11 OCT. 2020 gastroteka Mi padre no es camarero JAVI RIVERO El pinganillo con el que mi padre escuchaba el fútbol está de moda. Es todo muy random, pero así es. Últimamente, es llegar a un restaurante o incluso a una taberna, y no saber si el camarero me esta hablando a mí, está igual que mi padre cuando yo llegaba a casa, escuchando la radio o está respondiendo a alguien por el auricular y el microfonillo que le cuelga. Algo que parece tan profesional y que abusa de practicidad, no es compatible con la cercanía del servicio ni con la complicidad entre el sirviente y el servido. Bienvenidos a la era en la que el cliente solo es un número o un adjetivo. “El flaco”, “la de rojo”, “el simpático”, “los de la 13”… todo esto, además, sin mirar a los ojos al cliente. Súmale una tablet con la que apuntar, incluso, solo un refresco y la impersonalidad está servida. Si me van a cobrar el servicio, que no sea así. Este uso del pinganillo proviene de los países escandinavos y el norte de Europa. Y, al igual que en los lugares más fríos la gente es más fría, un servicio que nace en estos países, también lo es. De esta manera se consiguen varias cosas, algunas son buenas y otras no lo son tanto. Como siempre, me gustaría aclarar primero que no todos los casos son iguales y que algunos realmente han encontrado un equilibrio medido, realmente práctico y mantienen la magia entre el comensal y el camarero. Pero hoy vamos a ir a los extremos. Es un sistema que agiliza la comunicación entre la sala y la cocina. De esto no hay duda alguna. Un camarero en lugar de tener que ir a cantar una comanda, a recoger o llevar un plato o simplemente a mirar si ya lo han preparado (un plato previamente marchado), supone una suma de kilómetros al final de día y del mes, que finalmente se traduce en tiempo y, por lo tanto, en dinero. Puede ser una herramienta con la que un negocio con muchos metros cuadrados optimice mucho trabajo y desfogue la sala de un trajín de camareros que lo único que provoca muchas veces sobre el comensal es estrés. Seguro que os viene a la cabeza el típico chiringuito de playa, a reventar de gente en vacaciones. Un chiringuito o terraza en la que los camareros son atletas y podrían mejorar cualquier marca en marcha regulada. A mí no me gusta, me agobia y veo que al camarero el tener que dar tantas vueltas le hace perder el tiempo. Ahí, al dueño de ese negocio le regalaría yo mismo el pinganillo del infierno solo para que sus empleados no gasten tanta suela. Es cierto que el modelo de estos lugares se basa también en la rotación de comensales y el volumen. Pues mira… si esto les ayuda a rotar más, que se lo planteen. Todos sabemos que a un sitio de estos no se va a disfrutar de nivel gastronómico o culinario. No siempre. El factor humano. Explicado el caos previo, el problema está en que no nos estamos dando cuenta de lo importante que es atender una llamada de manera agradable y simpática. Y ojo, que lo mismo ocurre cuando alguien se acaba de sentar en una mesa. Qué importante es romper el hielo y conectar con el comensal… Con un ejemplo que hemos sufrido todos lo entenderéis: al igual que cuando tenemos un problema con cualquier asunto informático, telemático o del estilo, agradecemos que al llamar nos atienda una persona, a mí cuando reservo en cualquier lugar y tengo alguna duda, también me gusta que me atienda una persona. Cualquier negocio tiene aquí ya la primera bala a favor para demostrar amabilidad y simpatía a un cliente. En este momento empieza la experiencia que terminará en una comida o en una cena. Por lo que imaginaros reservar a través de un motor de reservas, llegar al establecimiento y que nos den una tablet para hacer el pedido a cocina, que un camarero con pinganillo ni nos mire a la cara y nos deje lo pedido en la mesa… Estaríamos hablando de un modelo de restauración en el que la persona no importa. Estamos restando valor al trabajo del camarero. A ese trabajo que tanto ha costado profesionalizar. No nos damos cuenta, pero poco a poco vamos hacia ese abismo en el que el profesional deja de tener personalidad propia y solo le queda hacerse “uno”, ensamblarse con el sistema y hacer que todo funcione olvidándose incluso del estilo, herramientas y manías propias. Mucho se habla de la sumisión a la que nos está llevando el tema de la mascarilla hoy día, pero yo lo veo en cierta medida, igual con el tema de la tecnología en la hostelería (no toda). Entre otras cosas, esto facilita a un camarero esconderse detrás de estas herramientas. Eludiendo responsabilidades y relajándose frente a cualquier error, achacable de manera indirecta al sistema. Son la excusa perfecta para esquivar la mirada cuando se sabe que algo no está bien. Es la impersonalidad que impide que un comensal comente qué le ha parecido una comida o una cena solo por que no encuentra la mirada del camarero al que decírselo mirándolo a los ojos. Vamos, lo que sería una crítica sincera. Si el servicio ha sido frío, “automatiquísimo” y la comida no ha cumplido o no ha estado a la altura, uno se va con una sensación agridulce y muchas veces solo queda comentar en redes para ayudar a mejorar o simplemente mostrar un malestar que se podía haber solucionado con una mirada. Todo porque el camarero es en ese momento una máquina cumpliendo órdenes a través de un auricular. La mirada es la única herramienta de nuestra cara con la que sin hablar podemos mostrar gratitud a un camarero y, si este la tiene perdida, apaga y vámonos. Entiendo que la frialdad del servicio viene dada por una decisión técnica y que es difícil justificar un motivo que haga contra al uso del pinganillo o herramientas similares. Lo entiendo perfectamente. Pero opino que, humanizando la experiencia de un comensal, la empatía surge y desaparecen, entre otras cosas, los comentarios negativos o despectivos. De la otra manera, parece que las redes son la única manera de hacer llegar el parecer de una experiencia negativa al dueño de un negocio y esto no siempre se interpreta como se debe… generando todo lo que puede llegar a generar. Me llamaréis exagerado, pero de verdad, pensad un segundo en cuál fue la última vez que un camarero os sonrió. Estoy seguro de que el servicio, fuera mejor o peor, puede hacernos sonreír solo por el hecho de que una persona fuera agradable con nosotros en ese justo instante (a todos, menos a los que tienen la incapacidad crónica para sonreír hasta con los ojos). Pues eso, que no me gusta que me atiendan solo con un oído. Reconocimiento al trabajo. Pensad en todo el conocimiento que se está perdiendo, en todas las conversaciones que no surgirán, en las que ya han surgido alguna vez de chorradas que no os imaginabais y con las que os habéis terminado quedando dos horas más sentados y hablando sobre el tema con un camarero. Llevamos años peleando para conseguir que el trabajo del servicio, los camareros y demás tenga un reconocimiento propio. Este reconocimiento tiene que estar, bajo mi punto de vista, respaldado por unas cualidades técnicas atribuibles al profesional que está ejerciendo esta labor. Si el pinganillo es la vía de escape para controlar al rebaño y ya está, pues no me gusta y, por supuesto, recomendaría evitarlo. Pero, por el contrario, si se encuentra el punto de equilibrio perfecto en el que la humanización del servicio ocurre y además se optimizan los recursos para que el trabajo y el servicio sean de mayor calidad, pues ¡chapeau! Pero, por si no os ha quedado claro: Que no, que no me gusta que me atiendan con pinganillo. Parece que como cliente tengo que saber cómo pedir, cómo actuar y en qué momento responder para no entorpecer las conversaciones internas… que no me gusta, ¡leñe!