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La mente prodigiosa que se resignó a ejercer de mujer objeto

Hedy Lamarr, la mujer de las dos caras


Hasta hace menos de cinco años, Hedy Lamarr era una figura condenada al olvido. Su nombre, prácticamente ignorado por la mayoría de los mortales, ocupaba un lugar secundario en la memoria de los cinéfilos más recalcitrantes y únicamente los nostálgicos de la Edad de Oro de Hollywood mantenían vivo su recuerdo aunque éste quedase casi exclusivamente asociado a una única película, “Sansón y Dalila” (1949) de Cecil B. De Mille, una de las superproducciones más costosas de su época que obtuvo un importante éxito en las taquillas de medio mundo y que terminó por encasillar a Lamarr en un arquetipo de feminidad donde confluían el mito bíblico de Eva (en lo que tiene de representación de la tentación y el pecado) y las hechuras de la moderna femme fatale. Curiosamente el de Dalila, siendo su personaje más recordado, sería también el último gran papel que la actriz interpretaría en Hollywood, donde había aterrizado doce años antes procedente de su Austria natal. Al margen de su intervención en dicha película, la leyenda de Hedy Lamarr apenas se alimentaba de unas cuantas anécdotas que poco o nada tenían que ver con su labor interpretativa y mucho con su efímera condición de sex-symbol.

Se la recordaba por haber sido la protagonista del primer desnudo frontal de la historia del cine en “Éxtasis” (1933), una oscura película checoslovaca de la que hoy nadie se acordaría si no fuera por la icónica imagen de la actriz bañándose en un lago y por esa sucesión de primeros planos de su rostro que daban a entender al espectador que su personaje estaba experimentando un orgasmo. También se recordaba a Lamarr por haber sido calificada con el título de “el animal más bello del mundo” una década antes de que Ava Gardner se hiciera en exclusiva con tan dudoso honor y por haber sido fuente de inspiración para Walt Disney de cara a esbozar el personaje de Blancanieves y para el dibujante Bob Kane, quien tomó prestados los rasgos de la actriz para crear a Catwoman.

La contundente belleza de Hedy Lamarr fue imponiéndose sobre su talento en la difusa evocación que se vino haciendo de su figura a lo largo de las siguientes décadas hasta el punto de ser más recordada por algunos de los papeles que rechazó (como los que terminaría haciendo Ingrid Berman en “Casablanca” o en “Luz que agoniza”) que por aquellos que interpretó. Su decadencia a partir de los años 50 fue imparable y en los 60 se convirtió en objeto de burla, tras ser pillada robando en unos grandes almacenes objetos por valor de 80 dólares cuando cargaba con casi 200 en efectivo. Una mofa que se extendió hacia su labor como intérprete que, al calor de aquel suceso, fue parodiada por diversos cómicos televisivos. Según Guillermo Balmori, director de la editorial Notorious que en 2017 publicó en castellano las memorias de la actriz (tituladas precisamente “Éxtasis y yo”): «Hedy Lamarr era conocida como una de las más bellas mujeres de la historia del cine pero inexpresiva. Siempre se dijo exageradamente que el director tenía que cortar cada vez que quería que su rostro cambiase de expresión». Esa progresiva pérdida de reputación fue dando paso al olvido en la medida en que la actriz fue abandonando los focos hasta sumirse en un prolongado retiro que duró hasta su muerte en el año 2000.

Sin embargo, el 9 de noviembre de 2015, su nombre volvió a estar en boca de todos cuando Google decidió celebrar el 101 aniversario de su nacimiento con un Doodle (esas alteraciones puntuales del logo del buscador con las que se pretende honrar la memoria de determinados personajes o destacar efemérides diversas). Lo más llamativo del asunto fue que dicho tributo no estaba destinado a distinguir los méritos de Hedy Lamarr como actriz (que a día de hoy siguen estando cuestionados) ni su indiscutible condición de sex-symbol (hubiese sido demasiado frívolo celebrar semejante circunstancia en estos tiempos) sino que Google decidió homenajearla por sus logros como inventora.

