08 NOV. 2020 De la calle se sale Vivir a la intemperie y... ¿recuperar el hogar? Hace casi dos meses una mujer de 50 años, que vivía en la calle, fallecía por «causas naturales» en el centro de Baiona. El exjugador de la NBA, Delone West, al que el baloncesto convirtió en multimillonario, también ha terminado en la calle tras años de pelea contra el trastorno bipolar. La problemática del sinhogarismo es compleja y mundial. Le puede pasar a cualquiera. ¿Cómo se llega a esto? y ¿cómo se sale? Nos lo cuentan los que lo saben, que generosamente comparten sus experiencias con 7K para visibilizar una realidad ante la que, a menudo, se tiende a mirar para otro lado. Miren Sáenz, fotografía: Conny Beyreuther Precariedad laboral, escasez de ingresos económicos, abuso de alcohol, adicción a otras drogas, problemas de salud mental, sucesos vitales, situaciones duras, violencia machista, aislamiento, falta de apoyo familiar, quedarse sin trabajo, sin casa, ser extranjero y estar sin papeles figuran entre las múltiples causas que, juntas o por separado, podrían explicar algunas de las razones que llevan al sinhogarismo, un fenómeno real y preocupante también en Euskal Herria. A la sede central de Bizitegi –una asociación para el apoyo e inserción de personas en situaciones desfavorecidas, ubicada en el barrio bilbaino de Otxarkoaga, donde hace 40 años comenzaron a combatir los problemas derivados del consumo y tráfico de drogas– acude Ritxar Fernández, un donostiarra de 48 años, que lleva 20 viviendo en Bilbo. Un pasado forjado en la calle y en las drogas le ha pasado factura: es seropositivo y tiene hepatitis, enfermedades crónicas que han mermado sus defensas y limitado sus posibilidades de encontrar trabajo. Proveniente de una familia de siete hermanos con tres padres distintos, todavía no había alcanzado la mayoría de edad cuando se fue de casa huyendo de las malas relaciones con su padrastro y del aislamiento que sentía desde niño. A los 17 años se alistó en el Ejército español, «no por hacer nada por la patria, sino porque me daban un sueldo y un techo. Al Ejército va la calaña, no los más lúcidos», aclara. «No conocía el mundo y era un inconsciente. Empecé a tomar drogas a los 18, en el 89-90 estaban en su auge, entonces todo el mundo estaba experimentando; me junté con malas compañías y a los dos años ya estaba enganchado, pero no quería decir nada a la familia para no hacerles daño». Tres años después abandonó el Ejército pero volvió a él con 24 años después de deambular por Asturias. Enganchado, tirado y sin amigos, regresó como escalador de alta montaña. «Escondía la orina para que no me diera positivo. Estuve un par de añitos más y me mandaron a Bosnia. Allí estábamos de pintamonas, para que saliera en el periódico que había cascos azules. Los serbios les hacían a los musulmanes bosnios lo que les daba la gana, y nosotros no podíamos intervenir, así que me salí del Ejército supercabreado, muy deprimido y asqueado de todo», cuenta. Entonces vino a Bilbo, vivía en la calle y su vida giraba en torno a la droga. La consumió durante 27 años, con temporadas de dos o tres meses de obligada abstinencia coincidiendo con su estancia en algún piso. Pasó por Giltza, Proyecto Hombre, Agiantza, Zubietxe… «En cuanto me echaban, vuelta a lo mismo, a lo que conoces, a lo que crees que te va ayudar, a no pensar lo que estás viviendo. Pero, claro, a una persona que no ha tomado buenas decisiones, con adicciones y siempre a su bola, le metes en un piso condicionado por ciertos horarios a convivir con otros y al mínimo roce ya tienes la amenaza de expulsión». Con conocimiento de causa y secuelas, describe la dureza de sus periodos sin hogar «no solo por tus mil historias, sino por cómo te mira la gente, cómo te desprecian. Tengo dentadura postiza porque una noche durmiendo en la calle a dos tíos que iban un poco borrachos les dio por darme un patadón en la cara. ‘A por el vagabundo’, dijeron. Me saltaron todos los dientes. Parece mentira que en Bilbao pase eso, en Madrid es más normal porque son más cazurros pero aquí que la gente es más sensata…», asegura con una flamante sonrisa. Ante