7K - zazpika astekaria
PSICOLOGÍA

El vacío de experiencia


El mundo está ahí para habitarlo, lo que es un acto físico y psicológico. Es físico porque nuestra mente ocupa, es, usa y se alimenta de nuestro cuerpo y de lo que este hace; y el cuerpo ocupa físicamente el espacio, lo cambia y condiciona, existe en hibridación inevitable con este. El habitar es un acto psicológico porque el espacio físico tiene una representación en la mente, un eco y afección emocional, una proyección en cuanto a su potencial para nosotros, una historia que nos transmite y que vamos a encontrar allí. Y es físico y psicológico también porque otros lo habitan, interactuando y cambiando nuestro espacio nos guste o no, participemos o no. Es un hecho que, como decía el famoso psiquiatra catalán del siglo XX Fransesc Tosquelles, uno de los precursores de la ‘cura’ de las instituciones psiquiátricas heredadas del siglo anterior como necesidad previa para la cura posterior de los enfermos: «cuando uno va a buscar una aguja [en un pajar], se fija en dónde pone los pies al caminar [por si se va a pinchar]… Es decir, nuestros actos preceden a nuestro pensamiento». Y es que, en los tiempos de la virtualidad, del ‘tele-de-todo’, de la multitarea y la abundancia de información, hay una cuestión que revisar –en especial para las generaciones nacidas en ese medio ambiente digital–, en lo referente a la relación física con el entorno.

Para quienes vivimos en grandes ciudades, como es mi caso, es habitual encontrarse con espacios que cambian de utilidad o la pierden, como locales comerciales que se quedan huérfanos en los cascos históricos o grandes edificios públicos ‘sin función’ fáctica definida más allá de la oficial o publicitaria en el momento de su proyección. Y es que los espacios físicos invitan a la interacción y cuidado o a su abandono en función del ‘para qué’, y del deseo de vinculación con ellos.

Cada vez es más difícil apropiarse activamente de un espacio que es de todos, más allá de usar la calle para tomar unas rabas el domingo o ir y venir de trabajar. La actividad para muchos jóvenes está recluida en sus dispositivos virtuales, lugares en los que se genera la ilusión de conocer el mundo, de conocer cómo funcionan las personas, las relaciones, que después son tan complejas en la vida real. Ver vídeos de cocina no es cocinar, hablar de hacer deporte no es hacerlo, publicitar un mensaje no es ejecutarlo y, quizá por nuestra incapacidad para aunar en estos momentos de cambio de lenguaje, los nuevos discursos sobre los espacios viejos, nos conformamos con la primera parte de la díada, con ver, hablar, publicitar… Pero no hacer, no arriesgarse a hacer –o al menos, a dejar hacer–.

La gente se va de los lugares en los que no puede ser él mismo, ella misma, y lo hace a menudo sin querer hacerlo. Los abandona cuando no le nutren al igual que lo hacían los nómadas cuando una tierra no daba más de sí. La modernidad está llena de mensajes contradictorios –incluso estas líneas caen en el bombo de la ingente olla de discursos simultáneos–, y quizá no tenemos la capacidad de aunarlos todos aún, de darles un sentido de dirección cooperativa, global, coherente –y nadie nos ayuda particularmente– pero necesitamos de algún modo no perdernos en mitad de ese vendaval de palabras, ideologías, políticas y ventas; y quizá una manera de que este sobreestimulante momento no nos tumbe, desoriente o angustie, sea usar nuestros pies y nuestras manos, ayudar a otros a hacerlo y hacer propuestas que llenen de sentido los espacios en los que vivimos, tanto físicos como psicológicos y relacionales, –un sentido errado o no, ya se sabrá después–.

Si no ‘hacemos’, corremos el riesgo de que otros ocupen el espacio que deja el vacío de experiencia directa, con una ilusión de haber vivido, pero construida minuciosamente y dirigida. Y lo malo es que el cerebro no distingue entre una y otra una vez aceptada la ilusión, por eso lloramos cuando vamos al cine. Que nadie nos cuente nuestra película.