Pionera tecnológica. A partir de ese momento todo el mundo supo que Hedy Lamarr fue pionera en la investigación de comunicaciones inalámbricas sentando las bases de la tecnología que, posteriormente, se ha empleado para el desarrollo del wifi o del bluetooth. Aunque ya desde mediados de los 90 se sucedieron los reconocimientos a la actriz por su labor en este campo, las aplicaciones prácticas que a lo largo de las últimas dos décadas se han implementado tomando como referencia los diseños realizados por Hedy Lamarr en los años 40 han logrado que su nombre salga del ostracismo hasta convertirse en un icono de la lucha por restituir su prestigio a aquellas mujeres que fueron silenciadas por la Historia y por la cultura del patriarcado. En el caso concreto de Hedy Lamarr la reivindicación se sostenía por sí sola: su labor como investigadora revelaba la existencia de una mente prodigiosa en alguien cuyo físico fue explotado con fines comerciales por la industria del entretenimiento convirtiéndola en un ejemplo palmario de mujer objeto. Esa paradoja ha impulsado un renovado interés hacia Lamarr en el último lustro, sucediéndose la publicación de libros y artículos y la realización de reportajes y de documentales en torno a su figura.

El último ejemplo, en este sentido, lo encontramos en “La única mujer”, una novela escrita por la periodista norteamericana Marie Benedict que acaba de ser publicada en castellano por la editorial Planeta y que es una aproximación, en clave de ficción, a las motivaciones que pudo tener la actriz para lanzarse a investigar sobre comunicaciones inalámbricas junto con el pianista y compositor George Antheil y sobre los motivos que llevaron a la Armada de EE.UU a rechazar los diseños realizados por ambos de cara a perfeccionar el sistema de lanzamiento de torpedos submarinos durante la II Guerra Mundial: «Si bien sabemos que Hedy hizo este invento y que, después de patentarlo se lo ofreció a la Armada para su uso durante la guerra, ignoramos las razones precisas por las que el ejército lo desestimó. Puede que fuera una decisión motivada por razones técnicas o económicas, pero puestos a especular y dentro de las posibilidades que te ofrece la ficción narrativa, yo he imaginado que tanto el hecho de ser una mujer como su estatus de estrella cinematográfica fueron factores determinantes de cara a que los militares no se tomasen en serio su invento», comenta la escritora.

En la novela de Marie Benedict, tras rechazar la propuesta de Hedy Lamarr de cara a adoptar la tecnología que ella y Antheil desarrollaron, uno de los altos mandos del Ejército se dirige a la actriz en los siguientes términos: «Mi consejo es que… se limite a hacer películas. Sirven para elevar la moral de la gente. Pero si está tan convencida y decidida a contribuir a la causa, creemos que nos sería mucho más útil ayudándonos a vender bonos de guerra que construyendo torpedos». Aunque se trate de una conversación ficticia, lo que sí es cierto es que tras recibir la negativa de la Armada, Hedy Lamarr se entregó con vehemencia, como tantas otras estrellas de Hollywood, a la tarea de animar a las tropas y vender bonos siendo una de las actrices que más dinero recaudó en este sentido gracias a su condición de sex-symbol de la época.

Visto así cabe preguntarse ¿cómo es posible que tras ser ninguneada por el Ejército y tras ver cuestionadas sus capacidades intelectuales, la actriz se prestase con tanta alegría a una misión que lo que hacía era poner en valor su condición de mujer florero? Según Marie Benedict: «La belleza de Hedy, tal y como ella misma dijo en más de una ocasión, fue tanto una bendición como una maldición. Obviamente limitaba el modo en que los demás la percibían pero, al mismo tiempo, le brindaba oportunidades de relacionarse con todo el mundo y eso terminó por abrirle muchas puertas. Siendo, como era, una mujer brillante, ella optó por servirse de su gran atractivo físico para intentar lograr objetivos más ambiciosos aunque, dadas las limitaciones de su tiempo, no pudo llegar tan lejos como ella hubiera querido. Había ciertos ámbitos que seguían estando restringidos para la mujer y en ese sentido ella fue víctima de todos esos prejuicios».

