7K - zazpika astekaria
PSICOLOGÍA

Dime qué hago


Hace no mucho leía a uno de los creadores de Google decir que la gente no buscaba respuestas en ese buscador sino que buscaba que le dijeran qué tenía que hacer. Y lejos de querer asemejarme con esta inteligencia artificial –la mía es natural–, a veces en mi consulta como psicólogo yo siento una expectativa similar. Siempre me hace pensar cuando una persona me transmite con ansiedad la duda sobre qué hacer ante un dilema que le está costando dirimir. Y me hace pensar más aún cuando alguien se irrita al escuchar que mis respuestas le devuelven el foco a la propia persona.

A veces me quedo con la duda sobre si habré sido demasiado difuso o tendría que haberme implicado con una respuesta concreta pero siempre llego a la misma conclusión: en ese caso sería mi respuesta; y no mi respuesta como profesional –al fin y al cabo la psicoterapia pretende promover el logro de cambios o modificaciones del comportamiento, la salud física o psíquica, la integración de la identidad psicológica y el bienestar de las personas; pero no dirigir ni controlar la vida de otros–, sino como persona, como individuo; en cuyo caso correría el alto riesgo de no ser efectivo para la finalidad que he descrito, de ser invasivo o sustituir una dependencia por otra, por no hablar de la ética, es decir, quién soy yo para decirle a nadie lo que tiene que hacer.

Y pensando en los límites de mi profesión, de mi saber y de mi práctica, pienso en la necesidad de seguridad que aún con todo tenemos en algunos momentos de inestabilidad y de vulnerabilidad. Y en particular de la seguridad de que alguien se haga cargo de algo que nosotros no podemos afrontar por tener mermado el acceso a nuestros recursos en esa situación. Es frustrante encontrarse en la tesitura de tener que tomar una decisión que consideramos de capital importancia y sentir que no la podemos tomar de pleno derecho por tener miedo, incertidumbre, enfado o estar criticándonos internamente hasta la parálisis.

A veces optamos por adoptar la solución de otros a ojos cerrados, solo para darnos cuenta de que nos sentimos torpes al hacerlo, e incluso más confusos, más confusas. Y es que pocas veces funciona hacer lo que otros nos dicen si no tiene un sentido interno, si no somos capaces de colocarlo en algún lugar de nuestro marco de referencia y de vida y hacerlo propio. Y, a pesar de que necesitamos rebajar la angustia de los momentos cruciales en los que pensamos que solo hay un camino correcto, también necesitamos que dichas decisiones tengan rúbrica propia. De hecho, es en esas decisiones en las que nos definimos como individuos, le expresamos al mundo “este soy yo, esta soy yo” y nos escuchamos decirlo, con las consecuencias que ello conlleva.

Ejercemos nuestra propia personalidad en todas estas expresiones, en lo que nos cuesta y nos confronta. El impass resultante de imaginarnos atrapados entre dos fuerzas de igual intensidad pero de sentido contrario puede durar mucho tiempo, puede de hecho no poder resolverse porque ninguna de esas dos opciones capture nuestra totalidad, la totalidad de nuestros deseos y motivaciones –porque nada captura todo lo que somos, hemos sido o seremos–. Es entonces donde las personas de alrededor sí podemos ser útiles: cuando podemos ayudar en el proceso de la toma de decisión y no en la decisión en sí, esto es, ayudar a explorar cómo sería vivir una y otra opción, qué sentiría la persona con cada una de ellas, y tolerar –nosotros–, la frustración de que el otro no haga lo que le proponemos y que vemos tan claro; entender que esa persona está creando con su indecisión, a modo de cocción lenta, la persona que será cuando dé el paso.

Respetar eso sin caer en la obsesión, caminar con quien no sabe y acompañarle, le da la tranquilidad de no solo saber sino sentir que tome la decisión que tome, no va a perdernos y que va a ser más él mismo o ella misma tras hacerlo. Y ese permiso interno libera los recursos para decidir y asumir.