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ARQUITECTURA

La crisis del Plan y la oportunidad de los barrios


Si tienen la oportunidad de hablar con un urbanista, preparen un paquete de kleenex; la profesión se queja, con razón, de la desproporcionada complicación que hoy en día se confiere a la profesión de diseñar y ordenar una ciudad. Esta complicación no viene dada por la naturaleza de la profesión, sino por la cantidad de informes, contrainformes, dimes y diretes que deben de realizarse para sacar adelante, por ejemplo, un Plan General de Ordenación Urbana, que es el documento base sobre el cual se ordenan los municipios de la Comunidad Autónoma del País Vasco.

No es solo la cantidad de idas y vueltas que tiene ese documento, sino que cada vez que una entidad sectorial, digamos por ejemplo un ministerio español, tiene que emitir un informe, pues ya tenemos de tres a cinco meses de espera hasta que llega. Multiplique el amable lector esta cifra por al menos una docena de informes necesarios para la tramitación del Plan, y eso nos lleva a entender por qué, de media, un Plan tarda en tramitarse de 8 a 10 años, y por qué tenemos casi todo Bizkaia sin adaptar su normativa a una ley del suelo vasca que tiene ya 15 años de edad. ¿Consecuencia? Pues que más o menos la mitad de los habitantes en la CAPV vive en municipios cuyos planeamientos urbanísticos fueron pensados, más o menos, hace 30 años, cuando todavía se fumaba en hospitales.

Hubo un tiempo en el que los urbanistas europeos sacaban pecho frente a los estadounidenses, esgrimiendo el Plan como gran logro racionalizador. Hoy en día, es un elefante que se tarda 10 años en tramitar, y tiene una vigencia de otros 10 años, después de lo cual se debería de volver a escribir. Es decir, como un mandala de arena tibetano, tan pronto se acaba ya queda desfasado.

La mala fama de los Planes Generales se acentuó durante la década pasada, cuando nos dedicamos en el Estado español a llenar de chalets adosados sobre patatales. Para eso sí, para transformar suelo rústico el Plan funcionaba de maravilla; el problema ha venido cuando Europa ha ordenado que las ciudades tienen que crecer hacia adentro, es decir, se tiene que redensificar lo ya construido. Comienzan los problemas, porque con el sistema de plusvalías que se instauró durante la dictadura no es lo mismo renovar un barrio del centro de una ciudad que construir chalets.

Las distintas legislaciones del suelo que se han sucedido desde el crack inmobiliario de 2008 han intentado hacer más atractivas estas operaciones de renovación para los promotores, pero ninguna se apoyaba en un Plan General para ello. Todo eran operaciones de renovación puntuales, una zona aquí, otra zona allá. Como ejemplo, la ciudad de Bilbao, que se ha diseñado por retales con el amparo de un Plan General redactado cuando ni siquiera se había inaugurado el metro en la villa.

Una solución a este despropósito la tenemos en Valencia y Barcelona; en el caso de Valencia, pensaron que, antes de un Plan, debían de pensar una estrategia y una metodología. La pregunta que se hicieron era: «¿Es posible, desde el barrio, establecer un modelo de ciudad a la escala del peatón, basado en la proximidad y articulado desde los recorridos peatonales?». La idea de que un barrio pudiera ser la piedra angular de una nueva cultura urbana se viene repitiendo desde hace unos años, resumida en la idea de la “ciudad de los 15 minutos”, en referencia al tiempo que, caminando, deberíamos de emplear en hacer los tránsitos entre los sitios del día a día: la compra, la escuela, el ambulatorio, los parques, etc.

Las áreas de la ciudad. Valencia llega a la conclusión que entre el barrio y la ciudad, tiene que haber un término intermedio, al que llaman “área funcional”. De ese modo, dividen los 800.000 habitantes que tiene la capital en una veintena de áreas, de entre 20 y 90.000 habitantes, que se conforman como esas ciudades de los 15 minutos, y mantienen un equilibrio de dotaciones (escuelas, comercio, espacios públicos) que nos permite tener una vida plena sin salir de esa área y, más importante aún, sin coger el coche.

A esa misma conclusión ya había llegado el Ayuntamiento de Barcelona anteriormente, cuando plantea el proyecto de las “supermanzanas”, que no son sino un conjunto de las típicas manzanas del Eixample barcelonés que se cierran al tráfico, haciendo una isla habitable, con el peatón como amo y señor. La verdadera novedad en el caso de Valencia es que se “puentea” la figura del Plan General, ese documento tan farragoso, mediante la elaboración de una primera estrategia que se usa como hilo conductor, y el posterior desarrollo, área a área, de todas las áreas de la ciudad.