Aquí, no obstante, cabe hacer una precisión ¿realmente Hedy Lamarr fue víctima de la sociedad de su tiempo o víctima de sí misma? Porque si bien es verdad que el desencanto que siguió a la negativa del Ejército estadounidense por usar su invento para mejorar las prestaciones de su arsenal submarino pudo dejar tocado el ánimo de la actriz, lo cierto es que en los siguientes años ella misma no hizo apenas nada por reivindicarse como inventora. Dado que sus investigaciones las había desarrollado con carácter de urgencia para un fin específico, puede que Hedy Lamarr sintiera que en tiempos de paz su tecnología carecía de una aplicación práctica y quizá por eso se desentendiese de la patente hasta dejar que esta venciera sin reclamar los royalties que la correspondían. Pero puede también, y eso en sí mismo resulta mucho más inquietante, que la propia actriz se sugestionase a sí misma para afianzar las que sabía que seguían siendo sus mejores armas: su arrebatadora belleza y su poderoso porte físico. Esto en la práctica equivaldría a legitimar los argumentos de quienes la habían explotado, de quienes habían ninguneado sus capacidades intelectuales, de aquellos que, en definitiva, jamás vieron en ella más que un cuerpo.

Las cada vez más estrafalarias operaciones de cirugía plástica a las que se sometió desde mediados de los años 50 hasta el final de sus días y sus sucesivos matrimonios con empresarios y magnates buscando asegurar su porvenir económico y el de sus hijos una vez que Hollywood le dio la espalda parecen incidir en ese espíritu de renuncia que acompañó a Hedy Lamarr, en esa idea de que su destino era ser una mujer objeto. «En sus últimos años, esta mujer tan bella e inteligente, le dijo a su hijo que no le engañasen, que al final lo que cuenta es la belleza. Y no se lo decía como algo negativo, sino que ella estaba plenamente convencida de que era así», comenta Guillermo Balmori, editor de sus memorias en castellano. De hecho, esta obra, publicada originalmente en inglés a mediados de los años 60 es bastante reveladora de hasta qué punto Hedy Lamarr renunció a reivindicarse como una mujer brillante prefiriendo dar carnaza a sus lectores ofreciendo un retrato de sí misma que se ajustaba a la imagen pública que había proyectado durante su época de sex-symbol.

De este modo, “Éxtasis y yo” resulta una colección de clichés y lugares comunes sobre Hollywood, el sistema de estudios, las rivalidades entre estrellas y la azarosa vida sentimental de la actriz que ya para aquél entonces atesoraba cinco matrimonios: «Sus memorias –apunta Balmori– se centraron en un aspecto más sensacionalista y sexual, que es lo que vendía, vende y venderá. Personalmente no creo que le preocupase mucho no verse reconocida como inventora porque tampoco creo que ella se considerase como tal. Creo que estaba un poco por encima de esos complejos. Era más pragmática». No obstante, teniendo en cuenta que esa autobiografía fue publicada en una época donde las reivindicaciones feministas empezaban a abrirse paso y donde el Ejército de EE.UU había comenzado a dar una aplicación práctica a la tecnología diseñada por Hedy Lamarr en la crisis de los misiles en Cuba –valiéndose para ello de que su patente había quedado libre de derechos– cuesta entender que la actriz no atendiese a esta coyuntura para reivindicarse a sí misma como algo más que una diva glamurosa o que una contumaz devorahombres. «Cuando leí las memorias de Hedy, me quedé estupefacta –comenta, por su parte Marie Benedict–. Habla de todo menos de sus orígenes, de su educación, de su primer matrimonio y de su trabajo como científica e inventora, que eran justamente las cuestiones que a mí más me interesaba abordar al escribir ‘La única mujer’. Esas omisiones solo caben entenderse si asumimos que ella quizá buscó priorizar aquellos temas que pensó que podrían ayudar a que sus memorias fueran un éxito de ventas».