problemas de drogadicción y de exclusión, cree que lo primero es la vivienda. A él le ha dado alas. Incluido en el programa Hábitat, dirigido a personas capacitadas para vivir solas con una veintena de pisos en Bizkaia, lleva tres años “limpio” y se declara «encantado» con este recurso que le permite reflexionar e ir rehaciendo su vida: «Vivo con mi perrita Saba –que le ayudó a pasar mejor el confinamiento– y cada semana me viene a ver a casa un educador. Solo tengo tres normas: pagar el alquiler, respetar a los vecinos y no liarla, por decirlo de alguna manera». Políticas de vivienda. No ha sido fácil, para empadronarse se necesita un domicilio, también para acceder a ayudas sociales, por lo que muchas de las personas sin hogar recurren al conocido como “padrón ficticio”. Empadronados en el albergue de turno pueden solicitar la RGI, pero el asunto últimamente se ha complicado porque Diputación exige la valoración de exclusión social, un trámite que la institución foral estableció hace dos años para acceder a viviendas, lo que obliga a los aspirantes a pasar por entrevistas, citas que se demoran hasta tres meses. «Y, mientras tanto, ¿qué haces? ¿En la calle comiendo basura? Una trabajadora social en un par de entrevistas no puede valorarlo, no te conoce. A mí me conocen los de Bizitegi, que trabajan conmigo y los educadores de calle que, cuando estaba tirado y helado de frío, me han traído café a las cuatro de la mañana. Esos sí pueden saber que estoy en exclusión porque me han visto». También reivindica una amplitud de horarios en los centros que atienden a las personas en apuros: «La gente que está en los albergues sale a las ocho de la mañana. ¿Qué hace en la calle todo el día? No hay centros de día los fines de semana y tienen que estar en los parques. Esa gente no puede desaparecer, son parte de la sociedad. Hacen falta centros que abran los fines de semana porque la vivienda aquí está difícil y los precios de los alquileres están imposibles. Lo que tienen que hacer el Gobierno Vasco y el Ayuntamiento es regular esos precios, si no la gente seguirá en la calle». Lo sabe por experiencia propia. A Ritxar esa casa le ha permitido desintoxicarse y recuperar la ilusión gracias también a un programa de actividades que incluye el teatro social –el Homeless Film Festival, cuya quinta edición preparaban estos días y que esperan celebrar los próximos 18 y 19 de noviembre si la pandemia no lo impide– y las charlas, ahora on line, que imparte en colegios contando a los chavales sus experiencias, «para que no acaben como yo». Mujeres en peligro. Desirée Aranburu Modrego, bilbaina del barrio de Uribarri, acaba de cumplir 34 años, 10 de los cuales los pasó en la calle, a la que llegó a los 12, aunque asegura que antes, cuando vivía con su familia paterna, tampoco se sentía precisamente en un hogar. «Era un ambiente tóxico, lleno de hombres y mujeres en movimiento; muchas drogas, sin agua caliente, no había comida. Aunque tuviera una casa, ya me sentía en la calle. A esa edad empecé a consumir y a andar con chicos. Le daba a la heroína, la cocaína, el speed, el alcohol y a todo lo que podía porque sino no aguantaba en la calle. Consumir y patear de la mañana a la noche, siempre colocada, durmiendo en cajeros y donde fuera y con un hombre para sentirme protegida. Te atas a lo primero que pillas para no estar sola y poder sobrevivir. Esto me llevó a situaciones muy difíciles». En la etapa en la que Aranburu se aseaba en las duchas municipales y pedía para comer sintió muy de cerca el estigma. «La calle te lo pone; eres un borracho, una yonki, un deshecho social. Vale que consumía, pero no todo el mundo que está en la calle es drogadicto». Cuando ya no pudo más, ella misma pidió que le ingresaran en Escuza, el psiquiátrico de Basurto, y empezó a darle la vuelta. Consiguió la valoración de exclusión social pero se enfrentaba a la realidad de la vivienda. «Hay muchas casas vacías en manos de los bancos que, con un alquiler bajo, podrían evitar tanta gente en la calle. Es un negocio, pero deberían de servir de hogar no solo para ganar dinero. Sin padrón no tienes nada. Y eso que yo soy de