03 AVR. 2022 PANORAMIKA El pequeño gesto de cambiar el mundo Iker Fidalgo En los momentos en los que perdemos la esperanza en la sociedad que hemos construido, tendemos a proyectar esas realidades que anhelamos vivir. Una construcción mental que nos traslada a momentos en los que la felicidad colectiva y la justicia social son las bases. Para este ejercicio, que no es otro más que la supervivencia, el arte y la cultura sirven en ocasiones como el agarre que evita que nos hundamos. Una de las frases más famosas del filósofo Theodor W. Adorno es aquella que decía que “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Puede que el pensador no se refiriera tanto a que no fuera necesaria o que no hubiera lugar para ella, sino que dudaba sobre si la humanidad iba a ser capaz de superar el trauma social que supuso el exterminio. Precisamente el arte fue una de las herramientas que ayudaron a reflexionar sobre el mundo que debía construirse, por tanto no solo no fue un acto imposible, sino que, además, fue tremendamente necesario. Sin embargo, parece que seguimos sin aprender la lección, pues los pueblos oprimidos siguen existiendo con el beneplácito de occidente y sus mecanismos de poder. Es por eso que periódicamente surge la misma pregunta, ¿puede el arte cambiar el mundo? La respuesta es clara: no. Pero lo que sí puede es ayudar a imaginar soluciones, deseos y aprendizajes que nos permitan comenzar por lo más básico, nuestro entorno. La mejor manera de alterar el curso de las cosas es comenzar por juzgar nuestros propios comportamientos y cambiar nuestros prejuicios y automatismos. Y, para eso, la producción artística nos enseña que la poesía se centra en los pequeños gestos que son a la vez tan íntimos como universales. Que la creación de narraciones es a fin de cuentas un lugar de encuentros en donde nuestras percepciones son capaces de activar nuevos lugares aún por explorar y, por qué no, por reconstruir. A principios de marzo, el Espacio Marzana de Bilbo inauguró una exposición a cargo de Zaloa Ipiña (Bilbo, 1986). “Mingainatu /Lenguar” es el título de esta muestra que se extiende hasta el día 22 de este mes y es la traducción inventada de un término que incide en la diversidad cultural de los idiomas. Como en todas las capas de la vida, las lógicas de organización vienen precedidas de discursos de dominación e imposición. Lo mayoritario sobre lo minoritario, lo grande sobre lo pequeño, lo hegemónico contra lo marginal. Basándose en un planteamiento teórico llamado ecolingüismo que pretende la igualdad de todas las lenguas huyendo de mecanismos de jerarquización, la artista bilbaina realiza una propuesta artística a medio camino entre la instalación, la documentación fotográfica y la escultura. El mapa como visión global del mundo, es el elemento protagonista. Mapas que componen palabras y no territorios. Que crecen en la hierba y que se entretejen en pedazos de retales que se sostienen entre sí. “Es lo que hay” es el título de la primera exposición de Jorge Isla (Huesca, 1992) en la galería SC Gallery de Bilbo y que permanecerá abierta hasta el 8 de abril. Merece la pena aprovechar esta recta final pues Isla ha realizado un proyecto de una radicalidad formal y conceptual que por seguro no nos dejará indiferentes. El suelo de la galería está cubierto de pantallas de teléfonos móviles que se convierten en el personaje principal. Pantallas que se cascan, que forman composiciones semejantes a cuadros o paneles e incluso tacos apilados y sujetos contra la pared. La pantalla del teléfono es la ventana hacia el mundo de la imagen, aquel que nos obliga a consumir y a digerir a una velocidad nunca antes experimentada. Un elemento casi protésico que viaja constantemente entre el bolsillo, la mano y el ojo, como un triángulo de las bermudas en el que todo lo que sucede se pierde a la espera del siguiente estímulo. Mensajes, sonidos, luces, imágenes, vídeos y audios. Todo se acumula para regir el presente de la hipercomunicación y de la disponibilidad constante. Jorge Isla nos hace detenernos y nos aleja. Nos permite fetichizar la pantalla como un objeto y no tanto como un sumidero que absorbe nuestra atención. Nos recuerda que es materia, que se rompe, que se pisa, que se quiebra y que se apaga. Que la negritud del vacío de contenido se consigue con un parpadeo y que nuestros cuerpos han olvidado cómo era la vida antes de que ellas, las pantallas, existieran.