En honor a la actriz, hay que decir que ella siempre renegó del contenido de dicha autobiografía aduciendo que lo que allí se exponía era una visión parcial y sesgada de sus largas conversaciones con los dos negros que los editores habían puesto a su disposición para escribir el libro. No obstante, también es cierto que en las muchas horas que pasó con ellos evocando sus recuerdos con la idea de ponerlos negro sobre blanco, Hedy Lamarr apenas hizo mención alguna a ningún aspecto de su vida que no estuviera vinculado a su experiencia como diva del celuloide.

Enigmática e indescifrable. Sin embargo, puede que hablar de claudicación por parte de la actriz a la hora de intentar encontrarle un sentido a esta paradoja existencial sea algo exagerado y que su apuesta por perpetuarse en el imaginario colectivo simplemente como una mujer de gran belleza respondiera al intento de defender un perfil público desde el que salvaguardar su intimidad, negándose a compartir sus inquietudes intelectuales, sus emociones más puras y sus sentimientos más profundos. En este sentido, Hedy Lamarr siempre resultó una mujer enigmática, un ser indescifrable que, a lo largo de su vida, portó muchas máscaras distintas en aras de mantener en torno a sí misma un halo de misterio que le hacía las veces de coraza frente a los demás. Marie Benedict confiesa que le resultó difícil aproximarse al personaje mientras escribía “La única mujer”: «Tuve que mirar con lupa sus acciones y sus orígenes para hacerme una idea aproximada de quien fue realmente esa mujer y qué motivaciones e inquietudes se ocultaban detrás de su personalidad pública. Pero ese misterio es algo común en muchas mujeres dadas las exigencias sociales sobre lo que debemos ser y sobre cómo se supone que debemos comportarnos». Leyendo la novela de Marie Benedict cabe asumir que la resignación desde la que Hedy Lamarr ejerció su papel de mujer objeto resulta anterior a su desembarco en Hollywood. De hecho “La única mujer” dedica mucha atención a una de las etapas menos conocidas de la vida de la actriz, la de su juventud en Viena en los años previos a la ocupación de su país por parte de los nazis y la de su matrimonio con el magnate Fritz Mandl, un fabricante y traficante de armas que figuraba entre las mayores fortunas europeas de aquel entonces gracias a sus negocios y a sus buenas relaciones con Benito Mussolini y, posteriormente, con el gobierno de Hitler.

Su cárcel conyugal. Fritz Mandl y Hedy Lamarr (que por aquel entonces mantenía su nombre original, Hedwig Kiesler) se casaron en 1933 con la obligación, para la actriz, de alejarse de los escenarios y de los platós para consagrarse a sus deberes conyugales, deberes que se reducían a lucir su despampanante belleza en las reuniones y recepciones que solía organizar su marido en alguna de las fastuosas residencias que la pareja compartía. El carácter posesivo y celoso de Mandl le llevó a pretender hacerse con todas las copias de la película “Éxtasis” con intención de destruirlas cuando se enteró de que en dicho largometraje su flamante esposa aparecía desnuda. Después de aquello, condenó a Hedy a una vida de reclusa imponiéndole una vigilancia rigurosa por parte de criados y de sirvientes en aras de limitar sus salidas al exterior.

Cuesta entender que una mujer con las capacidades intelectuales e inquietudes que había demostrado la actriz en su juventud aceptase este régimen de vida durante cuatro largos años, del mismo modo que resulta difícilmente asumible que quien posteriormente desarrolló una tecnología pensada específicamente para aniquilar el arsenal submarino del Reich contrajese matrimonio con un filonazi como Mandl, más aun atendiendo a los orígenes judíos de Hedy. Sin embargo, la novela de Marie Benedict ofrece una respuesta plausible a dicho enigma al estimar que su matrimonio con Mandl fue asumido por la actriz, a instancias de sus padres, como una suerte de salvoconducto que les protegiese de las leyes antisemitas impulsadas por Hitler ante la posibilidad, nada desdeñable, de que Austria fuese invadida e incorporada a los dominios del Reich. Para cuando aconteció el Anschluss, en marzo de 1938, Hedy ya había puesto tierra de por medio tras una rocambolesca huida de su cárcel conyugal que la llevó primero a Londres y después a Hollywood.