aquí, los inmigrantes lo tienen mucho peor». Y en el caso de las mujeres, doblemente. «Te pueden violar, abusar y hacer mil cosas. Las mujeres en sus propias casas pueden vivir situaciones de maltrato, que eso ya es estar sin hogar. Yo lo he sufrido, y no es estable, ni seguro». Quizás por eso sigue manteniendo sus diferencias con los centros de acogida de los que cuestiona sus normas rígidas, sus colas, pero sobre todo que estén pensados y ocupados por hombres. La primera vez que entró en un comedor social sintió pánico y sufrió un ataque de ansiedad «en los albergues están todos juntos y se crean situaciones de estrés y de acoso». Tras compartir con otras tres mujeres un piso de inclusión social en Txurdinaga, se ha independizado y se ha ido a vivir con su novio. Ha encontrado trabajo, cuida a una persona aquejada de Alzheimer y de alguna manera pone en práctica sus conocimientos de enfermería. Hace un tiempo retomó la relación con sus hermanos, abuelos y tíos. El teatro, verdadero instrumento terapéutico, y el monte, le ayudaron a evitar las drogas y a evadirse de los problemas. Pinta mandalas, lee y escribe mucho, fundamentalmente para sacar lo que lleva dentro. Lleva dos años sin consumir y por fin ha encontrado amigos de verdad. «Yo no sabía lo que era el cariño, tenía miedo y no me dejaba ayudar. Ahora hay muchos educadores de calle que te intentan ayudar, antes no había, por eso animo a la gente a que se deje ayudar». Tanto Desirée como Ritxar hablaron con Philip Alston, durante la visita oficial que el relator especial de las Naciones Unidas realizó al Estado español a principios de este 2020. El propósito era comprobar in situ la situación de “extrema pobreza” y la vulneración de los derechos humanos que recogió en una demoledora declaración de 23 páginas. Alston destacó que a nivel estatal las tasas de pobreza «son alarmantemente altas», al igual que la desigualdad, «con indicadores muy por encima de los promedios de la UE». En su escala en Bilbo, Desirée y Ritxar acercaron al enviado de la ONU la situación de la gente sin hogar, los problemas añadidos que sufren las mujeres o la obligatoriedad del empadronamiento para acceder a ayudas. ¿Al albergue o al geriátrico? Son las 13.30 de un día laborable en Onartu, el centro de día ubicado en un bajo del barrio bilbaino de Peñaskal, convertido en lugar de cobertura de necesidades básicas y de información, en el que la única condición para ser aceptado es respetar la convivencia. Aquí no se les exige cambiar, así que usuarios de distintas nacionalidades comparten sofá o mesa, mientras un musulmán reza en su esterilla. Prefieren no salir en la foto. En un minúsculo despacho charlamos con Manu Aginagalde, que no tiene inconveniente en contarnos su historia. «Mi padre era baztanés de Elizondo y mi madre es vizcaina, de Dima. Yo nací en Karrantza, pero a veces suelo decir que nací en Pancorbo para tocar los cojones, ¡qué pasa, que hay que tener pedigrí! Tengo un hijo de 36 años que no me habla y una hija, Garazi, que con 5 años se marchó por una simple operación de cadera, una negligencia médica denunciada en el Juzgado de Barakaldo. Sus cenizas están en San Juan de Gaztelugatxe, y lo demás de ella está en mí. Ahí se me rompió la vida. Entonces yo era jefe de obras especiales, llegué a tener cien personas a mi cargo y a facturar millones de euros», asegura. Combatió el duelo enganchándose al trabajo. «Era una máquina que solo curraba. Pero la oía llorar, hice una chapuza –muestra las marcas en sus muñecas– y me condenaron a estar tutelado un año». A Aginagalde se le acumulaban las desgracias, sufrió un accidente laboral, una caída fatídica y se lastimó la médula. Desapareció de la empresa, se fue al Estado francés, donde permaneció seis meses en la calle y al séptimo, «los gendarmes me dijeron ‘aquí no se puede pedir’ y me pusieron en Hondarribia», relata. Recién operado, cuando estaba viviendo en la calle, cuenta que una doctora le obligó a decidir. «‘Opción A, el albergue u opción B, el geriátrico; tienes 15 minutos para contestarme’. En el psiquiátrico me iban a empastillar, atontarme, así que elegí el albergue, que es