7K - zazpika astekaria
PSICOLOGÍA

Corregido y aumentado


Según el Eustat, en 2020 alrededor de doscientas sesenta mil personas viven solas, si bien, vivir a solas no significa sentirse sola, solo. Sea como fuere, el aislamiento tiene unos efectos curiosos sobre la manera de pensar, sentir y hacer. Para empezar, ese aislamiento funciona como una caja de resonancia, en la que rebotan los fenómenos interiores, haciéndolos ‘sonar’ con mayor fuerza, durante más tiempo.

Quizá la soledad sea el resultado de caminos de relación que se han ido cerrando, o quizá de renuncias elegidas que se adoptan a medida que pasa el tiempo de vida, pero en cualquiera de los casos, la ausencia de interacción, también dificulta la relativización de ciertas circunstancias o acontecimientos. Al igual que sucede con otros animales gregarios, el grupo tiene sus mecanismos para mantener el equilibrio, incluyendo a todos sus miembros, en función de sus capacidades pero también al margen de su poder –muchos grupos de primates, cánidos, y felinos, cuidan de sus miembros débiles aunque no puedan cazar o moverse como los demás–.

Y no solo incluyendo y manteniendo a miembros frágiles, sino también equilibrando a aquellos otros con un exceso de impulso o violencia. Entre los humanos, los otros no solo nos ayudan a proveernos de lo que no tenemos y necesitamos, sino también a regularnos internamente, psicológicamente. Todos sabemos que la tristeza, el enfado o el miedo, duran más y son más intensos si no hay nadie cerca a quien recurrir; y que la alegría, la sorpresa o la ilusión duran menos si no tenemos con quién compartirlo.

También sabemos por experiencia propia que el dolor físico se hace mayor y más insoportable si no hay una mano que coger, o una mano sanadora que nos apacigüe. Cuando no tenemos con quién hablar de un conflicto pasado o previsible con un vecino, una pareja, un compañero de trabajo, etc, esas imágenes que representan y reproducen las escenas más catastrofistas posibles, se repiten una y otra vez, corregidas y aumentadas, impidiéndonos dormir, concentrarnos, o disfrutar plenamente. También las dolencias físicas posibles se vuelven probables cuando no hay contraste; esa mancha se convierte en melanoma con facilidad si no dejamos de mirarla, o ese dolor vago se convierte en agudo al añadirle preocupación.

Al mismo tiempo, también es cierto que, a veces, la soledad pone un dique a la invasión de las creencias de los otros, sus imposiciones o temores; sin embargo, cuando esta soledad no es elegida, o utilizada, sino una imposición de las circunstancias de la vida, son las propias creencias, los propios temores los que corren el riesgo de invadirnos, haciéndonos perder la perspectiva. Como sucede al cocinar cuando añadimos un poco de harina diluida o apachurrando un pedazo de patata que cambia la densidad del caldo, la soledad añade una tenue pero persistente sensación de inseguridad generalizada que produce tensión y temor, manteniendo el cuerpo en una constante situación de alerta por un lado y de deprivación por otro. ‘Densifica’ la vida emocional en lo que se refiere a los peligros o situaciones estresantes, pero diluye las interacciones agradables al ser una gota en una gran masa de carencia de baja –o no tan baja– intensidad.

La soledad no deseada tiene muchos efectos no deseados pero quizá el peor de ellos es que dejamos de tener impacto en el mundo, y por tanto, retorno de parte de los otros. Si hay algo en lo que esmerarse en esos casos es en tener encuentros, provocarlos, intentar sacar fuerzas de flaqueza y hacer que pase algo, lo que sea, que nos haga sentir que no tenemos que esperar a que venga alguien –porque, desgraciadamente, a veces eso no será así–, sino que podemos generar nuestros propios estímulos, encuentros. Mantener la curiosidad por el mundo, es una responsabilidad propia, que posibilita el encuentro.