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CINE

«Iñigo»


Tuve la inmensa fortuna de asistir a un pase de “Iñigo” (2021) hace unos meses, cuando apenas nadie había visto su montaje definitivo y todavía era una copia de trabajo. En este tipo de películas es muy importante sentirse inmerso en el proceso en construcción, dentro del desarrollo creativo mismo. Y por más tiempo que uno lleve en este oficio de tinieblas que es la crítica cinematográfica, hay momentos únicos, mágicos e irrepetibles en que descubres el misterio de la luz como por primera vez, como en aquella proyección virgen de la niñez en que en medio de una sala oscura la pantalla se iluminó repentinamente. Y para seguir creyendo en el cine, en el auténtico, en el que se pega a tu rostro mientras estás sentado en la butaca y ya no te abandona, una vez de vuelta a la calle y a la realidad del exterior, necesitamos a autores honestos como Imanol Rayo, que todavía queda alguno.

El tercer largometraje del cineasta arbizuarra se presenta mañana en Loiola, en un estreno catedralicio que puede remover los cimientos del jesuitismo, con motivo del V Centenario ignaciano. Pero creo que el camino a recorrer por “Iñigo” (2021), y me refiero al del circuito artístico, y no al que anda cojeando y apoyado en un rústico bastón su protagonista, está en los festivales independientes alejados del mercadeo y los intereses mediáticos, porque también tiene que haber un cine del recogimiento, que no necesita de grandes campañas comerciales y se disfruta en la intimidad.

El tercer largometraje del amigo Imanol ha llegado por sorpresa, teniendo en cuenta que entre sus dos largometrajes anteriores casi había transcurrido una década. Es una situación que habla a las claras de lo que cuesta levantar un proyecto dentro de la industria convencional, motivo por el que el cineasta tuvo la intuición de aprovechar la pandemia para hacer una creación alternativa, con la máxima calidad que puede dar un mínimo pero escogido equipo técnico. Ese es el secreto, y no otro, de su obra más genuina y rompedora hasta la fecha.

Rayo debutó ganando el Premio Zinemira con “Bi anai” (2011), que era una adaptación de Bernardo Atxaga pero traspasada por el espíritu visual de Robert Bresson. En cambio, su reciente “Hil kanpaiak” (2020), basada en una novela negra negrísima de Miren Gorrotxategi, responde más al sentido del fatalismo y de la tragedia familiar de un Haneke. Y en “Iñigo” (2021) notó la influencia del genio del cine mexicano, y del cine contemplativo por extensión, Carlos Reygadas.

La imagen que ilustra al pie este comentario corresponde a un infinito plano-secuencia, que se constituye en el eje estético de toda la película, y que es en si solo un retablo viviente que ha sido posible gracias al director de fotografía Javi Agirre y su forma de atrapar la luz natural. Porque ha sido captada por una de sus cámaras, pero se diría que es la obra de un pintor. Con el texto que le acompaña debajo en esta crónica me recuerda a los cuadros comentados de Isabel Guerra, la monja pintora.

La banda sonora que refuerza los tan sobrecogedores instantes de esta epifanía es la del puro silencio terrenal, algo así como el susurro del viento que mece las hierbas más altas. En lo teórico, que aquí comulga con lo plástico, la inspiración proviene de una frase del escritor Georges Bernanos, casualmente el mismo al que adaptó Robert Bresson en “Journal d’un curé de campagne” (1951), y que dice: “El primer paso se da hacia adentro y en silencio”.

Y así es, vemos a Ignacio ponerse en pie por primera vez tras su larga convalecencia, y empezar a andar su viaje interior en la interpretación de Javier Godino, el único actor. Representa su renacimiento, mediante la recuperación de la capacidad de caminar, en cuanto redescubrimiento de un mundo que ya ve con otros ojos. Cruza el plano lentamente de un extremo a otro, con el tesón que transmite al espectador que sigue su recorrido iniciático sin quitar ojo de un lienzo que se llena del color vivo de nuestros montes.