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Voces de una ciudad que resurge de sus cenizas

Mosul, vidas en reconstrucción

Cuatro años después de la derrota del ISIS, la ciudad iraquí y sus habitantes tratan de volver a una cotidianidad marcada por la lenta reparación de todo aquello destruido por la gobernanza extremista y la posterior guerra de “liberación”. Daños emocionales y materiales que, como cuentan los propios mosulíes, suponen aún una gran carga para rehacer la vida en la antigua capital del califato. Otros, los que se marcharon y no regresaron, explican por qué Mosul forma ya parte de su pasado.

Fotografías: David Meseguer

Siguiendo la larga tradición familiar, el pequeño de los Yousef hace prácticas de caligrafía en la calle sobre una diminuta pizarra portátil. «Yousef el calígrafo, Alí el calígrafo…», escribe minuciosamente este niño con un rotulador negro bajo la atenta supervisión de su primo Deya, quien a los 27 años es dueño de un negocio dedicado a la pintura y a la rotulación. Situado justo enfrente de la Gran Mezquita de Al-Nuri y reabierto hace tan solo cuatro meses, la actividad comercial de este local de la Ciudad Vieja es un claro indicador del pulso de Mosul.

«Nuestro trabajo va en paralelo a la reconstrucción de la ciudad. Cuantos más edificios rehabilitados, más lugares en los que se necesitan carteles, rótulos y dibujos», explica este joven de tez morena y barba poco poblada recientemente graduado en Bellas Artes por la Universidad de Mosul. «Somos una familia de artistas. Este negocio pertenece a mi padre desde los años setenta. Él estudió Bellas Artes en Bagdad y nos ha inculcado a mis primos y a mí la pasión por esta profesión», destaca Deya Yousef para alardear después de que su estirpe de calígrafos es conocida en todo Irak.

Sentado junto a una vetusta mesa de madera y flanqueado por un cuadro que recrea una ancestral escena de caza de palomas y una cartulina de ribetes rojos con la shahada «No hay más dios que Alá, y Mahoma es su profeta» impresa, el joven calígrafo rememora cómo fue vivir durante tres años bajo la bandera negra de Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés). «Recuerdo perfectamente cuando un gran convoy llegó frente a la Gran Mezquita de Al-Nuri y de uno de los vehículos descendió Abu Bakr al-Bagdadi. Fue el día que proclamó el califato y lo pudimos observar con todo detalle porque aquella mañana teníamos la tienda abierta», describe Deya con fascinación, consciente de que pocas personas presenciaron aquel momento nefasto, pero histórico. Era el 29 de junio de 2014 y desde aquel momento Mosul, situada 400 kilómetros al noroeste de Bagdad, pasaba a ser la autoproclamada capital del Estado Islámico.

Arriba, el pequeño de los Yousef muestra la pizarra en la que practica caligrafía con la Gran Mezquita de Al-Nuri, aún en reconstrucción, a sus espaldas.

 

Vivir en la capital del califato. Con miles de combatientes yihadistas en sus filas llegados de todo el mundo y con un gran poderío militar, el ISIS capturó la segunda urbe más importante de Irak en tan solo seis días –del 4 al 10 de junio de 2014– sin apenas resistencia de las fuerzas gubernamentales. Aquella capitulación suponía la guinda del pastel para la era de inestabilidad y violencia sectaria nacida tras la invasión liderada por los Estados Unidos en 2003. En un escenario de gran animadversión de la población local de mayoría suní hacia el Gobierno central iraquí –dirigido entonces por el primer ministro chií Nuri al-Maliki y bajo influencia de Irán–, el ISIS supo explotar aquella coyuntura para controlar Mosul y amplios territorios del noroeste del país.

«Quisimos huir pero toda la ciudad estaba sellada por miles de milicianos del ISIS. Si te capturaban intentando escapar podían matarte de un tiro en la cabeza o degollarte», señala Deya desde su silla con vistas a la Gran Mezquita. Forzados a permanecer en la urbe bañada por el Tigris, los Yousef solo bajaron la persiana de su negocio de caligrafía cuando la ofensiva militar conjunta del Ejército iraquí y la coalición internacional liderada por Estados Unidos comenzó castigar la Ciudad Vieja.

«Durante el califato, la pintura, el dibujo y cualquier tipo de expresión artística fueron prohibidas. Solo estaba permitida la caligrafía», cuenta el joven empresario que en aquel momento vio truncado su ingreso en la Universidad por la irrupción de los yihadistas. «Tuvimos que guardar muchos lienzos y dibujos en casa porque de otro modo los hubieran destruido», subraya Deya con la aprobación de su hermano y dos de sus primos también presentes en el local comercial.

