16 MAI 2021 «Ninguna montaña es lo suficientemente alta» La ruta del exilio de los Alpes: entre represión y solidaridad En los Alpes, en la frontera franco-italiana, decenas de exiliados intentan llegar al Estado francés cada día a través de difíciles caminos montañosos. Pese a la presencia de numerosos voluntarios para ayudarles, la Policía francesa los persigue y trata de devolverlos sistemáticamente a Italia. Una situación insostenible, peligrosa e inhumana para estos migrantes que huyen de la guerra, la miseria y para los que Europa es su única esperanza. A la izquierda, vista del paso de l'Echelle y de un camino utilizado por los exiliados para llegar al Estado francés desde Italia. Fotografía: Valentina Camu Simon Mauvieux y Maïa Courtoix Asimple vista es una estación de esquí como cualquier otra. Montgenèvre, situada a 1.800 metros de altitud, es bien conocida por los franceses, suizos e italianos que acuden a esquiar en sus pistas cada invierno, pero pocos saben lo que ocurre en esas mismas pistas al caer la noche. Son las ocho de la tarde y la oscuridad ya ha invadido las montañas. Baptiste se prepara junto con los voluntarios de la asociación Tous migrants (Todos migrantes). Como cada noche, su misión es simple: subir a la montaña para ayudar a los inmigrantes que cruzan la frontera franco-italiana y acompañarlos al pueblo más cercano, Briançon. Una tarea sencilla para aquellos que están acostumbrados a caminar durante horas en el frío y la nieve, a la que deben añadir esconderse cuando la Policía está al acecho y a huir cuando no tienen otra opción. Esta noche, nada saldrá como se había planeado. Un grupo de voluntarios patrulla las montañas en busca de personas en dificultad en 2019. Fotografía: Valentina Camu El sonido de las motos de nieve resuena en el valle. La Policía no está lejos. Baptiste tiene sus trucos. Camina sobre la hierba evitando poner los pies en la nieve para que su crujido no delate su posición, sabe cuándo detenerse y se orienta de noche como si estuviera a plena luz del día. Tras una hora de marcha, Baptiste se detiene, no puede avanzar más allá porque cruzaría la invisible frontera con Italia, arriesgándose a ser detenido o encarcelado. Francia castiga duramente a quienes ayudan a entrar ilegalmente a su territorio. Desde su posición, observa un camino utilizado regularmente por los migrantes que llegan de Italia. Solo es cuestión de tiempo que aparezcan las primeras siluetas en la oscuridad. Dos figuras se deslizan a lo lejos, linterna en mano: gendarmes. Ellos también conocen las rutas de los migrantes y a los que les ayudan. Invisibles en la oscuridad, se ocultan entre los arbustos, esperando el momento de salir de su escondite. Unos minutos más tarde, llega el primer grupo. Son tres. Baptiste va a su encuentro. En la noche, los migrantes no pueden distinguir entre un voluntario que quiere ayudarles o un policía que va a detenerles. Cuando ven a Baptiste se asustan. Hacen un amago de escape, pero rápidamente entienden que Baptiste está ahí para ayudarles, así que le siguen y suben hasta su posición inicial, cerca de la carretera. Antes de llegar a la cima, Baptiste ve a otro grupo. Decide volver, pidiendo al grupo que le espere. El segundo grupo es una familia pero no tienen tanta suerte. Los dos policías emergen de su escondite, sus linternas iluminan la oscuridad. «Control de identidad, por favor, no se muevan». Los gendarmes escoltan dos grupos de migrantes hasta el puesto de control fronterizo. Fotografía: Teresa Suárez La familia intenta seguir las órdenes, pero no tienen papeles. Baptiste saca su carné de identidad y la documentación que demuestran que trabaja para una asociación. Mientras tanto, unos metros arriba, los tres hombres siguen tirados en la nieve, inmóviles. Si se mueven la policía los descubrirá. La luz de la linterna de los policías vaguea entre los árboles, saben que hay más inmigrantes cerca y apuntan directamente a la zona donde se han quedado los tres argelinos. ‘¡Alto!’, grita la Policía. Dos salen fugazmente y consiguen escabullirse, pero el tercero no tiene tanta suerte, lo detienen y lo conducen junto a la familia que espera sentada, aterida de frío en la nieve. Cuarenta minutos después, una patrulla de refuerzo llega para escoltar al grupo hasta el puesto de control fronterizo. A mitad de camino, un miembro de la familia, una mujer mayor, tiene