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Gastronomía terminal


F amilia, amigos, ahora que ya ha pasado septiembre y algunos de vosotros, no sé si muchos, pocas, todas o ninguno habéis estado y viajado de vacaciones, os lanzo un acertijo. ¿Qué corriente gastronómica, qué gran movimiento culinario es aquel que defiende la gastronomía de altos vuelos, pero volando bajo y a precios de 22.000 pies de altura? Efectivamente, la gastronomía de terminal. Cocina en estado terminal que agrada cuando uno se acaba de “terminal” el plato. Reíros o no, pero es un chiste malo que resume a la perfección la única interpretación culinaria a la que da pie. El “bueno, bonito y barato” es increíblemente difícil de conseguir pero creedme que su homónimo contrario, el aterrador “malo, feo y caro” existe. Yo lo he visto y lo he sentido en mi estómago y, lo peor de todo, también en mi bolsillo. Duele y da miedo, de verdad que da miedo.

Pasemos al análisis un poco más realista y técnico del tema en cuestión. Escuché decir a alguien que el valor de un producto se mide dependiendo del momento y el lugar en el que este producto o servicio esté. No le quito razón, pero tampoco justifica que la única o únicas opciones que se ofrezcan en ciertos lugares sean de la calidad que habitúan ser y al precio que están. ¿Podría considerarse abuso? Uno puede entender que los costes de ciertos servicios sean altos pero, sabiendo del tamaño de algunas de las empresas que ofrecen servicio, entremos en harina. En aeropuertos, estaciones varias y gasolineras a uno le cuesta creer que el precio, por el valor del servicio y la comida que se ofrece, sea justo o proporcional al momento y lugar en el que están.

Hablamos de la percepción real de valor de un producto o servicio concreto, de ser consciente de que el libre mercado permite la oferta de este tipo de productos y servicios, y de que en nuestra mano está consumir estos o no. Vamos al salseo: en mi último viaje, de guiri, haciendo el guiri, paré a repostar en una gasolinera de las que tienen un restaurante anexo en el que a modo de self service (sírvase usted mismo) ofrecían desayunos, comidas y cenas. Agarré un bocatita de jamón (15 cm longitud de pan y 20 escasos gramos de jamón que no llenaban todo el interior del bocatita) al que sumé dos cafés solos. Saqué de mi bolsillo dos billetes de 5 euros para pagar y la dependienta, majísima ella, me indicó amablemente que no me llegaba con los 10 euros que le estaba dando. Saqué otro billete de 5 euros, se lo entregué y para mi sorpresa, faltaban 65 céntimos de euro. Amigos, familia, pagué por dos cafés y un bocatita de jamón 15,65 euros. Eso sí, el jamón estaba rico, pero a precio de Joselito, prefiero que el jamón sea Joselito. Seguimos el tour hacia el aeropuerto, donde todavía con hambre, buscamos una cafetería en la que saciar el hambre y la “carita” experiencia vivida durante el repostaje. Ilusos de nosotros, apostamos por otros dos cafés, un bol de kiwi pre-cortado y un mollete, al que atrevidamente llamaban mollete, relleno de algo parecido a una tortilla de patata. ¡Ostras Pedrín! El kiwi se salva ya que, aun estando duro como una piedra y costando casi 4 euros el mini bol, seguía siendo kiwi. Un buen kiwi en un aeropuerto, visto lo visto, se convierte en un tesoro que solo Indiana Jones o Frodo, el señor de los kiwis maduros, podrían encontrar. Lo de la tortilla es directamente un accidente culinario. No hay gallina que merezca lo que se hace en estos establecimientos con los huevos de estas, ni hortelano al que desmerezcan de esta manera sus patatas. Decir que el pan en el que se sirve es un mollete es similar a comparar un triciclo de juguete con una moto de competición. Ni pies ni cabeza. Para reducir costes así, mejor ofrecer otra cosa.

A esto se juega en espacios y lugares como estos. Lo dicho, no puede uno esperar grandes lujos, pero tampoco sentirse estafado. No soy nadie para juzgar el trabajo de nadie, ni para juzgar la oferta de un colega de gremio. Pero ocurre que cuando se trata al cliente como un número más, la gastronomía deja de ser gastronomía y la culinaria pasa a ser alimentación, casi de supervivencia y, en estos casos, disfrazada de experiencia de viaje. Viaje del de viajar de un punto a otro y del que te meten a la hora de pagar. Por eso vuelvo a pediros que, cuando habléis de culinaria y gastronomía, lo hagáis sabiendo a qué os estáis refiriendo.

Visitas veraniegas. Habiéndome confesado y contado lo que pudiera ser el inicio vacacional de cualquiera, también me apetece contaros cosas bonitas del verano. Ha habido sitios a los que ha merecido la pena ir. Por ejemplo, Casa Pilar en Asturias, Erro en Arrazola o Mo de Movimiento en Madrid. Estos son algunos ejemplos de las casas que he podido visitar durante los meses de verano. No penséis que han sido muchas más, pero las que han sido buenas, lo han sido de verdad. Cada propuesta dentro de un marco totalmente distinto, pero todas las propuestas brillantes. Os dejo estas tres propuestas con las que podéis olvidar un mal inicio vacacional.

Ahora, para terminar de darle la vuelta a la tortilla, nunca mejor dicho, os dejo algún que otro consejillo para que os preparéis vuestro propio mollete de tortilla en casa.

Mollete de tortilla. Para empezar, comprad un buen pan de mollete. Si os ofrecen 3 o 4 molletes por un euro, no los cojáis. Buscad el mejor mollete porque, “aunque la mona se vista de seda, mona se queda”. Lo mismo para huevos y patatas. No pretendáis que una gallina turuleta mal cuidada os dé el mejor huevo del mundo. Y, por último, es un gran momento para comprar todavía patatas nuevas. Por lo que dicho queda. Ahora, cómo arrancamos con el tema.

Cortamos el mollete a falta de un pellizco para que se mantengan las dos partes unidas. Esto, si la tortilla chorrea un poquito, que sería lo ideal, retendrá en el interior del pan el jugo. Seguido, seleccionamos la sartén para la “mini” tortilla. Si tenéis una sartén mini para hacer tortillas o cualquier otra cosa, maravilloso. Si no, le damos forma de tortilla enrollada clásica, que también vale. Pero lo que mola es que la tortilla tenga la forma del mollete. Yo os voy a proponer freír la patata laminándola con un pelador. Calentad aceite de girasol con un poco de pimienta molida y freíd las patatas hasta que empiecen a coger color, pero sin dejar que se doren. Tienen que quedar parecidas a vuestras patatas de bolsa favoritas. Una vez tengáis las patatas listas, toca cascar los huevos. La proporción será de: misma cantidad de huevos que de yemas sueltas. Es decir, para una mini tortilla de 2 huevos, añadiremos 2 yemas. Con los huevos en el bol, todavía sin batir o mezclar, añadiremos dos puñados majos de patata crujiente. Con la ayuda de una lengua, romperemos la patata e iremos, con movimientos envolventes, mezclando la patata y el huevo. Tiene que quedar una mezcla cremosa, que no líquida. Si véis que tiene mucho huevo, añadid más patata. La textura de la masa en crudo tiene que ser similar a la que os queréis encontrar en el interior de la tortilla. ¡Calentáis la sartén, vuelta y vuelta y listo! Calentad el mollete en una tostadora o unos segundos en el microondas y rellenadlo con la mejor tortilla del mundo. Esta sí que se merece un buen viaje.

Así, con tortillas así, si se puede viajar. ¡Ah! Y que no se os olvide ponerle precio.

On egin!