El joven artista destaca que el negocio funcionó bastante mal durante los cerca de tres años que los extremistas estuvieron en Mosul porque cualquier propuesta más allá de la caligrafía era considerada haram (pecado) por el aparato de censura del ISIS. «Era muy difícil llevar una vida normal y disfrutar de cosas tan banales hasta la fecha como la música o la televisión por satélite. Si registraban tu teléfono y encontraban contenido que consideraban inapropiado podían matarte por hereje. Incluso en tu casa estabas en peligro porque tenían ojos e informadores en todos los rincones y podían entrar en cualquier momento», recuerda el calígrafo con el miedo que pasaron aquella temporada aún presente en sus ojos.

En la misma acera de la calle de la Gran Mezquita y a escasos cincuenta metros del local de los Yousef, los dedos de Mahmud desplazan con extrema rapidez las bolitas de un tasbih, el rosario musulmán. Sentado junto a la puerta de la tienda de ultramarinos que regenta junto a su hijo Said, este hombre de 60 años afirma pertenecer a una de las familias más antiguas de Mosul con ocho siglos y medio de presencia en la ciudad. «Fui comerciante durante 40 años, pero el ISIS destruyó mis almacenes. Perdí todo mi dinero», destaca Mahmud, quien alterna su trabajo con la función de imán en una mezquita cercana.

Vestido con una tradicional túnica árabe de color ocre, chaleco negro y una taquiya – el gorrito musulmán– grisácea, este hombre de tupida barba canosa señala que el ISIS le quitó el pan pero que el Ejército iraquí casi acaba con su vida. «Tengo heridas en la cabeza y en el cuello. Mi hijo también resultó lastimado y perdió algunos dedos de la mano», denuncia mientras enciende un cigarrillo, justo en el instante que su hijo Said acaba de despachar a un cliente y sale del establecimiento para unirse a la conversación.

«Nos alcanzó un cohete katiusha durante la ofensiva para liberar la ciudad. Me operaron cuatro veces durante los cuatro meses que estuve ingresado, primero en Jordania y después en Alemania», comenta este joven de 26 años y padre de tres hijos. A pesar de que el nervio que conecta la mano con el brazo está totalmente inerte, Said valora positivamente el hecho de poder llevar una vida bastante normal. Tanto él como Mahmud son conscientes de la suerte que corrieron en comparación con los cerca de 10.000 civiles muertos que dejaron los nueve meses de combates entre los yihadistas y la alianza formada por las tropas terrestres del Ejército iraquí y la fuerza aérea de la coalición internacional liderada por Estados Unidos.

Según una investigación de la agencia Associated Press a partir de datos facilitados por diferentes organizaciones humanitarias, de los diez millares de mosulíes muertos entre octubre de 2016 y julio de 2017, 3.200 fallecieron a causa de los bombardeos aéreos de la coalición o la artillería del Ejército iraquí.

La parte occidental de Mosul, que fue el epicentro de los combates entre el ISIS y las tropas de la coalición. La lenta reconstrucción está siendo posible gracias a la ayuda de las organizaciones internacionales.

 

La resiliencia de los mosulíes. El nivel de destrucción y el bullicio desigual en ambas partes de la ciudad, dan cuenta del dispar impacto de la guerra en cada una de las riberas del Tigris. La muchedumbre en los zocos, los gritos de los vendedores y los cláxones de los coches en el Mosul oriental, contrastan con el silencio reinante en la zona occidental que va in crescendo a medida que uno se aproxima a la Ciudad Vieja, bastión de los extremistas en la urbe. Por este motivo, mientras en el este hay pocas edificaciones dañadas por los combates, el oeste es una suerte de zona cero repleta de esqueletos de edificios e inmuebles aún en ruinas.

Cuando finalizó la contienda, la ONU estimó que, de los 54 distritos habitados en la zona occidental, 15 resultaron «gravemente dañados» y 24 «significativamente dañados». Por eso, debido a la falta de infraestructuras y servicios básicos como el agua y la electricidad, gran parte de los 800.000 mosulíes desplazados por el conflicto –aproximadamente la mitad de la población–, según cifras de la Organización Internacional para las Migraciones, aún no han regresado a sus hogares. De los retornados, una gran mayoría han tenido que instalarse en la ribera oriental de Mosul, a la espera de que algún día lleguen las ayudas económicas que les permitan comenzar las tareas de reconstrucción.