problemas para respirar. Sus hijos cargan con ella para seguir adelante al ritmo que indica la Policía. Los exiliados son llevados al puesto fronterizo. Una hora más tarde, aparece una furgoneta de la Policía italiana para llevarlos de vuelta a Italia. En los próximos días, todos ellos intentarán cruzar de nuevo, hasta conseguir entrar en el Estado francés. Varios retratos de chicos que han pasado por el refugio se exponen en la sala común. Fotografía: Teresa Suárez Un pretexto para militarizar la frontera. Estas situaciones son cotidianas en los Alpes, y son buen ejemplo de las políticas migratorias del Estado francés. Aún en 2015, ante la llegada masiva de solicitantes de asilo provenientes de Siria o Afganistán, Francia se esforzaba por encontrar soluciones duraderas de acogida para estas personas. Se habló entonces de una crisis migratoria, pero lo que se ve en las calles de París es un fallo estructural del sistema de asilo francés. Los precarios centros de acogida están llenos y los trámites administrativos son cada vez más largos y difíciles, lo que empuja a mucha gente a malvivir en las calles de la capital. Mientras tanto, los atentados contra Charlie Hebdo, el Bataclán (2015) y Niza (2016-2020) permitieron al Estado francés, bajo el Estado de Emergencia, restablecer los controles en las fronteras interiores, creando un paralelismo entre inmigración y “terrorismo”, estigmatizando a los solicitantes de asilo. «Intentan equiparar a las personas que pasan por aquí con terroristas», afirma indignada Agnès Antoine, una de las coordinadoras de la asociación local Tous Migrants. «El Gobierno está utilizando la lucha contra grupos yihadistas para militarizar la frontera». Tras los atentados de 2015, el Gobierno francés restableció los controles de identidad en el interior de sus fronteras. A raíz del último atentado en noviembre de 2020 en Niza, Emmanuel Macron anunció la duplicación de los efectivos policiales en las fronteras. En Montgénevre hay cerca de 120 policías para patrullar la frontera, equipados con motos de nieve, walkie-talkies y prismáticos térmicos para detectar movimientos en la montaña. Estas restricciones complican aún más el paso de los exiliados, sin que se haga nada para garantizar una acogida digna, de acuerdo con las leyes internacionales, europeas y francesas. Aquí, en Montgenèvre, las devoluciones de los inmigrantes hacia Italia son la norma. Las autoridades afirman que no es necesario registrar las solicitudes de asilo en las fronteras interiores de la UE y que las denegaciones de entrada, seguidas de devoluciones, son legales. Un gendarme descubre a un grupo de migrantes durante una patrulla cercana a la frontera franco-italiana. Fotografía: Teresa Suárez Por su parte, asociaciones como Tous Migrants o Médicos del Mundo, denuncian una vulneración del derecho de asilo, regulado por la Convención de Ginebra. El Consejo de Estado, máximo órgano jurisdiccional administrativo del Hexágono, les dio la razón el pasado 8 de julio de 2020, afirmando que el procedimiento de entrada en el país en concepto de asilo debe aplicarse efectivamente en la frontera franco-italiana. En 2020, según la prefectura de los Altos Alpes, se rechazó sin motivo alguno la admisión de 1.576 personas en el territorio de Montgenèvre. Los voluntarios son víctimas indirectas de este aumento de los efectivos policiales. «Ahora que son muchos, se han dado cuenta de lo que hacemos, tienen mejores técnicas y nuevos equipos, como prismáticos térmicos», explica Manou, una voluntaria veterana de Tous Migrants. La presencia policial está haciendo que más voluntarios sean multados o detenidos. «La gente siempre acaba cruzando», afirma Manou, aunque ahora tengan que intentarlo más veces. Un agente agente policial se muestra tajante: «El 100% de la gente acaba pasando». El pasado 20 de marzo, durante una manifestación de apoyo a los exiliados, Agnès Antoine tomó un micrófono delante del puesto fronterizo: «Esto no es más que un teatro montado para hacer creer a la opinión pública, cada vez más extremista y racista, que las fronteras están bien protegidas. Cuando en realidad, sabemos muy bien que la gente que quiere pasar, pasará. Es una política nefasta». Exiliados salen del puesto fronterizo tras haber sido detenidos en las montañas. La Cruz Roja y la Policía los llevarán de vuelta a Italia. En un muro, pintadas en favor de