como la mili con las literas pegadas». Está en la unidad del dolor, le han salido dos hernias en la espalda y visita al neurólogo y al cirujano. Dice ser antimarihuana, porque su cuerpo no la admite, «solo tabaco y de alcohol, como mucho cerveza. ¿Te parecen pocas drogas las medicinas que tomo? Tramadol, OxyContin… todos son opiáceos. Y eso que intento pasar de ellas lo que puedo», confiesa con voz enérgica. Tiene 56 años, está jubilado desde 2019 con un 98% de invalidez, aunque lleva tres años esperando para cobrar lo que le han prometido. «Tengo 33 años con seis meses cotizados y justificados con mi IRPF». No quiere compartir piso, a ratos habla de la casa de sus sueños –con huerta, le tira la tierra y el caserío– y en otras, contesta, «¿comodidades para qué?». Sus recorridos por la Gran Vía y el Sagrado Corazón y sus visitas a la biblioteca de la Alhóndiga constituyen su rutina diaria, que ha retomado tras el confinamiento durante once días en un centro de día, en su caso por precaución, tras un positivo de otra persona. «Me han hecho cinco PCRs y pruebas de sangre y, de momento, sigo sin coronavirus. Debo de ser inmune». Buscar soluciones. En permanente contacto con personas en exclusión social, Pablo Ruiz, director técnico de Bizitegi, opina que, pese a que de la crisis financiera del 2008 se salió con mayores índices de desigualdad, la población ha avanzado en valores. «Hace 50 años, con el pensamiento único, no se aceptaba nada, todo era malo. Nuestros hijos se están educando en la diversidad, lo que espero que nos lleve a un sitio mejor». En esta línea, cree que la única esperanza está en el feminismo, porque proyecta otro tipo de relaciones y de escenario. «Una sociedad más solidaria, en la que nos miramos más a la cara y nos cuidamos más: el objetivo no es ganar ‘contra’ y, además, ‘si los demás están bien, yo estoy mejor’. Seguramente hay más ismos que saben esto, pero las mujeres sois la mitad del mundo y el único grupo con el suficiente poder como para cambiar las cosas. El ecologismo creo que se apoya en bases parecidas, pero no tiene tanta fuerza. Afortunadamente, también cada vez hay más hombres feministas», afirma. Ruiz es uno de los cuatro autores de “Estudio sobre la realidad de las mujeres en situación de exclusión residencial”, un trabajo donde abordan el tema en profundidad. «Para una mujer, la calle es mucho más dura y peligrosa que para un hombre por la sociedad que tenemos. Al albergue no quieren ir porque están llenos de hombres; tienen espacio para dormir por la noche y allí están protegidas, pero cuando aparecen es como ponerles un cartel ‘soy mujer vulnerable y estoy sola’. Luego hay dieciséis horas en las que están fuera de ahí. Algunas llegan a decirte 'estoy con uno que me trata mal y me viola pero prefiero que me viole uno a que me violen muchos’». Así de claro y de crudo. La solución, en su opinión, pasa también por otra política de vivienda, convertida en un bien relacionado con el intercambio económico en lugar de en un sitio donde vivir y con gobiernos que eviten la especulación inmobiliaria. Y si la vivienda es clave, también lo es la diversidad. «Ahora entendemos que hay personas que no pueden llegar al estándar que esta sociedad pone como ideal pero, aun así, tienen derecho a apoyo y a una vida feliz. El mundo de la exclusión vamos por detrás. No todos tenemos que tener el mismo proyecto vital, hay personas que deciden tener otro proyecto y por eso no tienen que acabar en la calle», concluye. Las asociaciones que trabajan en este ámbito han comprobado de primera mano que el covid-19 ha complicado aún más el panorama. El derecho a una vivienda adecuada está reconocido en el artículo 25.1 de la declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 y, sin embargo, solo en la CAV se calcula que las personas sin hogar superan las dos mil, las 33.000 en el Estado español, mientras en el Estado francés se estima que la reducción de su esperanza de vida alcanza los 20 años. En Iruñea, el servicio municipal de Atención a Personas sin Hogar suele atender a unas dos mil personas al año. Muchas de ellas tenían una vida normal hasta que...