Es el caso de las familias de Mahmud y su hijo Said, que ahora viven en el este y trabajan en el oeste. «Solo el 20% de la población ha vuelto a sus casas en esta parte de la ciudad. Únicamente se han reconstruido 70 bloques de viviendas. Sin la ayuda de las organizaciones internacionales es imposible que la vida regrese aquí», señala Mahmud en referencia a la situación de la zona este donde se encuentra la Ciudad Vieja. «Tenemos agua corriente y electricidad gracias a las organizaciones. El Gobierno no está destinando ni un solo dinar», denuncia el sexagenario desde su cómoda silla situada en el exterior de la tienda junto a la puerta y flanqueada por una nevera repleta de bebidas.

Deya, el primero por la izquierda, junto a su hermano y primo en el patio interior del edificio que alberga su local de caligrafía.

 

«La Unesco trabaja aquí para revivir el espíritu de Mosul», es el lema que luce en uno de los carteles situado en la valla de obra que delimita la mezquita de Al-Nuri. Prácticamente reducida a escombros por la ferocidad de los combates, desde la azotea del local de caligrafía de los Youssef puede observarse cómo hasta la fecha solo se ha reconstruido la cúpula principal y apuntalado algunos arcos con vigas de madera. «Me duele en el alma ver la Gran Mezquita destruida porque he rezado allí cientos de veces. Es nuestra historia y, como cualquier iraquí que ama a su país, siento una profunda tristeza», lamenta Mahmud.

Junto al logotipo de la Unesco aparecen también los emblemas de diferentes organismos, entre ellos, la bandera y la leyenda de los Emiratos Árabes Unidos. Mientras que las organizaciones internacionales son las encargadas de gestionar los 400 millones de dólares que en 2017 aprobó el Banco Mundial para reconstruir la ciudad, algunos países del Golfo aportan sus propios fondos para financiar proyectos concretos como la reconstrucción de mezquitas.

Sin recibir ni un solo dinar del Gobierno iraquí y totalmente dependientes de la ayuda procedente de las organizaciones internacionales, los comerciantes de la calle de la Gran Mezquita han ido abriendo sus negocios paulatinamente. Con sus almacenes destruidos y ante la imposibilidad de hacer de marchante, Mahmud y su hijo vieron en la tienda de ultramarinos una oportunidad para ganarse el pan. «Compramos y abrimos este negocio después de la liberación de la ciudad. Todavía no hay mucha actividad porque la gente no tiene trabajo ni dinero para gastar», explica el tendero y también imán.

Una sensación que también comparte Deya, quien apunta que la gente prioriza en gastar lo poco que tiene para reconstruir sus hogares o reparar sus vehículos. «Lo que ganamos ahora no es mucho. Lo justo para vivir. Pero esperamos que poco a poco la situación mejore», indica el calígrafo desde la azotea del edificio que alberga su negocio y en cuyo patio interior aún son bien visibles los desperfectos causados por el impacto de centenares de pequeños proyectiles.

«Cuando la ciudad fue liberada, no tenía palabras para expresar la emoción que sentía. Me habían robado tres años de mi vida», expresa el joven artista que meses después pudo comenzar los estudios en Bellas Artes ahora ya finalizados. «En 2017 había más matriculados que nunca con el regreso de la actividad universitaria. Aquellos que tenían sus estudios a medias y los estudiantes acumulados durante tres años de califato estábamos ansiosos por recuperar el tiempo perdido», comenta Deya.

Un edificio de la Ciudad Vieja, la zona más dañada por los combates, permanece aún en ruinas.

 

Resistir o no regresar jamás. El puesto de zumos de la calle de la Gran Mezquita en el que atiende Abdullah Amar también reabrió seis meses después de la finalización de los combates. No fue nada sencillo para este chaval de 20 años volver a ponerse detrás del mostrador con la muerte de sus tíos y primos aún muy presente. «Vivían en la Ciudad Vieja como yo y un ataque aéreo acabó con sus vidas porque había milicianos del ISIS cerca de las casas habitadas por civiles», recuerda este joven delgado con semblante serio que viste una camisa gris con estampados negros y una gorra oscura.