los migrantes. Arriba, a la derecha, Alfred Spira y Bernard, ambos voluntarios en Médicos del Mundo. Debajo, un grupo de jóvenes juegan con un niño en el refugio. Fotografía: Valentina Camu y Teresa Suárez Cada vez más ancianos y niños. Esa misma tarde, mientras la manifestación estaba en pleno apogeo, una ambulancia acude a Montgenèvre para socorrer a una mujer mayor en estado grave. Tras haber cruzado la frontera con su familia, se desplomó en la nieve en los últimos metros. Los bomberos la evacuaron al hospital mientras que la Gendarmería llevaba a su familia al Refugio Solidario, en la ciudad de Briançon, a unos diez kilómetros de la montaña. El Refugio Solidario es el destino de todos aquellos exiliados que consiguen atravesar las montañas. Este antiguo cuartel de rescate de montaña, situado en pleno centro de la ciudad, se transformó en 2017 en un centro de acogida gestionado íntegramente por voluntarios. Cuando los miembros de Tous consiguen ayudar a los exiliados, siempre los llevan al refugio. Allí, decenas de voluntarios los acogen, les ofrecen comida y un colchón para pasar las noches. En la entrada del local, zona de reunión y recepción, el árabe, el farsio y el pastún se mezclan en un bullicio inaudible, puntuado por el chirrío de la puerta principal, que se abre y se cierra sin parar. Desde su apertura en 2017, el refugio ha acogido a más de 12.300 personas. Llama la atención la cantidad de familias con niños y ancianos que acoge el refugio. «Ahora mismo, estamos encadenando familia tras familia. Son primos, padres, hermanos, abuelos», dice Pauline Rey, coordinadora del refugio. «Para que gente de entre 60 y 70 años decida llevar a cabo este viaje tienen que estar pasándolo muy mal», señala consternada. Desde 2020, el perfil de las personas que cruzan la frontera ha cambiado significativamente. Antes, eran sobre todo hombres jóvenes, solos, de África Occidental. Ahora son familias, procedentes de Irán o Afganistán, a veces llevan años viajando. Se trata de personas más vulnerables, para las que la presencia policial aumenta aún más los riesgos de la travesía. En el piso de arriba, en un estrecho pasillo donde la ropa cuelga de un tendedero, una mujer espera junto a su hija. Unas arrugas sonrientes le abrazan el contorno de los ojos, se llama Donya* y solo unas horas antes se había desmayado en las montañas, pero ahora se encuentra mejor. «Solo sé farsi», dice disculpándose; una joven afgana, que viaja sola con su hija, nos ayuda con la traducción. «Uno de nuestros hijos lleva once años viviendo en París. Le gustaría adquirir la nacionalidad francesa», dice Donya. Él les ayuda a organizar su viaje. La familia planea tomar el tren a París para reunirse con él antes de ir a Alemania, donde les espera un segundo hijo y «una gran familia», según Omid, el padre de 70 años. Este último es un hombre alto con ojos brillantes pese al cansancio. Entra y sale constantemente del refugio, aparentemente incapaz de encontrar un lugar para descansar. En el interior, el ruido ambiental le agota. Se lleva las manos a las sienes y asiente con la cabeza. Fuera, se acerca una silla, intercambia tres palabras con un joven marroquí. Luego, su mirada se pierde en el vacío y su rostro se cierra de nuevo. No quiere hablar sobre Afganistán. Menciona a un hijo que fue asesinado allí, antes de hacer una pausa para levantar la vista al cielo. De repente, sonríe y se lleva las manos al pecho: «Rezad por nosotros... ¡Yo rezaré por vosotros!». Jeanne, parisina que ha descendido hasta Briançon para ayudar como voluntaria en el refugio cuya coordinadora es Pauline Rey, a su derecha. Fotografía: Teresa Suárez Reducir los riesgos, mantener la solidaridad. La travesía es dura, poco importan las devoluciones y las largas caminatas en la noche nevada, la determinación de estas familias es inquebrantable pese a las dificultades. «Hay que poner en marcha una estrategia de reducción de riesgos», explica Alfred Spira, antiguo profesor de epidemiología, figura de autoridad en el campo de la salud pública francesa. Spira, de 76 años, participa como voluntario de Médicos del Mundo desde julio de 2020. «Cuando hay -20° las personas están expuestas al riesgo de congelación: intentamos ponerlas a salvo lo antes posible...», pero no siempre es fácil. A la dureza de la ruta se le añaden las diferentes condiciones de los migrantes. Una noche de enero