casos, si no en todos, produce menos emisiones. Y llegan a defender que es mejor alternativa contra el cambio climático desechar lo que no funciona, que vaya a la montaña de los residuos, y comprarte el último modelo, mucho más eficiente. Pero, eso sí, guardándose el mantenimiento y la reparación en monopolio, bajo su servicio técnico, restringiendo el acceso de uno mismo o de talleres independientes a las piezas de repuesto y a la información, limitando así el alcance de los servicios de reparación y que puedan ser asequibles. El debate está servido en el menú. Pero el momento y la preocupación pública está del lado del derecho a reparar. Sencillamente porque reparando las cosas a las que aún les queda vida, reducimos residuos innecesarios, protegemos a los pequeños talleres independientes y a un mercado competitivo de la reparación. Dicen que comprar es arma de configuración social, que determina lo que somos y lo que seremos. Con el derecho a reparar se pasa a la acción y se da la orden: por un mercado abierto que beneficie a los consumidores, a los profesionales independientes, por nuestro planeta y nuestra gente, ¡disparemos! Al fin y al cabo, los dispositivos modernos son cada vez más complicados pero el concepto del derecho a reparar, no.