«Gracias a Dios hay trabajo. Durante el día hay poco movimiento, pero a partir de las siete de la tarde la cosa se anima porque la gente sale a pasear y a beber», señala Abdullah, mientras el televisor que hay instalado en la pared del local emite sin descanso cómo miles de peregrinos dan las siete vueltas a la Kaaba en la Meca. «Mi familia ha decidido quedarse, pero hay mucha gente que vio a sus padres y hermanos envueltos en sangre al morir y no quieren regresar porque es algo que su corazón no puede soportar», comenta este joven que asegura desconocer el paradero de muchos de sus amigos que abandonaron Mosul.

Nada Hadi es una de esas mosulíes que se marchó y no regresará jamás. Cristiana, de 45 años de edad y originaria del centro de la ciudad, abandonó la capital de la provincia de Nínive en 2008 junto a su familia fruto de las constantes amenazas que recibían. «En mi barrio, muchas casas de cristianos fueron señaladas con pintadas e incluso algunas atacadas con explosivos. También éramos objeto de llamadas de amenaza exigiéndonos dinero», explica esta mujer menuda de pelo corto que ahora vive desplazada en Dohuk, una de las capitales de provincia de Kurdistán Sur situada 85 kilómetros al norte de Mosul.

Sobre estas líneas, Mahumd y su hijo Said aparecen sonrientes frente a la tienda de ultramarinos que regentan en la calle de la Gran Mezquita.

 

Su exilio, seis años antes de la toma yihadista de la ciudad bañada por el Tigris, es un claro ejemplo de que Mosul y todo Irak viven sumidos en una constante espiral de violencia sectaria e inestabilidad desde el 2003 con la caída del régimen de Saddam Hussein. En Dohuk, Nada trabaja desde hace cinco años como cajera en el Tandoori, un restaurante de comida rápida cuyo dueño, también mosulí, abrió en 2015 tras la irrupción del ISIS en la ciudad. Con muchos de sus trabajadores desplazados de otras partes del país, el establecimiento quiere desprender positivismo con los mensajes de “buen rollo” que hay colgados en la pared que separa la cocina del mostrador y con el emblema del negocio, una caricatura de un diminuto y sonriente personaje de largo mostacho al estilo Alí Babá que parece salido de “Las mil y una noches”.

«Después de recibir las amenazas, fuimos a Siria para acogernos a un programa de emigración de la ONU. Queríamos ir a Europa, pero la cosa no fue bien y tras un año esperando nos quedamos sin dinero», recuerda esta mujer sin perder su semblante afable. De vuelta a Irak, Nada y su familia decidieron probar fortuna en Dohuk, donde viven desde 2010. A pesar de la cercanía entre la ciudad kurdo iraquí y Mosul, nunca ha regresado a la tierra que la vio nacer ni piensa hacerlo. Prefiere poner distancia y dejar atrás los fantasmas del pasado. «En mi vecindario ya no quedan cristianos, todos huimos. Algunos están aquí, otros en Erbil y muchos han abandonado el país», explica la cajera que por su trabajo recibe 750.000 dinares iraquíes, unos 443 euros mensuales. Soltera y a cargo de su madre de 80 años enferma, Nada Hadi afirma que aunque le gusta mucho su trabajo preferiría emigrar al extranjero porque con lo que gana no es suficiente para llevar una vida digna.

«Aquí no hay futuro, ni para mí ni para mis hijos. La mayoría de los políticos son corruptos y solo piensan en llenarse los bolsillos. ¿Corrupción? Mira en las elecciones quién ha ganado, las mismas caras de siempre», denuncia Said junto a la puerta de su tienda de ultramarinos con la aprobación de su padre Mahmud. «Los Estados Unidos han destruido este país. En el pasado teníamos un buen nivel de vida, había seguridad. Cuando salías a la calle ibas con la cabeza alta y la mirada al frente porque nada te preocupaba», comenta cabreado.

Por su parte, Deya Yousef, se muestra ambivalente hacia su futuro en la ciudad. «Poco a poco la vida está volviendo. Hay hospitales, los puentes y edificios se van reconstruyendo, pero debe haber un cambio de mentalidad, sobre todo a nivel político», expone el calígrafo. «¿Emigrar? Si tuviera la oportunidad lo haría porque en Irak muy poca gente aprecia el arte. No hay exhibiciones, ni galerías. Tampoco existe ningún tipo de ayuda para los artistas locales», explica el artista mientras desde los altavoces situados en el perímetro de las obras de la Gran Mezquita de Al-Nuri suena una grabación con la llamada del muecín al rezo. Aunque aún faltan años para que pueda reabrir sus puertas, el objetivo parece claro: hacer revivir el espíritu de Mosul.