12 DéC. 2021 LUCES Y SOMBRAS de Una POLÍTICA PODEROSA Auf Wiedersehen, Mutti Angela Merkel, la «Mutti» (amatxo) para muchos alemanes, se ha ido esta semana tras más de tres lustros en el poder. Con cuatro mandatos como canciller, ha sido la líder no ya más longeva, sino la más relevante en Europa, y en el mundo, en estos albores del siglo XXI. Fotografía: Michael Kappeler | AFP Dabid Lazkanoiturburu La primera mujer canciller en la historia de Alemania ha marcado toda una época. La hasta ahora mujer más poderosa del planeta ha conocido a cuatro presidentes estadounidenses, a otros tantos inquilinos del palacio del Elíseo, a cinco primeros ministros británicos y ocho italianos, además de a tres jefes de gobierno españoles. Su longevidad solo es comparable, salvando las distancias geopolíticas y de calidad democrática, a la del ya viejo «zar ruso», Vladimir Putin, o a la del «sultán neotomano» turco, Recep Tayip Erdogan.. Eso sin incluir a la miríada de pequeños pero tiránicos sátrapas asiáticos, árabes, africanos y latinoamericanos –que los hay– y sus ansias de eternizarse en el poder. Y lo ha hecho en un escenario internacional muy convulso y marcado por sucesivos movimientos sísmicos, desde la crisis global de 2008 hasta la pandemia del covid-19, sin olvidar la avalancha de refugiados que en 2015 mayoritariamente huían de las guerras siria, iraquí y afgana. Sin perder de vista a la cada vez más presente emergencia climática. De ahí que el balance de su largo reinado esté plagado de luces y sombras, de panegíricos laudatorios y de críticas, estas mucho más matizadas al interior que fuera de las fronteras de Alemania. Tras la rápida y exitosa negociación de un acuerdo de gobierno entre el SPD, los Verdes y los liberales del FDP, y cumplidos desde el 22 de noviembre de 2005 más de 16 años como canciller, Merkel se ha quedado a unos pocos días –16 de diciembre–, de superar el récord en el cargo que sigue ostentando su mentor en la Unión Cristianodemócrata (CDU), Helmut Kohl. Saludando a Emmanuel Macron. Fotografía: Ludovic Marin-Christopher Furlong | AFP La «chica de Kohl». Quien fue canciller alemán durante 16 años y 26 días (1982-1998), ya fallecido, nombró a la entonces diputada del Bundestag ministra de la Mujer y la Juventud, una cartera menor como atestigua su nombre y la época. Pero era ambiciosa y aprovechó la derrota electoral en 1999 de su mecenas y artífice de la «reunificación alemana», acosado por un escándalo de financiación irregular del partido, para rebelarse contra él en una carta abierta en el “Frankfurter Allgemeine” y asumir las riendas de la CDU en el año 2000. Los barones y machos alfa del partido decidieron esperar a que se quemara la que pensaban iba a ser una candidata de transición, pero aquella a la que bautizaron despectivamente como la «chica de Khol», ganó en 2005 las elecciones federales, aunque fuera por un escaso punto, sobre el canciller socialdemócrata, Gerhard Schröder. Tras su ajustada victoria, Merkel logró forjar un gobierno de gran coalición (Grosse Koalition), fórmula que ha repetido en tres de sus cuatro mandatos (con el interregno del acuerdo con los liberales entre 2009-2013), y que le sirvió para girar hacia el centro, pero vampirizando y provocando un lento e imparable declive electoral del SPD, la histórica formación socialdemócrata alemana. La responsabilidad no es solo suya. Merkel inició su largo reinado aupada a la ola de las contrarreformas del mercado de trabajo y del Estado de Bienestar que Schröder y sus socios de gobierno verdes impulsaron, y que explican tanto la derrota del SPD en los comicios de 2005 como en las sucesivas citas electorales. Hasta este año, ya sin Merkel como rival. La «Agenda 2000» de Schröder logró resucitar económicamente al «enfermo de Europa» reduciendo el paro, del 10% al inicio de la década (5 millones de desempleados), pero lo hizo a costa de imponer a la población más empobrecida y vulnerable los minijobs (trabajos por menos de 450 euros y sin apenas cotización a la seguridad social). Eso sí, posibilitó el desigual milagro económico alemán sobre el que ha cabalgado la «canciller eterna». Sobre estas líneas, la canciller alemana durante un encuentro oficial con el presidente ruso, Vladimir Putin. Fotografía: Alexander Zemlianichenko | AFP Crecida en la RDA. Angela Dorothea Kasner (Hamburgo, Alemania Occidental, 17 de julio de 1954) es hija de un pastor luterano y creció en la extinta República Democrática de Alemania (RDA) después de que