Los dos primeros años que pasó en la Meca del Cine fueron un oasis de libertad dentro de la azarosa existencia de Lamarr. Por primera vez en su vida pudo asumir las riendas de su propio destino y su habilidad para negociar un ventajoso contrato con Louis B. Mayer (patrón de la Metro) la llevó a ocupar una posición privilegiada desde la que pudo simultanear su trabajo en el cine con su otra gran pasión de juventud: la investigación tecnológica. Sus años de convivencia junto a Fritz Mandl le habían conducido a un exceso de vida social que le resultaba fatigoso y al que no estaba dispuesta a entregarse de nuevo aun a sabiendas de que en Hollywood el hecho de dejarse ver en fiestas y recepciones resultaba una exigencia ineludible para las estrellas de la época. Pero ella prefirió dedicar el poco tiempo libre que encontraba entre rodaje y rodaje a perfeccionar sus investigaciones e inventos. Cuando en 1940 la Armada estadounidense rechazó su diseño para un sistema de comunicaciones inalámbricas que posibilitase el lanzamiento teledirigido de misiles submarinos sin que la señal que orientaba su trayectoria fuese interferida por el enemigo, Hedy Lamarr vivió su primera gran decepción en su país de adopción.

La segunda decepción acontecería unos años más tarde cuando la actriz, tras romper su contrato con la Metro, quiso tomar el control de su carrera produciendo sus propias películas, una práctica que en sí misma constituía un desafío al poder de las majors y que se afianzaría a partir de los años 50, cuando muchas estrellas fundaron pequeñas productoras a fin de financiar largometrajes a su medida llegando a acuerdos de distribución con los grandes estudios. Pero Hedy Lamarr se aventuró a lanzar este órdago demasiado pronto, cuando dicha práctica distaba de ser una costumbre y, sin tener en cuenta que ella era una mujer y que a las mujeres en Hollywood, lejos de reconocérseles capacidad de iniciativa, solo se les permitía ser objeto de deseo e inspiración para la audiencia.

La constatación de semejante evidencia fue la que hizo que la actriz resolviese ajustar su imagen pública a lo que los demás esperaban de ella, una decisión en apariencia calculada y consciente que, no obstante, fue redundando en la sensación de frustración que acompañaría a la actriz hasta el final de sus días conduciéndola a un retiro del que solo saldría para dar contadas entrevistas. En una de sus últimas apariciones públicas al ser preguntada sobre si se había vuelto una mujer poco sociable, Hedy Lamarr fue rotunda al responder: «Solo sé que en EE. UU no me entienden ¿Cómo podrían entender a alguien que ha pasado por tantas fases en la vida como yo?». Unas declaraciones donde la intérprete valida la teoría de que el personaje que había creado de sí misma respondía a una sucesión de máscaras con las que intentó ocultar una personalidad compleja y una mente brillante, dos activos que ella sabía que jugaban en su contra en una sociedad dominada por el machismo y la superficialidad.

No obstante, Lamarr nunca se privó de exhibir su agudeza intelectual como cuando, en otra entrevista, fue inquirida sobre el concepto de glamur, la única virtud que le fue unánimemente reconocida: «Cualquier chica puede ser glamurosa, lo único que tiene que hacer es quedarse quieta y parecer estúpida». Y eso fue lo que hizo la actriz a lo largo de sus cuatro últimas décadas de vida, dedicarse a preservar su propio mito y renunciar a reivindicarse como la mujer brillante que era.