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Nuevas vidas


Construido para la Exposición Internacional de 1937 en París, el Palais de Tokyo fue, desde sus inicios y hasta 1974, el Museo Nacional de Arte Moderno. Los diversos programas que lo ocuparon posteriormente lo transformaron gradualmente en un enorme contenedor fragmentado, en claro desacuerdo con las cualidades intrínsecas de su ubicación y de su función. A principios de la década de 1990, se inicio un importante proyecto para rehabilitarlo como “Palais du Cinéma”, pero fue abandonado en 1997 después de muchos meses de obras, y cuando gran parte del interior había sido ya demolido.

El edificio se quedó en ese estado como un cascarón vacío y frágil hasta 1999, cuando el Ministerio de Cultura francés decidió transformarlo en un lugar dedicado a la creación contemporánea, con un presupuesto muy reducido.

Los arquitectos franceses Lacaton & Vassal fueron los responsables de rediseñar el edificio. Los directores culturales del nuevo equipamiento perseguían crear una plataforma para la creación internacional y francesa, generar un lugar de intercambios, un espacio de debate estético abierto para acercar al público a la creación contemporánea.

La visita al lugar permitió a Lacaton y Vassal descubrir un edificio y unos espacios sorprendentes, sacados a la luz por los trabajos de demolición, donde la elegante estructura de hormigón de 1937 aparecía desnuda, con un aspecto crudo, industrial y por lo tanto moderno. Detrás de las fachadas monumentales, el interior se asemejaba a una construcción industrial abandonada, con espacios asombrosos, llenos de una luz natural omnipresente y abundante, sabiamente tamizada por los grandes tragaluces de la cubierta y por los amplios vanos dispuestos en las fachadas.

Tras aquella visita, los arquitectos ya no pudieron renunciar a las cualidades tan singulares que el edificio les ofrecía. Tal y como ellos mismos describieron su propuesta debía ser simple y liviana, totalmente apegada a la idea de instalación, palabra instalación, y al presupuesto extremadamente limitado del proyecto. Sólo había por lo tanto un camino, utilizar lo existente sin transformarlo, aprovechar las cualidades físicas y estéticas del edificio. Preservar la enorme libertad de los espacios sin dividirlos para permitir de ese modo, la máxima libertad espacial y fluidez.

En ese sentido únicamente había que ajustar las entradas, y asegurar el cumplimiento de las normativas y exigencias técnicas, tales como la estabilidad estructural, la accesibilidad o la seguridad en caso de incendio, así como atender al confort con un sistema de calefacción y con una iluminación artificial eficaz.

 

El Palais de Tokyo es un edificio dedicado al arte moderno y contemporáneo en el que se han sabido aprovechar sus grandes posibilidades físicas y estéticas.

 

Lugar de paso y de encuentro. Desde un punto de vista más teórico, el edificio y en especial la planta baja, debía transformarse en una plaza, en un lugar de paso, pero también de encuentro. Lacaton y Vassal utilizaron como referencia la plaza Jemaa-el-Fna en Marrakech: un espacio público que representa perfectamente la idea de un lugar libre y versátil, capaz de acoger todo tipo de manifestaciones. Es una plaza inmensa, un terreno sin demarcaciones, sin mobiliario urbano, sin ataduras, un espacio abierto, vacío de noche, lleno de día, que se renueva indefinidamente y se transforma según los movimientos de la gente.

Lo que ha hecho al Palais de Tokyo tan especial y ha contribuido tanto a su reputación desde su reapertura en 2001, además, por supuesto, de sus programas artísticos, es la amplia libertad que ofrece a los visitantes y a las obras de arte que aloja. Esta libertad crea una sensación general de ser un lugar diseñado para compartir y debatir ideas, y sobre todo un lugar que los visitantes pueden hacer suyo.

Diez años después de la reapertura al público, una segunda fase de desarrollo permitió abrir a la gente todo el espacio de sus cuatro niveles sin dejar de ser fiel a su rol original de promover el libre acceso al arte contemporáneo. Esta expansión interna permite a la institución aprovechar al máximo la impresionante altura, profundidad y adaptabilidad de sus vastos espacios.

El uso pleno de todo el espacio, prácticamente en su estado original, facilita y mejora un número creciente y diverso de actividades y eventos, sin tiempo de inactividad, sin cerrar nunca. La arquitectura de este proyecto ha permitido una gestión muy flexible del edificio todos estos años, ya que con apenas añadir señalética y algo de mobiliario, los espacios se transformaban totalmente. Esta forma de actuar ha dado, en definitiva, nuevas vidas a aquel edificio casi efímero construido para la exposición internacional de 1937. Una lección que nuestras administraciones deberían tener en cuenta antes de emprender los grandes proyectos culturales a los que nos tienen acostumbrados.