su padre fuera destinado al pastorado en la iglesia de Quitzowo. Así, se crió desde los tres años en Templin, una localidad situada 80 kilómetros al norte de Berlín y que cuenta actualmente con 16.000 habitantes en el land oriental de Brandenburgo. Tras trasladarse a estudiar a la Universidad Karl Marx de Leipzig a los 17 años, se doctoró en Física, por lo que tiene una sólida formación científica que incluye un doctorado en química cuántica en el que fue distinguida con un cum laude. Sus notas de sobresaliente en física y química contrastan con el suficiente que le dieron las autoridades académicas comunistas a la prueba obligatoria que la joven tuvo que cumplir sobre sus conocimientos en materia de marxismo leninismo. Superado el trámite, Kasner se casó a los 23 años con Ulrich Merkel, físico del que tomó el apellido, del que no se desprendería tras su divorcio. Al contrario que su padre, que decidió como destino de su misión evangelizadora la RDA y coqueteó desde posiciones de izquierda con el «Estado antifascista» –del que se comenzó a desmarcar en los años 70–, la joven hija se limitó a cumplir con pragmatismo las obligaciones militantes sin las que era imposible medrar en la Alemania Oriental. Así, participó en los Jóvenes Pioneros y llegó a asumir cargos en las Juventudes Libres Alemanas (FDJ) y en la secretaría de Agitación y Propaganda en la Academia de Ciencias de Berlín, pero más por pragmatismo y por frialdad calculada que por convicción. Eso no quiere decir que desde niña no le interesara la política. Al contrario, su padre, Horst Kasner, le inculcó el interés por el debate y ella, la hija mayor, se «formó» viendo la televisión del otro lado del Telón de Acero. Empezó a contactar con grupos disidentes poco antes de la caída del Muro de Berlín en diciembre de 1989. Dos meses después, con la RDA agonizante, se afilió a la CDU tras pasar por el partido Despertar Democrático, fundado en los estertores del Bloque Oriental. Tras divorciarse, Angela Merkel se casó con Joachim Sauer, químico que le asesoró en su doctorado, y con el que actualmente convive. No tiene hijos biológicos (su compañero tiene dos), lo que no le impide ser la mutti o «madrecita». Un legado bipolar. Su legado tendrá luces y sombras, pero pocos líderes, y menos lideresas, pueden presumir de un índice de popularidad del 75% tras 15 años en el poder, como el que disfrutaba Merkel en las encuestas publicadas en enero de este año. En vísperas de las elecciones del pasado mes de setiembre, otro sondeo para la televisión pública aseguraba que el 80% del electorado alemán considera positiva la herencia de Merkel. Todos los analistas coinciden en que, si se hubiera presentado por quinta vez en los comicios, habría vuelto a ganar. Más aún, quien finalmente los ganó, el ministro de Finanzas y centrista del SPD, Olaf Scholz, no se cansó durante toda la campaña en presentarse como el sucesor de la canciller democristiana. Merkel ha sido, para muchos alemanes, una especie de funcionaria sin tacha, a la que no ha salpicado escándalo alguno. Una suerte de fiable responsable de recursos humanos de una empresa llamada Alemania. Una buena gestora. La canciller ha enriquecido el diccionario teutón con verbos como «merkeln», ese método Merkel de hacer política basado en la transparencia, el consenso y la toma de decisiones profundamente meditadas, a costa incluso de pecar de una enervante parsimonia. Un estilo sosegado que tiene su correlato gestual en su manía de juntar las manos –«Merkel-raute» o rombo de Merkel–, en sus famosos trajes chaqueta y hasta en su flequillo. Hay quien relaciona precisamente esa sobriedad, ese carácter introvertido de Merkel, con su mentalidad prusiana. Es el caso del alcalde de Templin, el pueblo donde pasó su infancia. Detlef Tabbert es regidor de la formación de izquierda post-comunista Die Linke y, pese a situarse en las antípodas ideológicas, no oculta su admiración por la ya excanciller, a la que en 2019 nombró hija predilecta de la localidad, y de la que destaca que inspira confianza y prefiere escuchar antes de opinar. Arriba, con Boris Johnson. Merkel ha conocido a cuatro presidentes estadounidenses, a otros tantos inquilinos del palacio del Elíseo, a cinco primeros ministros británicos y ocho italianos, además de a tres jefes de gobierno españoles. Fotografía: Ludovic Marin-Christopher Furlong | AFP ¿Virtud o simple oportunismo? Esa capacidad de tejer compromisos y ese pragmatismo le han permitido afrontar las graves