también tuvo que ocuparse de diez personas detenidas por la Policía en el paso de Montgenèvre, entre ellas dos ancianas con problemas de salud. Una de ellas, de 80 años: «No tenía buen aspecto, estaba en estado de shock». La otra sostenía un electrocardiograma y documentos médicos en la mano. «Le pedí al policía que comprobara su estado de salud», cuenta el médico. Tras la negación del policía, insistió: «Es mi deber ayudarles». Pero el policía le dijo que se fuera y añadió: «Si no, esto acabará mal». A pesar de los obstáculos provocados por las fuerzas policiales, la solidaridad se mantiene. El núcleo duro gira en torno a Tous Migrants, que cuenta con casi 1.000 miembros. Los más veteranos son antiguos socorristas de montaña, que comparten la misma filosofía que los marineros: en la montaña como en el mar, no se deja morir a nadie. La comunidad católica también se ha implicado desde el principio, distribuyendo un centenar de comidas al día y abriendo lugares de acogida como la iglesia de Santa Catalina en Briançon. Muchos agricultores de la región, que defienden una relación más justa entre los países del Norte y del Sur, ofrecen trabajo en sus explotaciones, reforzando esta red de solidaridad. Es el caso de Moussa, que llegó siendo menor de edad, acogido por el agricultor local Baptiste Vialet. «Vivía en una casa ocupada y un día un voluntario nos preguntó si queríamos ir a vivir con alguien, así llegué a casa de Baptiste. Ayudaba un poco en la granja alimentando a los animales y ocupándome del perro», recuerda Moussa con una sonrisa. La granja de Baptiste se convirtió en un espacio de descanso tras un largo viaje desde Mali, después de haber pasado por Libia o Italia. «Quería ser enfermero, así que le inscribimos en un curso de formación en asistencia personal», recuerda Vialet. Hoy, Moussa trabaja en una residencia de ancianos en Briançon, donde es apreciado por todos los residentes. Su próximo paso es conseguir el título de auxiliar de enfermería, y convertirse en enfermero o médico. «Quiero volver a Mali para construir un hospital allí, para llevar equipos médicos y ayudar a la gente que lo necesita», dice. La solidaridad traspasa las regiones, cada semana vienen nuevos voluntarios a echar una mano, un relevo necesario para los voluntarios locales. Jeanne es un ejemplo. Vino desde París para ayudar durante unas semanas en el refugio y en las patrullas en las montañas. «Como voluntarios hacemos muchas cosas. Cocino, limpio, lavo las sábanas o ayudo a los exiliados con sus teléfonos», dice. Manifestación en solidaridad con los migrantes frente al puesto fronterizo de la Policía en Montgenèvre. Fotografía: Teresa Suárez Jóvenes argelinos y marroquíes en busca de oportunidades. El Estado francés no es el único que militariza sus fronteras. En el Estado español, Ceuta y Melilla se han convertido en auténticas fortalezas, dejando de ser la opción preferida de muchos norteafricanos para entrar en Europa. Ahora, los magrebíes también utilizan los Alpes, aunque estén lejos de sus rutas tradicionales de migración a Europa. Yacine tiene 26 años. Él y su amigo son los migrantes que consiguieron escapar de la Policía, huyendo cuando fueron descubiertos. Lograron cruzar a territorio francés una hora después, utilizando otras rutas menos visibles. Yacine abandonó Argelia hace varios años. Tiene un máster en derecho internacional, pero este joven de pelo rapado y siempre sonriente no encontraba trabajo en su país. Decidió probar suerte en Europa. Tras tomar la ruta de los Balcanes, llegó a Italia, donde sobrevivió haciendo trabajos esporádicos. Pero el covid-19 trastornó su ya precaria vida, así que decidió probar suerte en el Estado francés para poder realizar sus trámites administrativos en Italia, donde espera obtener sus papeles. «En Italia tenía una vida normal, sin controles policiales, es más tranquilo. Aquí te sientes amenazado, hay controles por todas partes», dijo. Quiere ir a París, donde un amigo suyo le puede acoger. A pesar de su máster, quiere trabajar en cualquier sitio mientras le paguen. En París, está pensando en convertirse en repartidor de Uber en bicicleta, por poco más de cien euros por semana. Para él es mejor que nada. «Prefiero vivir en la calle y trabajar que vivir en una bonita casa sin trabajar», dice todavía sonriendo. «Por supuesto que soy optimista. La vida sigue, ¿por qué deprimirse?».