crisis que han salpicado sus mandatos, ante las cuales no ha dudado en modular e incluso en abandonar sus convicciones más profundas. Defensora de la energía nuclear, tras el desastre de Fukushima de 2011, anunció el paulatino y para finales de 2022 definitivo cierre de las centrales nucleares. En 2017, en vísperas de las elecciones, promovió la equiparación del matrimonio homosexual. En los noventa, cuando era ministra de la Mujer, se mostraba rotundamente en contra de las cuotas por «degradantes y deshonrosas». Con el paso de los años, y tras cuatro elecciones en las que recibió los votos de muchas mujeres que no votarían nunca a un candidato de la CDU, defiende sin ambages la paridad como un objetivo inapelable. ¿Puro oportunismo? ¿Fruto de una maduración y un cambio de sus convicciones? ¿Simple instinto de supervivencia? Quizás haya algo de todo eso tras la adusta mirada de Merkel. Pero, no nos engañemos. Merkel ha sido, a la vez, una dirigente rocosa e insensible a toda demanda, como con sus reiterados «Nein» a una mayor integración europea o cuando, con su política de austeridad –austericidio–, impuso tras la crisis global de 2008 unas condiciones draconianas a Grecia y lastró las economías del sur de Europa. No obstante, y más allá de que luego permitió relajar las medidas de control del déficit a través de la UE, conviene recordar que Merkel siempre se ha guiado por las exigencias del electorado alemán que, pura contradicción, quiere «defender sus ahorros» a la vez que precisa el mercado europeo para sus exportaciones, la base de su economía. Así se entiende que, en plena crisis por la pandemia, su gobierno accediera a romper un tabú: el endeudamiento común para financiar el fondo de reconstrucción. A Alemania le interesa enfrentar las consecuencias de la actual emergencia sanitaria. Y no solo porque está siendo golpeada estas últimas semanas por una ola de contagios sin parangón, sino porque necesita unos vecinos europeos vivos, dependientes de sus productos pero vivos. Ha sido esa obsesión por el déficit cero, el «schwarze null», la que está detrás de uno de los grandes debes de la era Merkel. La «gran» Alemania tiene una sonrojante carencia en infraestructuras –la mayoría obsoletas–, en innovación y en digitalización –evidenciada con el cierre de las aulas por la Covid– . Todo ello por la falta de gasto público e inversión en infraestructuras. El mito de la eficiencia alemana ha caído y la modernización del país, junto con las contradicciones de su política contra la emergencia climática –el 26% de su energía procede todavía del carbón–, son los grandes retos. Un sondeo aseguraba en setiembre que el 80% del electorado alemán considera positiva la herencia de Merkel. Fotografía: Kay Nietfeld | AFP Una excepción y una condena. Quizás la única vez en la que Merkel abandonó su pragmatismo calculador y se mostró emocionalmente humana fue cuando abrió sus fronteras al millón largo de refugiados que penaban por los Balcanes. La canciller desoyó a los suyos en la CDU y la CSU y alegó motivos humanitarios, lo que la congració con parte de una opinión pública europea que la veía como una líder sin corazón pero, paradójicamente, marcó el inicio del fin de su era al propiciar en Alemania el auge de la extrema derecha, sobre todo en el este alemán que la vio crecer. Esa es una de las espinas clavadas en la gestión política de Merkel. No en vano es –ha sido– la primera canciller alemana originaria del este. Y lamenta que la reunificación alemana –en realidad una pura anexión– no haya sido «interiorizada» como algo positivo por muchos «ossis» –término peyorativo para designar a los germanorientales–. La decisión de su vida, la que marcará una de las mayores improntas de su legado en la historia, fue el comienzo del declive de su partido, coincidente con el auge de la xenófoba AfD. En las elecciones de 2017 salvó justo los muebles pero, un año después, tras sucesivos desastres electorales, Merkel anunciaba su retirada antes de que los mismos que al inicio de su carrera política, hace 20 años, pensaban que sería solo un accidente, le hicieran la cama. Merkel decidía así retirarse con tiempo y a tiempo, reposada y sin estridencias, en su más puro estilo. Pero, ahora que se ha ido, deja un gran vacío en Alemania: en su partido, actualmente a la deriva; en la extrema derecha, para la que era su enemiga preferida, y en sus sucesores de la nueva coalición de gobierno, que tendrán difícil tanto desgajarse de su legado como emularlo.